¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

miércoles, 30 de marzo de 2011

GRAN INAGUA - SEGUNDA PARTE



El ambiente era húmedo y empezaba a hacer calor a pesar de la brisa que era intensa. Me sentía caminando por las polvorientas carreteras de San Bernardo del Viento, que en mis años de universidad había visitado en diversas oportunidades cuando aún era un paraje agreste y desconocido. Las distancias vistas desde el aire son engañosas, por lo que el pueblito que lucía tan cercano durante la aproximación final, se ocultaba en los recodos del camino bordeado de palmeras, plantas de banano y vegetación exuberante de verdes intensos tras las lluvias de finales de año. Recuerdo una escena estrambótica: en un puente artesanal sobre un hilo de agua encontramos una lavadora de ropa carcomida por el óxido que había sido abandonada en ese pequeño cauce transparente tiempo atrás. Era una escena propia de Dalí que obviamente no hizo otra cosa que aumentar nuestra desazón. Entre risas nerviosas especulábamos si habíamos llegado a una isla desierta. Mi razón se negaba a ideas absurdas que mis emociones sobreponían, en una lucha interior por mantener la compostura. Por fortuna, uno o dos kilómetros adelante empezamos a ver las primeras casas, típicas chabolas del caribe. Los primeros seres humanos que avistamos nos miraban con evidente extrañeza, dos pilotos uniformados, sudorosos, que parecían sobrevivientes de una catástrofe. Procuré hablar con algunos, que me miraban manteniendo un mutismo adusto que pronto me desanimó de mi empeño. Cuando avistamos el pueblo advertimos a su vez un jeep militar descapotado que se dirigía raudo en nuestra dirección. No sabíamos si alegrarnos con el encuentro o huir despavoridos ante la posibilidad de pasar el resto de nuestras vidas encerrados en una cárcel en Inagua. Optamos por detenernos y esperar.

Eran dos soldados portando unos viejos fusiles comidos por el óxido y un conductor civil. Sin mucha cortesía nos hicieron subir al vehículo en la parte de atrás y dimos media vuelta hacia el poblado. Era inevitable esperar lo peor. A tumbos por esa carretera destapada fuimos acercándonos al pequeño pueblo de casas pintorescas, unas de madera, otras pocas de material, una escena que se nos hacía familiar en su pobreza y subdesarrollo. Finalmente llegamos a una especie de plaza donde se ubicaba un edificio de dos plantas en madera, montado sobre estacas gruesas sin duda para protegerlo de las borrascas del invierno. Debía ser la alcaldía o algo así. Descendimos de vehículo e ingresamos por unas escalas igualmente de madera. Aún era temprano por lo cual había muy poca gente entorno. Nuestros pasos hacían crujir el piso al entrar a un salón sobrio, con una disposición de taburetes recostados a la pared, cual una recepción o sala de espera en la cual se nos pidió aguardar hasta ser llamados. Éramos las únicas personas allí. Un ventilador de techo se movía perezoso contribuyendo poco para mitigar el calor y la humedad que ya empezaban a arreciar. Nos hacíamos todo tipo de preguntas sin respuesta en esa espera lenta. Finalmente llegaron unos civiles corpulentos, morenos del caribe de ademanes sueltos e informales, quienes nos ordenaron pasar a un despacho donde uno de ellos se sentó en un escritorio envejecido, mientras sus compañeros quedaron detrás de nosotros. Debía ser el de mayor autoridad, pensé, y nos iba a enjuiciar.

-¿Qué los trae a Gran Inagua, señores- preguntó, tras auscultarnos durante un silencio perdurable. Hablaba un inglés británico, con acento costeño, que dificultaba la comprensión. Tuve que hacer mi mejor esfuerzo para mantener la compostura y la atención para no decir algo que pudiese comprometernos.

Le expliqué con lujo de detalles los motivos de nuestra escala técnica. Me miraba impávido, lo que me desconcertaba a cada frase. Me escuchó sin embargo sin interrupciones. Le hablé de la autonomía del avión, como no era prudente continuar hasta Puerto Príncipe por los mínimos de combustible que debíamos observar, hice énfasis en que el permiso para cruzar por Cuba era siempre impredecible, procuré ser todo lo convincente con mis argumentos, enfatizando que el control de tráfico aéreo de Miami no había objetado el plan de vuelo, un asunto que no pareció agradarle. En algún momento le hablé de la modernización de la empresa, de por qué los Twin Otter, dije que esta ya era el tercero; fue un discurso bastante incoherente y atropellado.

Nos pidió esperarle en el vestíbulo inicial sin más explicaciones. Uno de sus militares nos acompañó. El tiempo tiene sus propios ritmos cambiantes; en esas circunstancias se había tornado parsimonioso. Empezamos a preocuparnos pues habíamos calculado arribar a Barranquilla a mitad de la tarde en el peor de los casos y este obstáculo incierto ya había cobrado dos horas a nuestro itinerario mental.

-¿Pueden ustedes demostrar lo que me dicen?- preguntó al salir de su oficina tras esa espera tensa –No es corriente que se use este aeropuerto para estos propósitos.

Presentí en esas palabras y su tono que el flagelo del naciente narcotráfico en aquellos primeros envíos masivos de marihuana de los que se hablaba en voz baja, ya empezaban a hacer sus estragos en el Caribe, con vetustos DC-3 y Curtiss que la recogían por toneladas en la Guajira y hacían escala en estos parajes, para volar luego a Estados Unidos y satisfacer con la exótica “Santa Marta Golden” a los ansiosos consumidores americanos hijos del desengaño de Vietnam. 

-Si señor, claro que sí, tenemos todos los documentos en el avión. Están a su disposición.

-Vayamos entonces al aeropuerto para comprobarlo.

Una vez más nos subimos al jeep y se sumó otro vehículo con una comitiva de personas que hasta entonces no habían participado de este hecho imprevisible.

En el aeropuerto se hizo evidente que esa información de documentos de aduana y relaciones de cientos de partes no les decían mucho a los funcionarios que los pasaban de mano en mano para escudriñarlos con mirada afectada de hombres de estado. Por sugerencia de uno de ellos optaron por abrir varias de las cajas a filo de navaja, lo que sumó una preocupación más para nosotros una vez arribáramos a Colombia, si eso iba a darse algún día. Tras ires y venires, se realizó un corrillo a distancia mientras esperábamos presos de ansiedad. Finalmente el que parecía el jefe de la delegación se acercó hasta nosotros y con la admonición de que la próxima vez sería necesario contactar a las su oficina para esta escala técnica, teníamos autorización de partir.

-Gracias- dijimos en coro Edgar y yo con emoción contenida.-Necesitamos combustible- alcancé a decir cuando se alejaban.

-Uno de ustedes debe venir con nosotros entonces para buscar al operario hasta la ciudad, pues él no permanece aquí.-contestó alguno. Decidimos ir los dos en caso de que se tratase de un embeleco más en este mundo al revés en que nos encontrábamos.

Fue necesario buscarle en su casa, animarle a venir al aeropuerto tras darle a entender que su generosidad sería recompensada, esperar a que se arreglara para salir, actos que suelen ser nimios pero que esa mañana cobraban una dimensión que estimulaba la perplejidad. Al llegar debimos mover el avión para acercarlo al sitio de abastecimiento. Tomó varios intentos encender la planta de energía, cual de ellos más torturante para nosotros. Finalmente fue posible llenar al tope nuestros tanques.

Eran más de las once de la mañana cuando finalmente despegamos de Inagua. Sudorosos, exhaustos por el estrés, apenas si tuvimos energías para sonreír cuando sobrevolamos el poblado para tomar rumbo hacia Jamaica. Sentí con alivio que habíamos trasegado un borde filoso y que solo la suerte impidió que aquello se tornase en un problema mayor. A pesar de la lentitud de los trámites en al aeropuerto de Manley, que nos obligó a caminar el aeropuerto de arriba abajo, buscando sellos y firmas inútiles de una burocracia perezosa e indiferente, me pareció el paraíso.

Arribamos a Barranquilla hacia las siete de la noche. En la empresa y en nuestros hogares habían empezado a pensar en lo peor.
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viernes, 25 de marzo de 2011

GRAN INAGUA - PRIMERA PARTE


Era la primera vez que hacía un vuelo internacional. Debido  al inglés, -que abrió en mi vida más puertas que cualquier pergamino-, fui asignado como copiloto del Capitán Edgar Hernández para traer el tercer Twin Otter a Colombia, el HK-2050, en un vuelo de traslado de Miami a Medellín. Representaba un reto sin antecedentes para mis 1100 horas de vuelo acumuladas hasta entonces y una experiencia exigua de aviador regional.

Viajamos a Miami el 20 de noviembre de 1977. Al día siguiente fuimos a buscar el avión que estaba ubicado en el aeropuerto internacional en una terminal ejecutiva al norte del aeropuerto, muy cerca del hotel en el cual nos hospedamos en la conocida avenida 36 que sería mi hogar por años cuando Aces alcanzó estatuto internacional. Era mi segunda visita a Estados Unidos, pues a Humberto Escobar le había acompañado a Los Ángeles durante la compra de un Aerocommander turbohélice un par de años atrás;  en ese entonces él no se sentía seguro de su inglés para adelantar una negociación, por lo cual me llevó como su traductor.

