El ambiente era húmedo y empezaba a hacer calor a pesar de la brisa que era intensa. Me sentía caminando por las polvorientas carreteras de San Bernardo del Viento, que en mis años de universidad había visitado en diversas oportunidades cuando aún era un paraje agreste y desconocido. Las distancias vistas desde el aire son engañosas, por lo que el pueblito que lucía tan cercano durante la aproximación final, se ocultaba en los recodos del camino bordeado de palmeras, plantas de banano y vegetación exuberante de verdes intensos tras las lluvias de finales de año. Recuerdo una escena estrambótica: en un puente artesanal sobre un hilo de agua encontramos una lavadora de ropa carcomida por el óxido que había sido abandonada en ese pequeño cauce transparente tiempo atrás. Era una escena propia de Dalí que obviamente no hizo otra cosa que aumentar nuestra desazón. Entre risas nerviosas especulábamos si habíamos llegado a una isla desierta. Mi razón se negaba a ideas absurdas que mis emociones sobreponían, en una lucha interior por mantener la compostura. Por fortuna, uno o dos kilómetros adelante empezamos a ver las primeras casas, típicas chabolas del caribe. Los primeros seres humanos que avistamos nos miraban con evidente extrañeza, dos pilotos uniformados, sudorosos, que parecían sobrevivientes de una catástrofe. Procuré hablar con algunos, que me miraban manteniendo un mutismo adusto que pronto me desanimó de mi empeño. Cuando avistamos el pueblo advertimos a su vez un jeep militar descapotado que se dirigía raudo en nuestra dirección. No sabíamos si alegrarnos con el encuentro o huir despavoridos ante la posibilidad de pasar el resto de nuestras vidas encerrados en una cárcel en Inagua. Optamos por detenernos y esperar.
Eran dos soldados portando unos viejos fusiles comidos por el óxido y un conductor civil. Sin mucha cortesía nos hicieron subir al vehículo en la parte de atrás y dimos media vuelta hacia el poblado. Era inevitable esperar lo peor. A tumbos por esa carretera destapada fuimos acercándonos al pequeño pueblo de casas pintorescas, unas de madera, otras pocas de material, una escena que se nos hacía familiar en su pobreza y subdesarrollo. Finalmente llegamos a una especie de plaza donde se ubicaba un edificio de dos plantas en madera, montado sobre estacas gruesas sin duda para protegerlo de las borrascas del invierno. Debía ser la alcaldía o algo así. Descendimos de vehículo e ingresamos por unas escalas igualmente de madera. Aún era temprano por lo cual había muy poca gente entorno. Nuestros pasos hacían crujir el piso al entrar a un salón sobrio, con una disposición de taburetes recostados a la pared, cual una recepción o sala de espera en la cual se nos pidió aguardar hasta ser llamados. Éramos las únicas personas allí. Un ventilador de techo se movía perezoso contribuyendo poco para mitigar el calor y la humedad que ya empezaban a arreciar. Nos hacíamos todo tipo de preguntas sin respuesta en esa espera lenta. Finalmente llegaron unos civiles corpulentos, morenos del caribe de ademanes sueltos e informales, quienes nos ordenaron pasar a un despacho donde uno de ellos se sentó en un escritorio envejecido, mientras sus compañeros quedaron detrás de nosotros. Debía ser el de mayor autoridad, pensé, y nos iba a enjuiciar.
-¿Qué los trae a Gran Inagua, señores- preguntó, tras auscultarnos durante un silencio perdurable. Hablaba un inglés británico, con acento costeño, que dificultaba la comprensión. Tuve que hacer mi mejor esfuerzo para mantener la compostura y la atención para no decir algo que pudiese comprometernos.
Le expliqué con lujo de detalles los motivos de nuestra escala técnica. Me miraba impávido, lo que me desconcertaba a cada frase. Me escuchó sin embargo sin interrupciones. Le hablé de la autonomía del avión, como no era prudente continuar hasta Puerto Príncipe por los mínimos de combustible que debíamos observar, hice énfasis en que el permiso para cruzar por Cuba era siempre impredecible, procuré ser todo lo convincente con mis argumentos, enfatizando que el control de tráfico aéreo de Miami no había objetado el plan de vuelo, un asunto que no pareció agradarle. En algún momento le hablé de la modernización de la empresa, de por qué los Twin Otter, dije que esta ya era el tercero; fue un discurso bastante incoherente y atropellado.
