¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

jueves, 3 de marzo de 2011

MAYDAY

Mi progreso en horas de vuelo era lento. La necesidad de dictar clases de inglés todos los días de la semana, incluyendo sábados y domingos por la mañana, me dejaba muy pocos espacios disponibles y la secretaria de la escuela, quien programaba las asignaciones de los vuelos no simpatizaba conmigo, pues no le llevaba regalos ni le hacía carantoñas como se había tornado costumbre, para conseguir lo que para mí era un derecho: asignaciones de vuelo en horarios que me fuesen propicios. Procuraba hacerlo muy temprano o al medio día, pero ese primer turno había que cancelarlo con frecuencia por las condiciones de visibilidad del aeropuerto.  Los cursos teóricos en la noche me habían obligado a cancelar los grupos de 6:30 a 8:30 los miércoles y viernes en el instituto de inglés, lo que implicaba una substancial reducción en mis ingresos, que hacía aún más difícil la constancia en el volar, pues quien no pagaba no volaba. Fue necesario negociar con los instructores teóricos mi no asistencia tres noches en la semana, con el compromiso de ponerme al día por mi cuenta. Para agravar mis problemas, sentía que no encajaba bien que desentonaba entre mis compañeros. Con frecuencia era presa del desaliento llegando a considerar que mi vida estaba tomando un rumbo equivocado. Lo único que me mantenía firme era la expectativa volar que todo lo transformaba. 

A pesar de la poca continuidad había conseguido realizar mi primer vuelo solo en el club aéreo de Santa Fe de Antioquia, en las horas estipuladas por el pénsum de la escuela, una mañana durante la cual, con otros dos compañeros, saboreamos la dulzura de esa experiencia irrepetible. Había realizado tres tráficos en torno a la pequeña pista, con despegues y aterrizajes sucesivos, mientras el instructor Gabriel Viecco y mis colegas seguían desde tierra las fases de la maniobra que demandó toda mi atención para realizarla con la secuencia adecuada que él nos había enseñado pacientemente, en no menos de veinte aterrizajes y despegues en vuelos previos acompañados.  Como un cumplido a ese nuevo estatus de alumno autónomo, me habían arrojado vestido a la piscina del club cuando finalizó el corto vuelo, en medio de risas y bromas de mis compañeros de experiencia, lo que creó los primeros vínculos de amistad que paliaron el desamparo de los primeros meses.

Una mañana con no más de treinta horas de vuelo acumuladas en mi vida de piloto en ciernes, llegué a la escuela para tomar la segunda asignación del día. Me fijaron el mismo avión en el cual había hecho el vuelo de demostración el HK 1470I. No había novedades técnicas en el libro de mantenimiento, lo que hacía pensar en una práctica sin percances que me permitiría llegar a tiempo a dictar la clase de mitad de la mañana. Realicé el plan de vuelo cuya constancia debía dejar en la escuela, en el cual estipulaba que haría lo que coloquialmente llamábamos “la vuelta a oriente”, un sobrevuelo de crucero por el valle de Rionegro que tomaba unos 45 minutos, un ejercicio muy común de práctica de vuelos solos de los alumnos de poca experiencia.

Era un día fresco, con pocas nubes y aire calmo. Como lo había planeado, salí con rumbo al norte, tomé luego el cañón del río Medellín hacia el noreste, para virar finalmente hacia la cordillera a mi derecha y luego al sur en busca del valle de Rionegro, una vez tuve la altura suficiente. Volaba a 8500 pies lo que permitía ver con razonable detalle los poblados, las carreteras, los vehículos que por ellas transitaban, en los momentos que mi poca pericia me lo permitía, pues aún me costaba gran esfuerzo mantener el avión completamente estable en rumbo y altura, escuchar y entender la radio y seguir el curso planeado en el plan de vuelo.

Estaba concentrado en estos pequeños afanes luego de pasar sobre el poblado de Guarne, cuando mi corazón tuvo un gran sobresalto, pues el sonido del motor antes estable, tuvo sin razón aparente una reducción intempestiva en las revoluciones. Miré el tacómetro y percibí que efectivamente la aguja no sólo había descendido de su valor de revoluciones por minuto, sino que además oscilaba a pesar de que no movía el acelerador. Por un momento mi mente se puso en blanco y sentí que mis entrañas se apretaron ante lo que parecía una situación sin salida.