El Capitán Hernández decidió que haríamos el vuelo dos días después ya que era necesario adelantar diligencias para la empresa previamente. El primer hito de este vuelo irrepetible me remite a llenar el plan de vuelo por teléfono la noche previa a salir, una experiencia nunca vivida, y sobre la cual me había informado en el lugar donde estaba parqueado el avión, un centro de servicios llamado FBO, Fix Base Operator. Supongo que mis interlocutores me vieron como un bicho raro, por desconocer algo tan rutinario, pero bueno, eso era realmente. Aquella noche desde el hotel radiqué el los detalles de nuestro vuelo con Edgar a mis espaldas preguntando con ansiedad a cada momento cómo estaba transcurriendo.  Cuánto agradezco la amabilidad de mi interlocutor telefónico, quien sin duda advirtió mi falta de experiencia, por lo cual me llevó de su mano con un inglés pausado y riguroso, dándome tal cantidad de información sobre el clima esperado, las novedades de la ruta a seguir, las frecuencias que podíamos usar, en fin, todo aquello que era posible anticipar, con un profesionalismo que me mostró por primera vez ese entorno sofisticado y preciso del sistema aeronáutico en un país desarrollado. Nos esperaba un día hermoso muy propio de la estación de invierno en el hemisferio norte, lo cual me tranquilizó.

A las 5:00 de la mañana estábamos en el aeropuerto. Hicimos las rutinas ya conocidas para cada vuelo, el chequeo exterior, el interior, las listas de comprobación para antes de prender motores y una vez estuvimos dispuestos, solicité autorización por la frecuencia destinada para ello. Nunca me había comunicado en inglés con ninguna torre de control. Mi estrés era intenso. El controlador de turno nos confirmó la ruta que había solicitado la noche anterior y nos envió a otra frecuencia para solicitar las instrucciones para rodar. Había poco tráfico a esa hora del amanecer. Rodamos en medio de una niebla fina por ese aeropuerto inmenso hacia el este. Despegamos hacia el occidente todavía a oscuras. Recuerdo con nitidez la ansiedad de Edgar por el alejamiento de nuestra ruta que significó ese ascenso inicial, pues me preguntaba con insistencia si debíamos virar a voluntad para tomar nuestro rumbo, pues el controlador parecía haberse olvidado de nosotros. Tras minutos que fueron eternos, nos dieron lo que se denominan vectores de radar, cursos varios que nos condujeron en dirección a nuestra aerovía. Cambiamos a la frecuencia de salidas y respiramos aliviados una vez tomamos la dirección prevista.

El lento e inexorable triunfo de la luz renovó el milagro del amanecer. Volábamos contra la salida del sol que se insinuaba en esa transición de manera imperceptible pero sin pausa. Subimos a diez mil pies, pues nos esperaban cerca quinientos kilómetros de vuelo, para llegar la isla de Gran Inagua, nuestra primera parada. Era necesario dirigirnos al sureste dejando las Bahamas a nuestra izquierda para bordear Cuba, pues en aquella época de guerra fría conseguir un permiso de sobrevuelo podría significar días de espera. Luego de una hora de vuelo, bordeábamos el norte de la Isla previo a quedar a mar abierto. No había una nube en millas a la redonda. El color del Caribe en esta zona es hermosísimo. Grandes bancos de arenas blancas, crean efectos de tonos verde azul que se van transformando de manera casi imperceptible hacia gamas más fuertes y oscuras que delatan mayores profundidades. Varias corrientes generan algo que asemeja senderos serpenteantes submarinos de efectos magníficos. Un regalo para la vista para el alma.

Gran Inagua es una pequeña isla del Caribe. Se encuentra en el extremo suroriente del famoso triángulo de las Bermudas, área plagada de mitos, desapariciones no explicadas de aeronaves, supuestos encuentros con naves extraterrestres que le daban a este vuelo un gusto de aventura. Su aeropuerto contaba con un radiofaro de baja potencia como única ayuda a la navegación. Durante buena parte el vuelo estuvimos sin información de radioayudas útiles que nos indicara que íbamos en la ruta correcta, pues las únicas disponibles eran todas laterales a nuestro curso, unas en Cuba, de los aeropuertos de Camagüey, Morón y Holguín, otras a distancias enormes, con marcaciones en cabina de poca fiabilidad. Volábamos guiados por un rumbo cual marineros ancestrales, esperando recibir las señales del radiofaro de Inagua. A eso de las siete de la mañana empezaron a dar señales de vida las primeras indicaciones de esa radioayuda que ansiábamos, lo cual recibimos con alborozo. En aquella época no había GPS ni nada parecido que nos ayudara con la orientación.

Cuando la señal se estabilizó sin lugar a dudas, y tras comunicarme con una base americana en la Isla de Gran Turks, iniciamos el descenso hacia nuestro destino. Sólo había una frecuencia de comunicaciones en esa torre de control que busqué contactar de manera insistente sin éxito. Supusimos falla en la radio, problema propio de nuestros países de atrasos y carencias.  Al apreciar en la distancia el perfil de la isla, descendimos a nuestra discreción con cierta desazón y en la radioayuda hicimos el procedimiento publicado para el descenso y aproximación. Enviaba mensajes constantes usando la fraseología acostumbrada en esta circunstancia, para alertar cualquier otra aeronave en la zona sobre nuestras intenciones. Sin ninguna autorización aterrizamos en este aeropuerto caribeño para alivio de los dos, pues el combustible disponible empezaba a ser marginal para ir a Haití, escala técnica que no teníamos prevista en nuestros planes.

Con lentitud arribamos a la plataforma. No había un alma. Apagamos las turbinas  y nos bajamos del avión aproximándonos a la pequeña terminal con azoramiento ante una circunstancia tan inusual. Era un edificio en madera que alguna vez fue de color verde que se caía a pedazos generando una imagen de abandono de tiempo atrás. El viento era intenso y ululaba. Una ventana o una puerta golpeaba con cada ráfaga generando un “clac” monótono que hacía eco en el edificio vacío. Pensé en una escena de Dimensión Desconocida, un popular programa de televisión que me había fascinado de niño y que hablaba de situaciones inesperadas en el tiempo y en el espacio de sus protagonistas. ¿Serían ciertas las anécdotas sobre el tenebroso triángulo que había ocupado nuestra conversación no más de una hora antes? ¿Habíamos avanzado en el tiempo? El temor ante lo inesperado induce ideas extrañas. Nos mirábamos con intranquilidad mientras luchaba con mis pensamientos insensatos. ¿Qué íbamos a hacer?

Transportábamos varios miles de dólares de repuestos que debían nacionalizarse a nuestro arribo a Colombia en nuestro avión, en cajas arrumadas en el pasillo y en las bodegas. En principio pensamos que debía quedarme para vigilar la aeronave, mientras Edgar iba hacia un pequeño pueblo que habíamos visto en la distancia desde el aire a la derecha de nuestra aproximación. Pero mi poca serenidad condujo a un inmediato cambio de planes. Cerramos con llave el aparato y nos aprestamos para dirigimos por la única carretera destapada hacia la civilización que habíamos oteado a lo lejos.  El sol ya se percibía sobre las enormes palmeras que se mecían con el viento…

lunes, 21 de marzo de 2011

EL DHC-6 TWIN OTTER


Eran la 5:30 de la tarde tal vez a mediados de octubre de 1976. Estaba realizando las anotaciones de la bitácora de vuelos en la cabina para acabar la jornada del día al arribar de Puerto Berrío. Los pasajeros y el Capitán habían desembarcado cuando escuché el rumor no familiar de los motores turbohélice de un avión que se aproximaba por detrás de donde me encontraba en la plataforma de parqueo, bastante congestionada a esa hora por los B-727 de Avianca y los Electra de SAM que pugnaban acomodar sus pasajeros para salir antes de la puesta del sol. “Debe ser el Twin Otter”, pensé sobresaltado, pues se esperaba su arribo desde Canadá para este día, tras una larga travesía de tres días. La expectativa y ansiedad en el empresa eran el lugar común del estado de ánimo colectivo que nos contagiaba a todos, pues su llegada era la expresión del proceso de renovación de flota largamente anunciado. Entonces lo vi a la izquierda de nuestra aeronave, rodando lentamente para parquearse ante una aglomeración de empleados de Aces y del aeropuerto que no había advertido. El sol agónico de la tarde daban una tonalidad rosa a los colores blanco y naranja que distinguía nuestras naves. Le contemplé absorto mientras lentamente arribaba a su sitio de parqueo.

                                 Tan pronto apagó sus turbinas me apresuré en terminar mis tareas y corrí a sumarme al grupo de compañeros de la empresa y curiosos que se aglomeraban en torno al Twin, como fue llamado desde entonces por nosotros. Los capitanes Hugo Molina, el director de operaciones y Jaime Pérez, el jefe de pilotos, desde la cabina prolongaron un par de minutos las rutinas de finalización del vuelo, lo que se me antojó la generación de un clima de dramatismo y espera muy propio del carácter del Capitán Molina. Finalmente los pilotos abrieron sus respectivas puertas –pues era una de las novedades de este aparato único- y un aplauso vigoroso fue la respuesta espontánea de ese colectivo humano que saludaba así el inicio de una época que en ese momento nadie podía presagiar.