Nos pidió esperarle en el vestíbulo inicial sin más explicaciones. Uno de sus militares nos acompañó. El tiempo tiene sus propios ritmos cambiantes; en esas circunstancias se había tornado parsimonioso. Empezamos a preocuparnos pues habíamos calculado arribar a Barranquilla a mitad de la tarde en el peor de los casos y este obstáculo incierto ya había cobrado dos horas a nuestro itinerario mental.
-¿Pueden ustedes demostrar lo que me dicen?- preguntó al salir de su oficina tras esa espera tensa –No es corriente que se use este aeropuerto para estos propósitos.
Presentí en esas palabras y su tono que el flagelo del naciente narcotráfico en aquellos primeros envíos masivos de marihuana de los que se hablaba en voz baja, ya empezaban a hacer sus estragos en el Caribe, con vetustos DC-3 y Curtiss que la recogían por toneladas en la Guajira y hacían escala en estos parajes, para volar luego a Estados Unidos y satisfacer con la exótica “Santa Marta Golden” a los ansiosos consumidores americanos hijos del desengaño de Vietnam.
-Si señor, claro que sí, tenemos todos los documentos en el avión. Están a su disposición.
-Vayamos entonces al aeropuerto para comprobarlo.
Una vez más nos subimos al jeep y se sumó otro vehículo con una comitiva de personas que hasta entonces no habían participado de este hecho imprevisible.
En el aeropuerto se hizo evidente que esa información de documentos de aduana y relaciones de cientos de partes no les decían mucho a los funcionarios que los pasaban de mano en mano para escudriñarlos con mirada afectada de hombres de estado. Por sugerencia de uno de ellos optaron por abrir varias de las cajas a filo de navaja, lo que sumó una preocupación más para nosotros una vez arribáramos a Colombia, si eso iba a darse algún día. Tras ires y venires, se realizó un corrillo a distancia mientras esperábamos presos de ansiedad. Finalmente el que parecía el jefe de la delegación se acercó hasta nosotros y con la admonición de que la próxima vez sería necesario contactar a las su oficina para esta escala técnica, teníamos autorización de partir.
-Gracias- dijimos en coro Edgar y yo con emoción contenida.-Necesitamos combustible- alcancé a decir cuando se alejaban.
-Uno de ustedes debe venir con nosotros entonces para buscar al operario hasta la ciudad, pues él no permanece aquí.-contestó alguno. Decidimos ir los dos en caso de que se tratase de un embeleco más en este mundo al revés en que nos encontrábamos.
Fue necesario buscarle en su casa, animarle a venir al aeropuerto tras darle a entender que su generosidad sería recompensada, esperar a que se arreglara para salir, actos que suelen ser nimios pero que esa mañana cobraban una dimensión que estimulaba la perplejidad. Al llegar debimos mover el avión para acercarlo al sitio de abastecimiento. Tomó varios intentos encender la planta de energía, cual de ellos más torturante para nosotros. Finalmente fue posible llenar al tope nuestros tanques.
Eran más de las once de la mañana cuando finalmente despegamos de Inagua. Sudorosos, exhaustos por el estrés, apenas si tuvimos energías para sonreír cuando sobrevolamos el poblado para tomar rumbo hacia Jamaica. Sentí con alivio que habíamos trasegado un borde filoso y que solo la suerte impidió que aquello se tornase en un problema mayor. A pesar de la lentitud de los trámites en al aeropuerto de Manley, que nos obligó a caminar el aeropuerto de arriba abajo, buscando sellos y firmas inútiles de una burocracia perezosa e indiferente, me pareció el paraíso.
Arribamos a Barranquilla hacia las siete de la noche. En la empresa y en nuestros hogares habían empezado a pensar en lo peor.
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