-Me voy a caer- pensé aterrado. -¿Qué pasará, qué hago?

Esa pregunta fue un estímulo insospechado que me trajo de inmediato la voz de Viecco, mi instructor, y las prácticas de aproximaciones de emergencia con el motor reducido que habían realizado varias veces en Santa Fe de Antioquia, antes del primer sólo: “Cuando esto te pase, lo primero es ajustar la mezcla de aire y combustible para comprobar si mejora el desempeño del motor…”, recordé. Procurando controlar el nerviosismo tomé la perilla de control de mezcla y busqué mejorar el funcionamiento de la máquina. Para mi fortuna, el que recordase además la frase, “Nunca descuides la velocidad”, que mi instructor me soltaba cuando la atención se centraba en un solo asunto, me llevó a tener conciencia de la necesidad de calmarme y concentrarme para salir adelante de lo que le estaba sucediendo. 

Pensé por un momento en aterrizar de emergencia en la carretera, pero el tráfico de vehículos me desanimó. Por ello seguí descendiendo suavemente con el motor a media marcha en dirección a Rionegro y declaré el estado de emergencia con la voz entrecortada por el miedo:

-¡Emergencia!-exclamé - ¡El Halcones 1470I he perdido revoluciones en el motor, estoy al sur de Guarne rumbo a Rionegro, busco donde aterrizar! – para entonces no conocía el código internacional de emergencia que estipulaba el uso de la palabra “Mayday” repetida tres veces sucesivamente para alertar a la torre sobre una situación desesperada.

Aunque había recuperado un poco de potencia era evidente que no resultaba suficiente para mantener el avión nivelado. Tenía efectivamente que encontrar dónde aterrizar con seguridad. Mientras procuraba mantener una velocidad constante de 80 millas por hora y buscaba afanosamente un sitio para hacerlo, escuché por el altoparlante de la cabina la voz familiar del capitán Gabriel Viecco:
-Halcones 1470I, habla Gabriel Viecco. ¡Escobar!, mantenga la calma…¡No me conteste, escuche lo que le voy a decir!-. Pausó unos instantes y continuó, procurando con el tono de su voz tranquilizar mis apuros: -Revise la mezcla… si no corrige, reduzca el acelerador y vuelva a aplicarlo suavemente…trate de recuperar el máximo de potencia…si la situación continúa busque dónde aterrizar, acuérdese del club de hípica en Llano Grande…debe estar a su izquierda, vuele hacia allá…mantenga planos a nivel…busque el mínimo de velocidad que pueda, cerca de 80 millas…yo voy volando en esa dirección, en unos minutos estoy entrando al valle de Rionegro…mantenga la calma, usted puede…recuerde lo que practicamos tantas veces en Antioquia.

Escuchar la voz conocida de mi instructor fue providencial pues me permitió centrar la atención en las cosas que debía hacer. Descendiendo y lateral a la población de Rionegro, logré ver el club de hípica que me habían mostrado en vuelos anteriores mis instructores, pues “los pilotos de aviones monomotores debíamos tener esos lugares identificados”, como alternativas en casos de  emergencias. Estaba alto y acercándome de manera más o menos perpendicular a la pista de carreras de los caballos que me serviría de aeropuerto, por lo cual no tendría más alternativa que pasar por encima, ponerme paralelo, virar y aterrizar. Era algo parecido a las precisiones de 360 grados que había practicado antes de mi primer vuelo solo, con la salvedad de que esta vez no podía errar. Decidí que aproximaría en dirección noroeste. Mi corazón palpitaba con mucha fuerza.

-1470 I, soy yo otra vez, Escobar…estoy próximo a las Palmas, -el capitán Viecco se refería a uno de las rutas de acceso en vuelo visual al valle de Rionegro-, en unos minutos estaré allá…ánimo muchacho…recuerda, mantén la actitud,…no te apresures con los flaps, calcula un ángulo de planeo lo más constante posible que te permita ir reduciendo la potencia antes que aplicarla, porque no tienes más disponible…esa pista es un terreno suficiente, allí hubo antes un club aéreo de manera que debes poder aterrizar sin problemas…tan pronto estés en tierra me llamas. ¡Lo vas a hacer bien, lo se!