                                 Recupero aquel olor a nuevo de esa máquina bella cuando tuve oportunidad de entrar en ella tras una espera anhelante, pues fue necesario controlar el ingreso por grupos debido a los múltiples curiosos. Al entrar observé que era necesario desplazarme encorvado en la cabina de pasajeros, pues la altura no permitía otra postura, lo que no alcanzó para un desencanto. Al aproximarme a la cabina de pilotos advertí a la primera mirada que era impecable lo que me causó sentimientos encontrados al pensar en mi amado Heron y su desorden, parqueado a unos metros de distancia. Contemplé aquel radar meteorológico, su panel de luces anunciadoras con mensajes ámbar aún encendidas encima de los instrumentos de las turbinas, círculos perfectamente dispuestos con rangos de colores para permitir con una sola mirada advertir cualquier anomalía importante. No pude ignorar los instrumentos de vuelo de ambos pilotos, el horizonte artificial azul y blanco que simbolizaban el cielo y la tierra, el velocímetro y sus rangos de colores, el indicador de posición horizontal, el altímetro, el RMI, cada cosa en su lugar en un simetría impecable. Vi la inusual disposición de los aceleradores, las palancas de control de hélices y las del combustible en una especie de nicho que sobresalía del techo en medio de las sillas de ambos tripulantes.  Finalmente evoco el impacto que me causó las dos cabrillas conectadas a un solo montante en forma de “Y” para ahorrar espacio y sin duda complicaciones de diseño que hablaba de una simplicidad elegante. Me senté en la silla del copiloto y es me hizo evidente las amplias ventanas frontales y laterales pensadas para permitir a los pilotos una perspectiva excelente durante la conducción del vuelo. Tuve un primer asomo de infidelidad al compararle con la nave en la que acababa de arribar y que me había abierto las puertas de ese mundo donde cada evento era una novedad para mi alma y mi mente ansiosa por aprender.

                                 Sí, estaba frente a una  aeronave sorprendente. Fue desarrollada por De Havilland Canadá en 1964. Sus antecesores, el Beaver y el Otter a pistón, daban fe de la capacidad de esta empresa para innovar. Este avance era no sólo bimotor, sino que estaba propulsado por turbinas. La versión de Aces era de la serie 300, equipado con dos motores PT6A-27 de 620 caballos al eje cada una. Una potencia ideal para un aparato que conservaba la capacidad para realizar despegues y aterrizajes cortos (STOL, Short Take Off And Landing), en tanto aproximaba hacia esas pistas rudimentarias a muy bajas velocidades y con un ángulo pronunciado de planeo que le daba una versatilidad sin precedentes. Si se planificaba cuidadosamente un aterrizaje de máximo rendimiento, era posible aproximar a unos 64 nudos, para romper el ángulo de acercamiento cerca al piso, aplicar toda la potencia del reversible de las turbinas y los frenos a fondo, para detener la nave sin tropiezos en poco menos de 100 metros. El tren de aterrizaje era fijo y robusto, propio para nuestros aeropuertos regionales e ideal para esa aviación “de potrero” que requerían muchas poblaciones del país.  En aquellos años se permitía transportar hasta veinte pasajeros sin requerir auxiliar de vuelo, un número de usuarios muy adecuado para el mercado en desarrollo de la compañía. Si bien no era una avión muy rápido, pues su velocidad de crucero era de unos 135 nudos indicados a las altitudes típicas de vuelo–unos 280 km/hora de velocidad real-, era muy adecuado para rutas de hasta una hora, cubriendo destinos como Medellín-Turbo, sin penalizaciones por peso y carga paga. Desde los tiempos de Aerotaxi, ninguna aerolínea de servicios regionales se había aventurado a traer aeronaves de fábrica, lo que significaba una decisión empresarial agresiva. Su aceptación fue inmediata por los usuarios. Ello traería una expansión, que vista hoy fue desmedida, y que estuvo a punto de quebrar a Aces hacia mediados de la década de los ochenta, cuando llegó a tener 24 aparatos de éstos recorriendo diariamente el país. Fue la empresa de aviación con el mayor número de aviones de este tipo en el mundo en aquellos tiempos, pero estas decisiones pueden pagarse con sangre en este universo empresarial de costos exorbitantes y estacionalidad inevitable.   

                                 El Twin Otter fue el primer paso hacia la modernización de la empresa. Unos pocos meses después fui promocionado como copiloto de este avión y nos fue encomendada la tarea de crear la primera escuela de operaciones a Jesús Villalobos, un compañero acucioso que me sobrepasaba en experiencia por haber sido copiloto en Aerotaxi, y a mí, sin duda por mi experiencia como profesor de inglés. Tuve la fortuna de ser enviado a Toronto, Canadá, donde estaba ubicada la fábrica de estas naves, para hacer un curso de instructor teórico, un viaje que recuerdo con el asombro que produce el desarrollo en su esplendor,  pues era la primera vez que salía sólo del país y durante el cual tuve un primer asomo del mundo cosmopolita de la aviación en el cual iba a transcurrir mi vida.

                                 Naturalmente cuando miro a distancia aquella tarde no tenía asomos de lo que me deparaba el futuro. Era suficientemente feliz con lo que hacía, advertía la generosidad de la vida conmigo y ello llenaba de sentido mis días. Ese cansancio tras cinco días de vuelo continuos, aquellos calores bestiales de tres de la tarde en El Bagre o Chigorodó, las empanadas de domingo en Puerto Berrio que con el Capitán Nelson Estrada disfrutábamos, mi permanente deseo por aprender más cada día eran un motor suficientemente potente y dulce.

                                 Años después esta aeronave se accidentaría en la Cerro El Plateado sobre cuyas estribaciones rocosas del oriente, que le granjearon su nombre por el brillo que le otorgaba el sol del amanecer, está la población de Salgar. Cierro mis ojos para ver aquel desparrame informe de latas de todos los tamaños, ropas desgarradas, árboles truncados, mil pedazos de cosas sin forma, que en nada permitían evocar lo que fue un avión, pero que sí daban cuenta de un impacto violento a pocos metros de la cima de la cordillera durante la travesía Quibdó-Medellín. Lo observé esa tarde triste, con mi corazón convulsionado, mis ojos nublados y con mil preguntas sin respuesta en mi cabeza,  desde un helicóptero que había avistado la nave destrozada unas horas antes. Era el típico accidente de la mal llamada operación visual, ocasionado por un desvío menor, un clima inclemente sin duda, la confianza con una ruta que se ha recorrido cientos de veces, pero que en esta ocasión, por la fuerza ciega del destino, había cobrado veintidós víctimas, dos de ellas muy cercanas. Fue un golpe tremendo en su momento para todos en Aces, pues era sin duda uno de esos emblemas de transformación que los colectivos humanos solemos requerir para llenar de sentido nuestros esfuerzos.

                                 Aquel atardecer sin embargo, todo era esperanzas colectivas en torno a mis compañeros de empresa, lo que fortaleció el amor por este oficio para no dejarme jamás.

                                

jueves, 17 de marzo de 2011

LOS MEJORES PILOTOS DEL MUNDO

“Los pilotos colombianos son los mejores del mundo”. La primera vez que escuché está inaudita sentencia, siendo todavía un niño, sentí que mi corazón se ensanchaba de orgullo por la honrosa maestría de mis héroes anónimos que protagonizaban muchas de mis fantasías. Esa singular categoría de imposible comprobación, que aparecía a menudo en mi vida cuando me enteraba sobre el oficio que deseaba como nada, hizo parte del imaginario del país durante buena parte del siglo veinte, no sólo por las difíciles condiciones topográficas de todo el territorio colombiano, que contribuyeron a un desarrollo temprano de la aviación, sino también porque volar tenía una interpretación mítica que persistía inclusive cuando ya era un joven copiloto en Aces, a mediados de la década de los setenta. La comunidad aeronáutica y muy particularmente los aviadores, alimentaban esa quimera que fortalecía un ego colectivo, asociado con el misterio, el arrojo personal y el encanto por lo desconocido. A los pilotos se les atribuía una inteligencia superior; su capacidad de orientación suscitaba las más complejas suposiciones, dado el poco conocimiento que el común de la gente tenía de las frías leyes físicas del vuelo y las peculiaridades lógicas y simples de la navegación áerea. Esos hombres de uniformes impecables que atraían la mirada colectiva en los aeropuertos cuando descendían de sus aparatos poderosos, contribuían con su caminar solemne que parecía transcurrir a unos centímetros del suelo, a mantener el halo de grandeza, misterio y admiración que les rodeaba.
Algunos de los primeros comandantes con quienes interactué, hombres con veinticinco o más años en la actividad, se habían formado con la última generación de aviadores alemanes o con los arriesgados pioneros colombianos que había protagonizado una verdadera colonización de varias regiones del país en aparatos como el Catalina y otras naves exóticas en los pirmeros años, o los DC-3 y Curtiss C-46 de pistón, luego, adquiridos por las empresas aéreas del país después de la segunda guerra mundial. Habían volado una aviación muy primitiva, que tenía un encanto romántico y aventurero, que demandaba intuición y pericia, antes que rigor profesional. A algunos de los capitanes de más edad, formados en este entorno, les costaba usar los incipientes avances tecnológicos que para entonces existían como el VOR (Visual Omni Range en inglés), aparato con señales de radio de alta frecuencia que  delimitaba las primeras aerovías del país cual carreteras invisibles o el DME, un dispositivo medidor de distancia. Argumentaban que al usar esos recursos se perdía la habilidad natural necesaria para desempeñarse con seguridad en un país que tenía un cubrimiento muy limitado de estos avances. Preferían usar el reloj y la brújula asociado a un conocimiento detallado de la topografía para decidir cuándo virar o descender, con una certeza que rara vez fallaba.
Contrario al refinamiento que se les atribuía eran hombres corrientes que adoraban los aviones y las mujeres por igual, extraña repartición de afectos que constituía una combinación favorable de la cual se aprovechaban sin recato. A los pilotos jóvenes como yo nos tomaba tiempo ganarnos su confianza, pues en esta comunidad pequeña y cerrada existía una sólida jerarquía no codificada, mediada por la antigüedad y el desempeño en las cabinas y por la asimilación pronta de los atributos de esa cultura egocéntrica.
Mi carácter taciturno, la afición sospechosa por los libros, una excesiva seriedad hubieran sido suficientes para un fracaso rotundo en este medio, de no haber contado con un protector que me amparó en el camino: el capitán Nelson Estrada. Llegó a Aces a sus cincuenta años, después de jubilarse tras una larga carrera en SAM, donde además de haber alcanzado la posición de comandante de sus poderosos aviones Electra, había desempeñado varios cargos en la administración de esa empresa, la única que competía con Avianca con cierto éxito en la aviación troncal. Como muchos pilotos veteranos de la época, quería terminar su vida laboral en una empresa regional que le permitiese regresar a su casa al final del día, pues estaba harto de la vida errante de hotel que había llevado largo tiempo mientras trabajó para SAM.
El Capitán Estrada y yo habíamos recibido juntos el entrenamiento de vuelo del Heron DH 114 mi primer avión comercial, de manos del mayor Pablo Durán, un ex Fuerza Aérea, la antípoda de los pilotos militares. Era un hombre de voz tenue, dulce, con un don natural para enseñar. En tres períodos de una hora para cada uno, nos había conducido sin sobresaltos por las maniobras que se requerían para ganar la pericia necesaria para conducir este singular aparato. Virajes escarpados, pérdidas de sustentación en vuelo, fallas de motor y una extraña maniobra denominada “el cañon” que requería descensos y ascensos controlados a una velocidad determinada, incluyendo virajes en una y otra dirección, para demostrar la capacidad de vigilar los distintos parámetros del vuelo coordinado.
Mi segundo vuelo en Aces se dio con Nelson Estrada. Era una curiosa combinación de hombre serio y amable a una misma vez; trataba a las personas con una calidez espontánea, que delataba una formación culta de la cual no hacía ningún alarde por cierta timidez. A pesar de ser un hombre muy bien parecido era inconsciente de su seducción, lo cual fascinaba de inmediato a quienes le conocían. Era reservado y protegía su intimidad con determinación aunque en los años que volamos juntos llegué a construir una hermosa amistad con él y su familia. Actuaba distinto del común, aunque de vez en cuando hacía alusión a sus locuras de juventud con sus colegas pilotos, que debieron ser históricas. Quedé prendado de él cuando volamos por primera vez, pues me enseñó el goce de la intimidad de la cabina, emoción que reviví muchas veces en situaciones muy diversas a partir de esa ocasión, en ese espacio en apariencia frío e impersonal, plagado de relojes, palancas, controles, equipos y botones. Aquel amanecer estábamos sentados allí, a la espera del abordaje de los pasajeros después de hacer el chequeo exterior del avión, en la plataforma del aeropuerto Olaya Herrera. Apenas sí podíamos vernos, envueltos en la luz azulada y tenue de la transición entre la noche y la mañana que pugna por ganar terreno. Varios bombillos de luz amarilla o roja iluminaban débilmente los instrumentos de los tableros de la cabina pues ya habían conectado la corriente externa; el capitán Estrada se había sentado como quien está de visita, con su silla desplazada completamente atrás y con una pierna cruzada sobre la otra, con las correas del arnés de seguridad colgando sueltas sobre su pecho, en actitud relajada y tranquila. Sin preámbulos me confesó que dado que llevaba muchos años volando una operación en aparatos presurizados de turbina que se desplazaban a gran altura, muy por encima de todos los cerros y montañas del país, se sentía extraño y receloso pilotando el Heron “metido entre los cerros”, como le oí decir después varias veces, pues éste era un avión que volaba a una altura muchísimo menor que el poderoso Electra de donde provenía. Advertir en ese señor que podía ser mi padre a un ser humano corriente, que hablaba con candor de sí mismo, hizo que le admirara con fanatismo incondicional desde ese día.            
Me enseñó con generosidad conduciéndome por todos los campos fascinantes del arte de volar, empezando por sensibilizarme con el aparato, enfatizando la necesidad de tratarlo con suavidad, en particular sus motores a pistón de altas revoluciones que con un maltrato podría romperse. Me condujo por las maneras de reconocer los malos tiempos que debían evitarse, pues entonces no contábamos con radar meteorológico a bordo y fue mi gran maestro sobre el vuelo por instrumentos que el dominaba plenamente. Con él hice mi primer aterrizaje guiado paso a paso para que no fuese un fracaso estruendoso. Los vecinos del Olaya Herrera debieron odiarnos cuando salíamos rugiendo sobre los techos del barrio Conquistadores a las seis de la mañana, pues esas cuatro máquinas eran realmente escandalosas.
Tuve el enorme placer de volar posteriormente el Fairchild FH 227 en su compañía, mi primer avión “grande”, para entender de su mano cómo se hacía una aproximación de precisión en el aeropuerto Eldorado, y cómo se usaba el director de vuelo, avance tecnológico de la época. Llevamos juntos este avión a Estados Unidos para un mantenimiento y permanecimos allí quince días mientras hacía mi curso de instructor teórico de la aeronave en la aerolínea Piedmont Airlines, en la ciudad de Winston Salem.  Nelson Estrada murió de cáncer unos años después al terminar su vida profesional volando en Tampa, enseñando desde la silla derecha en funciones de chequeador en ruta, cómo hacer este trabajo con seguridad y sin afectación a pilotos recién calificados. Fue un dolor profundo ver partir al amigo y al maestro. 