La frase de Viecco era un voto de confianza y un compromiso. Crucé lateral a la que sería la cabecera de arribo de mi imprevista pista de aterrizaje todavía con cerca de mil pies de altitud sobre el terreno. Me alejé unos segundos y empecé a virar para enfrentarme. Fue un viraje muy apretado lo que me llevó a iniciar la fase final de la aproximación, desviado del eje de la pista y alto en la trayectoria. Comprendí que tenía que aplicar todos los flaps (los frenos aerodinámicos del avión) para reducir al máximo la velocidad y aumentar el ángulo de descenso, pues de lo contrario pondría las ruedas demasiado tarde y podría no parar en el área disponible. Como estas acciones no parecían suficientes, tomé la decisión de desacelerar completamente luchando por enfrentarse bien a la pista y tocar en el lugar adecuado. Crucé alto sobre una cerca que delimitaba el costado sur, pero la baja velocidad que traía prácticamente me precipitó a tierra. Con fuerza halé la cabrilla con el fin de levantar la nariz del avión y evitar un golpe demasiado fuerte; para mi fortuna era un terreno suave, en grama, que absorbió el golpe en las tres ruedas del aparato sin aparente novedad. Apliqué con fuerza los pedales de los frenos, pero en el pasto aún húmedo por el rocío el pequeño avión empezó a patinar y a moverse en zigzag amenazando con golpear los postes que demarcaban la zona de carrera a lado y lado. Luchando con desesperación con el timón de dirección para no dañar la avioneta contra un poste, logré que finalmente el aparato se detuviese completamente atravesado en la pista. Paralizado, con la hélice aún girando al mínimo de revoluciones, con los pies  agarrotados y temblorosos sobre los frenos, me quedé unos segundos sin saber qué hacer, hasta que me di cuenta que lo había logrado: había aterrizado sano y salvo en una pista de caballos.

Lentamente puse el freno de parqueo, corté la mezcla, y apagué el motor. Cuando me disponía a cerrar el interruptor de la corriente recordé que debía avisarle al Capitán Viecco, quien sin duda estaba esperando noticias. Tomé el micrófono y transmití con un hilo de voz que delataba mi emoción:

-Capitán ya aterricé, estoy bien.

-Bravo,-dijo Viecco de manera poco protocolaria por la frecuencia. –En unos minutos voy a sobrevolar para que vuelvas a la frecuencia. Te felicito.

-Gracias capitán. Estoy atento entonces a su sobrevuelo.

Cuando descendí del avión las rodillas me temblaban sin control y mis piernas amenazaban con no sostenerme. Me agarré del montante de las alas para no caer. Vi que un hombre venía corriendo apresuradamente desde lo que parecían unas caballerizas, hacia donde estaba, asombrado sin duda por el espectáculo de la pequeña nave en el terreno de los caballos. Al acercarse me preguntó, con el dejo inconfundible de hombre de campo:

-Joven y usted que está haciendo acá. Desde que se acabó el club aéreo hace varios años no se veía un avión en estas tierras.

- Nada en particular señor- contesté. –Lo que ocurre es que me caí, por fortuna acá. Por favor, ¿tiene un cigarrillo?

-Válgame dios joven, es usted de buenas…claro que sí. Venga nos lo fumamos y me cuenta.

Cuando finalizaba mi anécdota vi la nave del capitán Viecco, que se acercaba. Subí al avión, activé la corriente y hablé con él. Acordamos que él regresaría en un par de horas en un vehículo con los mecánicos y algunos repuestos para tratar de sacar volando el avión de allí. Su “espérame para darte un abrazo”, me permitió finalmente recobrar la calma. Ningún cigarrillo Pielroja me ha deleitado tanto en mi vida. 

            Una semana después me enteré que este avión había tenido una emergencia en el vuelo previo al mío en despegue en el Olaya por una pérdida de potencia en el despegue apenas tomaba vuelo: si mi memoria no me traiciona le había sucedido a Gabriel Angel, un joven de Manizales compañero magnífico que perdió la vida unos meses después de haber salido de la escuela en su ciudad natal. El libro de mantenimiento no tenía nada al respecto aquella mañana.

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