domingo, 13 de marzo de 2011

ACES Y EL HERON DH-114

       Vuelvo brevemente hoy sobre algo que narré en mi libro “¿Aces o Deshaces? Historia de una desintegración”, el ingreso a Aces. Hasta hace poco tiempo solía creer que había sido solamente un golpe de suerte. Una mujer a quien hoy admiro por su saber me dijo recientemente, que más que la buena fortuna, ello se debió a escuchar la voz interior, murmullo esquivo que suelo desoír con consecuencias funestas no pocas veces.
Llevé mi hoja de vida a la sede ubicada entonces en la calle Caracas en un bello caserón que aún se conserva casi intacto. La secretaria de gerencia que la recibió, no me dio mayores esperanzas. Sin embargo unos días después me llamó para solicitarme darle clases de inglés a algunos empleados que estaban dispuestos a conformar un grupo, pues mi calidad de profesor era una de las pocas referencias que acompañaban mi exiguo currículo  de trabajo. Acepté de inmediato, entre un torbellino de sentimientos de esperanza e incetidumbre. El jefe de pilotos de entonces, el Capitán Jaime Pérez, hizo parte de los alumnos. Por su deseo de profundizar en el campo técnico del idioma acordamos hacer dos clases a la semana en su casa revisando los manuales de las aeronaves, escritos en inglés. Una tarde durante la clase le comunicaron telefónicamente de la renuncia de uno de los copilotos de la empresa quien se retiraría de inmediato. Este suceso imprevisto me concedió la iniciación al día siguiente del curso de tierra –la parte teórica de formación de todos los tripulantes- para volar como copiloto del Heron DH 114, uno de los cuatro aviones de la compañía, noticia que recibí con un frío punzante en el estómago y una incredulidad cuya evocación me estremece.
Es septiembre de 1976. La aviación que se practicaba en Colombia, con excepción quizás de Avianca y Sam, empresas muy profesionales y auto reguladas, era incierta. La Aerocivil estaba estancada veinte años atrás. Su director de operaciones de entonces, el Mayor Hurtado, un costeño enorme, con un vozarrón que retumbaba por los corredores de las oficinas en Eldorado, decidía sobre lo que estaba bien y el mal entre las innumerables cosas que pasaban por sus manos, con una arbitrariedad imperturbable como si fuese un señor feudal. Un reglamento aeronáutico de páginas amarillentas daba unas pautas vagas sobre el quehacer,  expresión de un país que empezaba el espinoso camino hacia la modernidad. Mi entrenamiento inicial y aquella operación de antología son la viva expresión de la época.
El curso teórico me lo dictó Guillermo Gómez, el director de mantenimiento de la empresa, un hombre de sonrisa presta y alegría contagiosa. ¡No había un manual de operaciones del avión, por lo cual mi cuaderno de notas que luego pasaba cuidadosamente en casa a limpio, fue mi primera guía de aviador civil! Hoy sería inconcebible algo así. Tras una semana de aprendizaje de datos de toda índole, velocidades, temperaturas, presiones, revoluciones y de comprender el funcionamiento de los diversos sistemas que componen una aeronave realicé mi entrenamiento de vuelo en este aparato singular.
El Heron, precursor del Saunders ST 27, marca de los otros tres aviones de la empresa, había sido diseñado por la De Havilland inglesa hacía 1950. Originalmente estaba equipado con motores Gipsy Queen. El que iba a operar había sido adquirido del Banco Nacional de México, y estaba modificado con cuatro motores Lycoming GSO 480 de mayor potencia, sin duda para operar en las exigentes condiciones de la topografía mexicana. En Aces le apodaban “El Jumbito”, pues tenía una giba en su cabina que tenuemente rememoraba el majestuoso Boeing 747. Para mi era, no había duda, un verdadero Jumbo, que transportaba 19 pasajeros, requería una auxiliar de vuelo, guardaba el tren de aterrizaje y permitía caminar erguido por su pasillo. Era un tanto extraño: contrario a todas las aeronaves que volé, sus frenos eran operados por aire y no hidráulicamente, con un dispositivo de bolsas que se inflaban para oprimir las bandas y detener las ruedas principales. No se activaban con los pies, otra rareza, sino con una extraña palanca en la cabrilla del piloto, que al oprimirla lanzaba una bocanada de aire a presión como cualquier camión de escalera. La rueda de nariz no tenía gobierno, se alineaba con la dirección del viento o de rodaje por la inclinación hacia atrás que tenía el brazo donde estaba suspendida. ¡Ah los ingleses! Frenar y virar podía ser un verdadero reto para los capitanes recién entrenados, en particular en aquellas pistas de la época de anchura mínima. En dos oportunidades nos atascamos en las lagunas en que se convertían las zonas de seguridad de esos aeropuertos rudimentarios en invierno, durante la maniobra de giro de 180° antes de despegar.
Su cabina era un desorden de instrumentos agregados, incluido un radar meteorológico que mantenimiento jamás logró hacer funcionar a pesar de todos los intentos hechos y las consultas al fabricante. Pero el cuerpo es sabio y el enamoramiento todo lo puede, por lo cual muy pronto dejó de ser ajeno para convertirse en un espacio propio que me deparó momentos magníficos.
¡Qué aviación aquella! La pericia era la clave. Existía una pista en particular, Los Planes, de la Frutera de Sevilla que yo ya conocía y que entonces era el aeropuerto de Apartadó. Su longitud era de unos 800 metros, pavimentados por fortuna. Era la distancia mínima para entrar y salir. El “procedimiento” de despegue hecho en casa, era siempre un albur. Rodábamos hasta  recorrer el último centímetro disponible para salir. Una vez en la cabecera, la potencia de sus cuatro motores se aplicaba a fondo y se dejaban los flaps –aletas sustentadoras para despegues y de freno para aterrizar situadas en el borde de salida de las alas- en posición arriba, para que no ocasionaran resistencia. Cuando se alcanzaba la velocidad mínima de control, Vmc en el argot  técnico, los copilotos informábamos en voz alta y bajábamos los flaps una posición para permitir el despegue con la velocidad mínima segura. La pista iba agotándose con rapidez a cada segundo que transcurría en cada carrera loca y cuando estábamos en máximo peso, los capitanes halaban la cabrilla para tomar vuelo cuando gritábamos “¡la cerca!”, con lo cual queríamos decir que la pista estaba a punto de acabar y si no levantábamos vuelo  nos llevaríamos por delante el cercado de alambre que delimitaba el terreno de ese aeropuerto tan peculiar. Un respiro de alivio acompañaba cada salida, cuando despegábamos en estas circunstancias con altas temperaturas muy propias de ese clima tórrido, que afectaban el rendimiento de nuestro aparato.
Todo tenía un sabor de aventura, como aquellos descensos en Urabá, prácticamente sin ver un ápice, en la que denominábamos la época del humo, pues las quemas de vastas extensiones de terreno a principios de año por los campesinos para resembrar, dejaban medio país sumido en una leche amarillenta que olía a leña de diez mil pies hacia abajo. Los incontables enfermos y heridos que tuvieron una segunda oportunidad sobre la tierra cuando les transportábamos  me producían una gran ansiedad por la gravedad en que solían llegar a los aeropuertos para buscar una atención en Medellín. Unos cuantos murieron en el camino con su esperanza frustrada y la única ventaja de estar más cerca a Dios.
En alguna ocasión en un vuelo Turbo-Medellín en el cual era copiloto Azael “el Gordo” Gil, -un hombre que quizás no tuvo enemigos en su vida por su permanente buen humor, su sinceridad espontánea, sus bromas oportunas-, se sintió una fuerte vibración durante el ascenso en el motor número tres. Fue necesario apagarlo para evitar un daño mayor. No habían terminado el procedimiento, cuando la auxiliar del vuelo, Alicia Díaz se acercó a la cabina y preguntó si podía decir algo sobre el motor: atónitos los capitanes le miraron. Sin esperar respuesta les dijo que en su opinión se había partido una de las cuatro palas de la hélice. Le pidieron que se sentara nuevamente. Azael consideró que era posible, por lo cual con la autorización del comandante empezó a darle toques al botón de arranque para con cada giro inspeccionar desde cabina cada una de las cuatro palas. Y efectivamente, para sorpresa de ambos esto había sucedido. Al aterrizar en el Olaya Herrera lo primero que hicieron una vez desembarcaron los pasajeros fue preguntarle a Alicia por qué se le había ocurrido esta idea afortunada: “Muy simple, capitanes”, dijo de manera candorosa, “ayer nos pasó lo mismo en Quibdó en un Saunders con el Capitán Pérez y por eso aprendí, aunque esa fue más peligrosa porque pasó en pleno despegue”. Volteó su precioso cuerpo de mulata y salió con la cabeza en alto. Ese era el estado de cosas siempre impredecibles de la aviación regional de aquella época.
Esta aeronave fue retirada de servicio cuando ya volaba el Twin Otter debido a la fatiga de la viga principal de una de sus alas, cuya reparación era tan compleja y costosa que no tenía sentido hacerla. Recuerdo aquel bello ejemplar abandonado muy cerca de la escuela de aviación. Verlo allí en ese ocaso absurdo de los aviones me transportaba a momentos hermosos. 

jueves, 10 de marzo de 2011

HUMBERTO ESCOBAR


¿Qué son doscientas horas de vuelo? Un símil que se queda corto es el de comparar ese aprendizaje con el primer atrevimiento en un vehículo en un día de tráfico intenso, tras recibir el pase de conducir, con la desventaja de que en el avión es estar suspendido en el aire y aunque no haya un tráfico comparable, las inhabilidades generan similar desazón. No obstante, recuerdo los alardes de los alumnos más aventajados de la escuela de aviación, que narraban historias imposibles de sus vuelos a los alumnos primíparos. ¡Era tan poco lo que sabíamos entonces! Nos esperaban años de trabajo intenso, de estudio y experiencias para ir construyendo un verdadero saber.
Empezaba para nosotros el arduo camino de conseguir empleo. Tuve protectores, que conocían el medio aeronáutico y me orientaron para presentar nuestras hojas de vida en Avianca, SAM, Cessnyca que empezaba a agonizar, TAC, en fin en todas aquellas empresas de la época.  Lograron que el Capitán Jaime Matallana director de operaciones de SAM me concediera una entrevista fallida de trabajo, mi primera frustración en este arduo periplo. Algunos de ellos lograron incorporarse como Ingenieros de Vuelo de los aviones Electra de SAM, cargo que desapareció con los avances de la tecnología a partir del Boeing 737, una innovación no exenta de polémicas hacia los años ochenta. Eran el tercer tripulante en cabina, a cargo de todos los sistemas del avión. Debían administrar los parámetros de la aeronave, los que provenían motores y hélices, de los sistemas eléctrico, hidráulico, aire acondicionado, presurización, combustible, controles de vuelo, tren de aterrizaje; debían además hacer los cálculos para los distintos regímenes de potencia, altitud de vuelo, velocidades, peso y balance, en fin, un conjunto de tareas que sin embargo no daban la oportunidad de estar en los controles de vuelo de la nave.  No obstante era un primer paso usual para los  pilotos recién egresados y representaba la oportunidad de estar en el medio.
Con uno de mis compañeros continuamos la tarea de buscar dónde trabajar. Estábamos dispuestos a volar lo que fuese, inclusive en esa aviación riesgosa de los llanos orientales, con el fin de ir ganando experiencia. Finalmente a él se le ocurrió una idea providencial. Su padre conocía a Humberto Escobar, un expiloto de Aerotaxi, quien había adquirido dos aviones Aerocomander para volar con Mineros de Antioquia y con la Frutera de Sevilla, transportando oro y funcionarios de estas empresas entre diversos destinos en el país; además hacía vuelos especiales contratados por particulares. Consiguió cita con el Capitán Escobar una mañana que recuerdo con nitidez. Era un día gris. Fuimos a su hangar en el Olaya Herrera. Nos recibió un tanto fríamente, pero aceptó que cuando hubiese espacio en los aviones, podríamos volar con él y con el otro piloto el Capitán Manuel Gómez, fumador compulsivo damnificado por el fin de Aerotaxi. Nos prestó el manual de avión para que estudiáramos sus prestaciones. Fue un buen principio.
Mi primer vuelo en un aparato más grande que el Cessna 152 fue a Manizales. Más de un año había transcurrido desde que la terminación en la escuela de aviación. El Aerocommander es un avión histórico.  En 1950 cuando sus desarrolladores trabajaban en el diseño, las regulaciones demandaban demostrar su capacidad de volar con un solo motor. Sus creadores escogieron un método único para satisfacer las regulaciones sobre la operación monomotor: removieron una de sus dos hélices y lo volaron desde Bethany, Oklahoma hasta Washington, D.C., en estas condiciones. Fue un vuelo antológico que hoy hubieses ganado un despliegue internacional Su piloto de pruebas solía hacer todo tipo de piruetas en este aparato para promocionar sus bondades.. Por sus excelentes prestaciones, el presidente Dwight Eisenhauer le tuvo como su aeronave oficial, el “Air Force One”, la más pequeña en la historia de este servicio. Una nave de este tipo fue la de mis primeros pasos, el HK 560 P, un modelo tipo 560 con siete sillas en su interior.
                  Humberto Escobar solía hacer siempre lo que se denomina despegue de máximo rendimiento, que consistía en soltar ruedas del pavimento a la velocidad estipulada y ascender inicialmente con el mayor ángulo posible permitido. Retorno a aquel momento pegado al espaldar de mi butaca ascendiendo de manera empinada los primeros mil pies tras un despegue de sur a a norte para virar muy pronto por la derecha rumbo a Manizales. Si bien durante ambos trayectos me limité a observar, fue una vivencia muy intensa que me puso de presente lo poco se sabía.
                  Con el tiempo mi relación con Humberto Escobar se tornó muy cercana pues cuando se enteró que era profesor de inglés me solicitó le diese clases particulares al finalizar los vuelos en la tarde. Así lo hicimos, con un alumno adicional, Guillermo Jaramillo, piloto privado y amigo cercano suyo. Para facilitar transportarme adquirí mi primer vehículo, una motocicleta Suzuki azul de 100 cc que adquirí con un préstamo que él me hizo y que finalmente condonó como expresión del afecto que me entregó desde entonces generosamente. Yo le admiraba y le quería con intensidad. Sus habilidades de piloto y mecánico eran soberbias. Los motores de sus aeronaves le comunicaban sus pequeños desajustes de una manera que sólo él podía apreciar. En compañía de su técnico oficial, Gabriel Calle, desbarataban carburadores y pistones sin contemplaciones, para armar luego ese rompecabezas de tornillos, arandelas, cables y  válvulas con una certeza que me dejaba atónito. Reparaba radios de comunicaciones, equipos electrónicos con una intuición fascinante. Era sujeto de consultas permanentes por técnicos y pilotos cuando un problema se hacía insalvable y nunca recuerdo que haya dejado de acertar en sus diagnósticos.  Jamás se ensuciaba más allá de sus manos gruesas y fuertes a pesar de no usar  un overol que protegiese su vestir impecable. El estruendo permanente de su voz le había ganado el apodo de “Susurro”, del cual se reía en sus momentos de buen humor, que valga la verdad eran escasos. Siento que ocultaba una alma sensible y dulce tras sus maneras rudas. Era además un excelente piloto de automóviles de carreras. Tenía una colección de vehículos Mini Cooper que había reconstruido paso a paso con una dedicación de relojero, carros que eran objeto de admiración por su estado impecable.
En aquella época era costumbre de los dueños de aviones privados ir varias veces a la semana a una tertulia de atardecer en el Bar Cherokee de la zona de hangares, para compartir sus anécdotas de vuelos y viajes exóticos, entre tragos de aguardiente y pasantes de frutas, como buenos paisas. Humberto me introdujo en ese mundo donde se hablaba de lugares evocadores alrededor del mundo, una especie de alarde muy típicamente masculino de estos hombres adinerados. Algunos habían conocido a mi padre y recordaban su encanto gratamente.
                  Humberto consiguió mi primer empleo con el Capitán Jorge Bernal, quien tenía igualmente un Aerocommander al servicio de la United Fruit Company en Urabá. Viví en su finca bananera en el municipio de Carepa para actuar como copiloto del siempre silencioso Capitán Bernal. Evoco hoy el despertar cada nuevo día con el canto de los motores a pistón de las naves de fumigación al inicio de la jornada. Las tonalidades de sus máquinas me permitían imaginarles sumergidos entre los plantíos entregando el producto o ascendiendo raudos y en viraje para iniciar de inmediato la siguiente pasada. Bernal pagaba por horas. Volábamos entre Medellín y Urabá y ocasionalmente íbamos a Bogotá transportando los ejecutivos cuando escapaban de vacaciones de esta Banana Republic. Fue mi primer sueldo como aviador.
                  El narcotráfico acabó con la vida de Humberto Escobar. Cuando invadieron el Olaya Herrera con sus carros estrambóticos, sus mujeres opulentas, sus jets privados y sus actitudes desafiantes, eran objeto de la crítica y el rechazo permanente de Humberto, quien no se medía en sus palabras ni en sus actos. Corrieron rumores absurdos de una delación hecha por él a la policía, mas me niego a creer en una imprudencia así. Habíamos quedado en almorzar juntos para hacer clase el día en que lo balearon en su hangar. Me pregunto hoy qué hubiese ocurrido conmigo de haber estado allí, pues cuando arribé a la cita acababa de suceder e iba camino al hospital en la ambulancia del aeropuerto. Llegué casi al mismo tiempo que él a la clínica Soma. Le encontré consciente en urgencias a punto de ser conducido a cirugía, ensangrentada su camisa azul y una de sus manos gravemente herida pues la había usado para protegerse de los disparos. Tomó mi mano pero no dijo una sola palabra.  Mi indignación no me permitió llorar. Si bien Humberto Escobar logró parcialmente recuperarse de este horror, jamás volvió a ser el mismo. Abandonó los aviones y sufrió luego una enfermedad que paralizó la mitad de su cuerpo y le condujo a una muerte lenta. Fue un ocaso indigno de un hombre que era todo energía, generoso como ninguno, amigo leal que dejó una huella profunda en mi vida. Aún hoy lo extraño.

lunes, 7 de marzo de 2011

UN FIN LARGAMENTE ANTICIPADO

Corría el año de 1975. Año glorioso para mis fervores de entonces. El 1 de mayo había terminado oficialmente la guerra de Vietnam, esa historia de horrores que ensombreció  al mundo con una capacidad de destrucción hasta entonces desconocida. Finalizando el mes de junio terminé aviación. Me había tomado diez y ocho meses recibir las seis materias y presentar las respectivas evaluaciones, volar las 30 horas en sesiones de navegación por instrumentos en el simulador y realizar las 202 horas de vuelo obligatorias, incluido el chequeo final, para optar por la licencia de piloto comercial que otorgaba la aeronáutica civil. Mi diploma y mi licencia sólo me fueron concedidas cuando firmé un pagaré por $17000 pesos aún no pagados a la escuela de aviación, del dinero que costaban todos mis estudios, concesión generosa que me había hecho su dueño el capitán Luis Cadavid, ante el aplicado cumplimiento de los pagos mensuales.

Me fue asignada la licencia de piloto comercial de aeronaves PCA 2175 con el privilegio de pilotar aeronaves monomotor hasta 5670 kilogramos. Al recibir este documento con el diploma de piloto comercial el 20 de junio, al caminar desde la escuela en busca de un bus que me transportara al centro, para ir luego al apartamento al que me había mudado un par de meses antes, se me hizo un nudo en la garganta mientras mentalmente hacía un recuento de este sendero donde plantaba este mojón que abría nuevas expectativas e incertidumbres.

¡Cómo lucía de lejano, casi dos años atrás, esto que acababa de finalizar! ¡Qué contradictorios eran los sentimientos que me recorrían! ¿Existía acaso algo que se pudiese llamar “alegríatriteza”, para describir esa tensión en que me encontraba? Porque era estimulante haber llegado hasta acá con mi propio esfuerzo, pero no tenía idea de qué me deparaba mañana cuando ya no tendría más asignaciones de vuelo que preparar o exámenes para los cuales estudiar, y ello me producía angustia. Cuántas cosas habían sucedido en estos meses. Recordé mi aterrizaje forzoso en el club hípico, que me había granjeado la simpatía de varios de mis compañeros, al salir avante más por suerte que por pericia, de algo que pudo costarme la vida. De hecho, un compañero Nacho Upegui había muerto y un instructor Jesús García había quedado lesionado durante este año y medio en dos accidentes, al estrellarse contra unos cerros el primero en San Antonio de Prado y durante una emergencia por falla de motor cerca a Amagá, el segundo, en esa ruda topografía donde hacíamos las prácticas de vuelo.

Del curso no había disfrutado la fase de maniobras. Provocar barrenas para aprender a sacar la pequeña aeronave de esa condición irregular o realizar chandeles que llevaban el aparato al extremo, me producía aprensión, contrario a la mayoría de mis compañeros.  La fase denominada de “cruceros” había sido mi favorita, aunque me había traído no pocos problemas, pues requería solicitar permisos permanentes en el trabajo para salir en los vuelos a distintas ciudades del país, con pernoctadas que me ausentaban uno o dos días de las clases de inglés y significaban costos adicionales de pagos de hotel y estadía que me resultaban onerosos. Recorrer Colombia en esas pequeñas aeronaves había sido mi mayor deleite y me había permitido conocer un país pasmoso.

Uno de los últimos vuelos, apenas dos meses atrás, había tenido visos de aventura. Con dos compañeros de estudio próximos a terminar como yo el curso de aviación y el capitán Gabriel Viecco como instructor, despegamos un viernes al medio día de Medellín a Neiva en tres aeronaves, volando por primera vez al sur por el magnífico valle del río Magdalena. Me conmueve recordar esa topografía de colinas perfectamente alineadas que marcaban el cauce del río desde la Dorada hasta más allá de Ambalema, que se levantaban verticales como si la tierra hubiese sido arrugada por un gigante. Las colinas reaparecían al oriente de Girardot para confundirse finalmente con las estribaciones de la cordillera oriental en la represa de Prado, que contemplamos al volar sobre un pueblecito cuyo nombre de La Amargura, contrastaba con mi felicidad y asombro por ese paisaje mítico.  La generosidad del río se advertía a lado y lado por los verdes de múltiples tonos que delataban los sembrados de arroz y algodón del Tolima.  Durante el vuelo iba constatando el plan de vuelo que había preparado juiciosamente con todos los puntos de notificación, las frecuencias de radio para comunicaciones y las radioayudas, los rumbos y distancias, como una guía de cada una de las fases del crucero. Me satisfacía comprobar que los pronósticos realizados en las cartas de navegación, convertidos en una bitácora, se comprobaban con exactitud en el transcurso del viaje.  Tras más de dos hora de vuelo, fui el último en aterrizar en Neiva, la primera etapa programada.

Eran otros tiempos, pues aún los señores de la guerra no se habían ensañado con esta zona del país. Por ello pensar en volar sobre el departamento del Caquetá al día siguiente, me había evocado imágenes borrosas de finales de la infancia de esos llanos interminables con atardeceres rojizos que traían la fresca, de unos vaqueros de torso desnudo que parecían uno con el caballo y los sonidos dulces de esa música llanera con arpas y maracas que sonaba a través de la radio en la cocina de la finca de mi tío Paul.  Planeamos salir muy temprano hacia Florencia al día siguiente, pues en esta época del año la mañana nos daba mejores alternativas de encontrar buen tiempo para remontar la cordillera en condiciones visuales. Viecco nos instó a que el cruce de la montaña lo hiciéramos en escuadrilla, sin desconectarnos el uno del otro, pues era una zona agreste y solitaria.

Volamos al sur tomando altura. Dejamos atrás la laguna de Betania que nunca imaginé fuese tan imponente. A mi derecha apreciaban la majestuosidad de la cordillera central con el regio Nevado del Huila, recostado sobre una mañana azul que resaltaba sus contornos blancos de nieve perpetua. El río Magdalena se había tornado un riachuelo de aguas claras. Sobre la población de Guadalupe y siguiendo el curso de la carretera que conducía a Florencia, volamos con rumbo sur oeste sobre unas montañas con cañones profundos. Hacía frío en la pequeña cabina, pues volábamos en el límite del techo de servicio de los pequeños aviones para garantizar tener alguna alternativa en caso de una emergencia. Había pensado, “si se apaga el motor no hay nada que hacer”, lo que me había producido una rara sensación de dulzura. Tras unos quince minutos de vuelo sobre el lomo de la cordillera apareció ese mar verde e ilimitado del llano, lo que nos permitió iniciar un descenso paulatino hacia Florencia que se adivinaba en las estribaciones occidentales de la sierra.  En vuelo Viecco tomó la decisión de que no aterrizaría allí, sino que continuaríamos al destino final, el pequeño aeropuerto de la población de Puerto Rico al noreste, bordeando todo el tiempo las estribaciones de la cordillera oriental.

La vista de la llanura en una mañana con niebla que empezaba ascender desde los bosques en la distancia, ante la tibieza del sol naciente, era un espectáculo muy hermoso de penachos finos de nubes desgarradas, que permitía comprender el orgullo de los llaneros y el amor por su tierra. De la cordillera brotaban varias quebradas y ríos que bañaban el llano. Sentado en mi aparato a tres mil quinientos pies sobre el terreno, comprendí que era un ser privilegiado.

Ubicado en una curva en forma de herradura del río Guayas avistamos a Puerto Rico. Como carecía de torre de control, fue necesario hacer un sobrevuelo a baja altura para avisar a los transeúntes que esas tres pequeñas aeronaves iban a aterrizar allí. Era una pista corta en tierra con una caseta en la cabecera oriental que servía como sitio de atención de los ocasionales viajeros. Una vez aterrizamos parqueamos allí las aeronaves ante la curiosidad de una gran cantidad de niños del pueblo, mestizos descalzos de piel morena y rasgos indígenas y la presencia de unos cuantos policías que se ofrecieron a cuidar los aviones a cambio de una propina durante la noche que permanecerían allá.

Estábamos en este lugar remoto por invitación de un colono antioqueño que llevaba 20 años en la zona, amigo de Gabriel Viecco, quien le había invitado allá, “con todos los alumnos de esa escuela, si fuese necesario”, como le había dicho en reiteradas ocasiones. Desde temprano nos esperaba para llevarnos a su finca río abajo en una lancha de madera equipada con un motor fuera de borda que nos aguardaba en el muelle del pueblo. Viecco, que se transformaba al bajarse del avión en un paisa parrandero, que tocaba la guitarra y entonaba deliciosas canciones, mientras bebía aguardiente como si el mundo se fuese a acabar, radiante con el reencuentro con su amigo, compró con el dinero colectivo aguardiente llanero que empacamos en el bote para dar cuenta de la primera botella antes de arribar a la hacienda de su compañero tras poco más de media hora de viaje por un río de aguas cristalinas, con unos árboles gigantescos en sus orillas donde se resguardaban del sol los hatos de ganado cebú que miraba curiosos el paso de la lancha. Fue una fiesta típica de hombres bulliciosos en medio de esa tierra exótica y olvidada de la civilización. Un par de meses después presenté mi evaluación final. Este crucero fue la celebración anticipada de la finalización de mis estudios en la escuela de aviación.



jueves, 3 de marzo de 2011

MAYDAY

Mi progreso en horas de vuelo era lento. La necesidad de dictar clases de inglés todos los días de la semana, incluyendo sábados y domingos por la mañana, me dejaba muy pocos espacios disponibles y la secretaria de la escuela, quien programaba las asignaciones de los vuelos no simpatizaba conmigo, pues no le llevaba regalos ni le hacía carantoñas como se había tornado costumbre, para conseguir lo que para mí era un derecho: asignaciones de vuelo en horarios que me fuesen propicios. Procuraba hacerlo muy temprano o al medio día, pero ese primer turno había que cancelarlo con frecuencia por las condiciones de visibilidad del aeropuerto.  Los cursos teóricos en la noche me habían obligado a cancelar los grupos de 6:30 a 8:30 los miércoles y viernes en el instituto de inglés, lo que implicaba una substancial reducción en mis ingresos, que hacía aún más difícil la constancia en el volar, pues quien no pagaba no volaba. Fue necesario negociar con los instructores teóricos mi no asistencia tres noches en la semana, con el compromiso de ponerme al día por mi cuenta. Para agravar mis problemas, sentía que no encajaba bien que desentonaba entre mis compañeros. Con frecuencia era presa del desaliento llegando a considerar que mi vida estaba tomando un rumbo equivocado. Lo único que me mantenía firme era la expectativa volar que todo lo transformaba. 

A pesar de la poca continuidad había conseguido realizar mi primer vuelo solo en el club aéreo de Santa Fe de Antioquia, en las horas estipuladas por el pénsum de la escuela, una mañana durante la cual, con otros dos compañeros, saboreamos la dulzura de esa experiencia irrepetible. Había realizado tres tráficos en torno a la pequeña pista, con despegues y aterrizajes sucesivos, mientras el instructor Gabriel Viecco y mis colegas seguían desde tierra las fases de la maniobra que demandó toda mi atención para realizarla con la secuencia adecuada que él nos había enseñado pacientemente, en no menos de veinte aterrizajes y despegues en vuelos previos acompañados.  Como un cumplido a ese nuevo estatus de alumno autónomo, me habían arrojado vestido a la piscina del club cuando finalizó el corto vuelo, en medio de risas y bromas de mis compañeros de experiencia, lo que creó los primeros vínculos de amistad que paliaron el desamparo de los primeros meses.

Una mañana con no más de treinta horas de vuelo acumuladas en mi vida de piloto en ciernes, llegué a la escuela para tomar la segunda asignación del día. Me fijaron el mismo avión en el cual había hecho el vuelo de demostración el HK 1470I. No había novedades técnicas en el libro de mantenimiento, lo que hacía pensar en una práctica sin percances que me permitiría llegar a tiempo a dictar la clase de mitad de la mañana. Realicé el plan de vuelo cuya constancia debía dejar en la escuela, en el cual estipulaba que haría lo que coloquialmente llamábamos “la vuelta a oriente”, un sobrevuelo de crucero por el valle de Rionegro que tomaba unos 45 minutos, un ejercicio muy común de práctica de vuelos solos de los alumnos de poca experiencia.

Era un día fresco, con pocas nubes y aire calmo. Como lo había planeado, salí con rumbo al norte, tomé luego el cañón del río Medellín hacia el noreste, para virar finalmente hacia la cordillera a mi derecha y luego al sur en busca del valle de Rionegro, una vez tuve la altura suficiente. Volaba a 8500 pies lo que permitía ver con razonable detalle los poblados, las carreteras, los vehículos que por ellas transitaban, en los momentos que mi poca pericia me lo permitía, pues aún me costaba gran esfuerzo mantener el avión completamente estable en rumbo y altura, escuchar y entender la radio y seguir el curso planeado en el plan de vuelo.

Estaba concentrado en estos pequeños afanes luego de pasar sobre el poblado de Guarne, cuando mi corazón tuvo un gran sobresalto, pues el sonido del motor antes estable, tuvo sin razón aparente una reducción intempestiva en las revoluciones. Miré el tacómetro y percibí que efectivamente la aguja no sólo había descendido de su valor de revoluciones por minuto, sino que además oscilaba a pesar de que no movía el acelerador. Por un momento mi mente se puso en blanco y sentí que mis entrañas se apretaron ante lo que parecía una situación sin salida.

-Me voy a caer- pensé aterrado. -¿Qué pasará, qué hago?

Esa pregunta fue un estímulo insospechado que me trajo de inmediato la voz de Viecco, mi instructor, y las prácticas de aproximaciones de emergencia con el motor reducido que habían realizado varias veces en Santa Fe de Antioquia, antes del primer sólo: “Cuando esto te pase, lo primero es ajustar la mezcla de aire y combustible para comprobar si mejora el desempeño del motor…”, recordé. Procurando controlar el nerviosismo tomé la perilla de control de mezcla y busqué mejorar el funcionamiento de la máquina. Para mi fortuna, el que recordase además la frase, “Nunca descuides la velocidad”, que mi instructor me soltaba cuando la atención se centraba en un solo asunto, me llevó a tener conciencia de la necesidad de calmarme y concentrarme para salir adelante de lo que le estaba sucediendo. 

Pensé por un momento en aterrizar de emergencia en la carretera, pero el tráfico de vehículos me desanimó. Por ello seguí descendiendo suavemente con el motor a media marcha en dirección a Rionegro y declaré el estado de emergencia con la voz entrecortada por el miedo:

-¡Emergencia!-exclamé - ¡El Halcones 1470I he perdido revoluciones en el motor, estoy al sur de Guarne rumbo a Rionegro, busco donde aterrizar! – para entonces no conocía el código internacional de emergencia que estipulaba el uso de la palabra “Mayday” repetida tres veces sucesivamente para alertar a la torre sobre una situación desesperada.

Aunque había recuperado un poco de potencia era evidente que no resultaba suficiente para mantener el avión nivelado. Tenía efectivamente que encontrar dónde aterrizar con seguridad. Mientras procuraba mantener una velocidad constante de 80 millas por hora y buscaba afanosamente un sitio para hacerlo, escuché por el altoparlante de la cabina la voz familiar del capitán Gabriel Viecco:
-Halcones 1470I, habla Gabriel Viecco. ¡Escobar!, mantenga la calma…¡No me conteste, escuche lo que le voy a decir!-. Pausó unos instantes y continuó, procurando con el tono de su voz tranquilizar mis apuros: -Revise la mezcla… si no corrige, reduzca el acelerador y vuelva a aplicarlo suavemente…trate de recuperar el máximo de potencia…si la situación continúa busque dónde aterrizar, acuérdese del club de hípica en Llano Grande…debe estar a su izquierda, vuele hacia allá…mantenga planos a nivel…busque el mínimo de velocidad que pueda, cerca de 80 millas…yo voy volando en esa dirección, en unos minutos estoy entrando al valle de Rionegro…mantenga la calma, usted puede…recuerde lo que practicamos tantas veces en Antioquia.

Escuchar la voz conocida de mi instructor fue providencial pues me permitió centrar la atención en las cosas que debía hacer. Descendiendo y lateral a la población de Rionegro, logré ver el club de hípica que me habían mostrado en vuelos anteriores mis instructores, pues “los pilotos de aviones monomotores debíamos tener esos lugares identificados”, como alternativas en casos de  emergencias. Estaba alto y acercándome de manera más o menos perpendicular a la pista de carreras de los caballos que me serviría de aeropuerto, por lo cual no tendría más alternativa que pasar por encima, ponerme paralelo, virar y aterrizar. Era algo parecido a las precisiones de 360 grados que había practicado antes de mi primer vuelo solo, con la salvedad de que esta vez no podía errar. Decidí que aproximaría en dirección noroeste. Mi corazón palpitaba con mucha fuerza.

-1470 I, soy yo otra vez, Escobar…estoy próximo a las Palmas, -el capitán Viecco se refería a uno de las rutas de acceso en vuelo visual al valle de Rionegro-, en unos minutos estaré allá…ánimo muchacho…recuerda, mantén la actitud,…no te apresures con los flaps, calcula un ángulo de planeo lo más constante posible que te permita ir reduciendo la potencia antes que aplicarla, porque no tienes más disponible…esa pista es un terreno suficiente, allí hubo antes un club aéreo de manera que debes poder aterrizar sin problemas…tan pronto estés en tierra me llamas. ¡Lo vas a hacer bien, lo se!

La frase de Viecco era un voto de confianza y un compromiso. Crucé lateral a la que sería la cabecera de arribo de mi imprevista pista de aterrizaje todavía con cerca de mil pies de altitud sobre el terreno. Me alejé unos segundos y empecé a virar para enfrentarme. Fue un viraje muy apretado lo que me llevó a iniciar la fase final de la aproximación, desviado del eje de la pista y alto en la trayectoria. Comprendí que tenía que aplicar todos los flaps (los frenos aerodinámicos del avión) para reducir al máximo la velocidad y aumentar el ángulo de descenso, pues de lo contrario pondría las ruedas demasiado tarde y podría no parar en el área disponible. Como estas acciones no parecían suficientes, tomé la decisión de desacelerar completamente luchando por enfrentarse bien a la pista y tocar en el lugar adecuado. Crucé alto sobre una cerca que delimitaba el costado sur, pero la baja velocidad que traía prácticamente me precipitó a tierra. Con fuerza halé la cabrilla con el fin de levantar la nariz del avión y evitar un golpe demasiado fuerte; para mi fortuna era un terreno suave, en grama, que absorbió el golpe en las tres ruedas del aparato sin aparente novedad. Apliqué con fuerza los pedales de los frenos, pero en el pasto aún húmedo por el rocío el pequeño avión empezó a patinar y a moverse en zigzag amenazando con golpear los postes que demarcaban la zona de carrera a lado y lado. Luchando con desesperación con el timón de dirección para no dañar la avioneta contra un poste, logré que finalmente el aparato se detuviese completamente atravesado en la pista. Paralizado, con la hélice aún girando al mínimo de revoluciones, con los pies  agarrotados y temblorosos sobre los frenos, me quedé unos segundos sin saber qué hacer, hasta que me di cuenta que lo había logrado: había aterrizado sano y salvo en una pista de caballos.

Lentamente puse el freno de parqueo, corté la mezcla, y apagué el motor. Cuando me disponía a cerrar el interruptor de la corriente recordé que debía avisarle al Capitán Viecco, quien sin duda estaba esperando noticias. Tomé el micrófono y transmití con un hilo de voz que delataba mi emoción:

-Capitán ya aterricé, estoy bien.

-Bravo,-dijo Viecco de manera poco protocolaria por la frecuencia. –En unos minutos voy a sobrevolar para que vuelvas a la frecuencia. Te felicito.

-Gracias capitán. Estoy atento entonces a su sobrevuelo.

Cuando descendí del avión las rodillas me temblaban sin control y mis piernas amenazaban con no sostenerme. Me agarré del montante de las alas para no caer. Vi que un hombre venía corriendo apresuradamente desde lo que parecían unas caballerizas, hacia donde estaba, asombrado sin duda por el espectáculo de la pequeña nave en el terreno de los caballos. Al acercarse me preguntó, con el dejo inconfundible de hombre de campo:

-Joven y usted que está haciendo acá. Desde que se acabó el club aéreo hace varios años no se veía un avión en estas tierras.

- Nada en particular señor- contesté. –Lo que ocurre es que me caí, por fortuna acá. Por favor, ¿tiene un cigarrillo?

-Válgame dios joven, es usted de buenas…claro que sí. Venga nos lo fumamos y me cuenta.

Cuando finalizaba mi anécdota vi la nave del capitán Viecco, que se acercaba. Subí al avión, activé la corriente y hablé con él. Acordamos que él regresaría en un par de horas en un vehículo con los mecánicos y algunos repuestos para tratar de sacar volando el avión de allí. Su “espérame para darte un abrazo”, me permitió finalmente recobrar la calma. Ningún cigarrillo Pielroja me ha deleitado tanto en mi vida. 

            Una semana después me enteré que este avión había tenido una emergencia en el vuelo previo al mío en despegue en el Olaya por una pérdida de potencia en el despegue apenas tomaba vuelo: si mi memoria no me traiciona le había sucedido a Gabriel Angel, un joven de Manizales compañero magnífico que perdió la vida unos meses después de haber salido de la escuela en su ciudad natal. El libro de mantenimiento no tenía nada al respecto aquella mañana.