Era la primera vez que hacía un vuelo internacional. Debido al inglés, -que abrió en mi vida más puertas que cualquier pergamino-, fui asignado como copiloto del Capitán Edgar Hernández para traer el tercer Twin Otter a Colombia, el HK-2050, en un vuelo de traslado de Miami a Medellín. Representaba un reto sin antecedentes para mis 1100 horas de vuelo acumuladas hasta entonces y una experiencia exigua de aviador regional.
Viajamos a Miami el 20 de noviembre de 1977. Al día siguiente fuimos a buscar el avión que estaba ubicado en el aeropuerto internacional en una terminal ejecutiva al norte del aeropuerto, muy cerca del hotel en el cual nos hospedamos en la conocida avenida 36 que sería mi hogar por años cuando Aces alcanzó estatuto internacional. Era mi segunda visita a Estados Unidos, pues a Humberto Escobar le había acompañado a Los Ángeles durante la compra de un Aerocommander turbohélice un par de años atrás; en ese entonces él no se sentía seguro de su inglés para adelantar una negociación, por lo cual me llevó como su traductor.
El Capitán Hernández decidió que haríamos el vuelo dos días después ya que era necesario adelantar diligencias para la empresa previamente. El primer hito de este vuelo irrepetible me remite a llenar el plan de vuelo por teléfono la noche previa a salir, una experiencia nunca vivida, y sobre la cual me había informado en el lugar donde estaba parqueado el avión, un centro de servicios llamado FBO, Fix Base Operator. Supongo que mis interlocutores me vieron como un bicho raro, por desconocer algo tan rutinario, pero bueno, eso era realmente. Aquella noche desde el hotel radiqué el los detalles de nuestro vuelo con Edgar a mis espaldas preguntando con ansiedad a cada momento cómo estaba transcurriendo. Cuánto agradezco la amabilidad de mi interlocutor telefónico, quien sin duda advirtió mi falta de experiencia, por lo cual me llevó de su mano con un inglés pausado y riguroso, dándome tal cantidad de información sobre el clima esperado, las novedades de la ruta a seguir, las frecuencias que podíamos usar, en fin, todo aquello que era posible anticipar, con un profesionalismo que me mostró por primera vez ese entorno sofisticado y preciso del sistema aeronáutico en un país desarrollado. Nos esperaba un día hermoso muy propio de la estación de invierno en el hemisferio norte, lo cual me tranquilizó.
A las 5:00 de la mañana estábamos en el aeropuerto. Hicimos las rutinas ya conocidas para cada vuelo, el chequeo exterior, el interior, las listas de comprobación para antes de prender motores y una vez estuvimos dispuestos, solicité autorización por la frecuencia destinada para ello. Nunca me había comunicado en inglés con ninguna torre de control. Mi estrés era intenso. El controlador de turno nos confirmó la ruta que había solicitado la noche anterior y nos envió a otra frecuencia para solicitar las instrucciones para rodar. Había poco tráfico a esa hora del amanecer. Rodamos en medio de una niebla fina por ese aeropuerto inmenso hacia el este. Despegamos hacia el occidente todavía a oscuras. Recuerdo con nitidez la ansiedad de Edgar por el alejamiento de nuestra ruta que significó ese ascenso inicial, pues me preguntaba con insistencia si debíamos virar a voluntad para tomar nuestro rumbo, pues el controlador parecía haberse olvidado de nosotros. Tras minutos que fueron eternos, nos dieron lo que se denominan vectores de radar, cursos varios que nos condujeron en dirección a nuestra aerovía. Cambiamos a la frecuencia de salidas y respiramos aliviados una vez tomamos la dirección prevista.
El lento e inexorable triunfo de la luz renovó el milagro del amanecer. Volábamos contra la salida del sol que se insinuaba en esa transición de manera imperceptible pero sin pausa. Subimos a diez mil pies, pues nos esperaban cerca quinientos kilómetros de vuelo, para llegar la isla de Gran Inagua, nuestra primera parada. Era necesario dirigirnos al sureste dejando las Bahamas a nuestra izquierda para bordear Cuba, pues en aquella época de guerra fría conseguir un permiso de sobrevuelo podría significar días de espera. Luego de una hora de vuelo, bordeábamos el norte de la Isla previo a quedar a mar abierto. No había una nube en millas a la redonda. El color del Caribe en esta zona es hermosísimo. Grandes bancos de arenas blancas, crean efectos de tonos verde azul que se van transformando de manera casi imperceptible hacia gamas más fuertes y oscuras que delatan mayores profundidades. Varias corrientes generan algo que asemeja senderos serpenteantes submarinos de efectos magníficos. Un regalo para la vista para el alma.
Gran Inagua es una pequeña isla del Caribe. Se encuentra en el extremo suroriente del famoso triángulo de las Bermudas, área plagada de mitos, desapariciones no explicadas de aeronaves, supuestos encuentros con naves extraterrestres que le daban a este vuelo un gusto de aventura. Su aeropuerto contaba con un radiofaro de baja potencia como única ayuda a la navegación. Durante buena parte el vuelo estuvimos sin información de radioayudas útiles que nos indicara que íbamos en la ruta correcta, pues las únicas disponibles eran todas laterales a nuestro curso, unas en Cuba, de los aeropuertos de Camagüey, Morón y Holguín, otras a distancias enormes, con marcaciones en cabina de poca fiabilidad. Volábamos guiados por un rumbo cual marineros ancestrales, esperando recibir las señales del radiofaro de Inagua. A eso de las siete de la mañana empezaron a dar señales de vida las primeras indicaciones de esa radioayuda que ansiábamos, lo cual recibimos con alborozo. En aquella época no había GPS ni nada parecido que nos ayudara con la orientación.
Cuando la señal se estabilizó sin lugar a dudas, y tras comunicarme con una base americana en la Isla de Gran Turks, iniciamos el descenso hacia nuestro destino. Sólo había una frecuencia de comunicaciones en esa torre de control que busqué contactar de manera insistente sin éxito. Supusimos falla en la radio, problema propio de nuestros países de atrasos y carencias. Al apreciar en la distancia el perfil de la isla, descendimos a nuestra discreción con cierta desazón y en la radioayuda hicimos el procedimiento publicado para el descenso y aproximación. Enviaba mensajes constantes usando la fraseología acostumbrada en esta circunstancia, para alertar cualquier otra aeronave en la zona sobre nuestras intenciones. Sin ninguna autorización aterrizamos en este aeropuerto caribeño para alivio de los dos, pues el combustible disponible empezaba a ser marginal para ir a Haití, escala técnica que no teníamos prevista en nuestros planes.
Con lentitud arribamos a la plataforma. No había un alma. Apagamos las turbinas y nos bajamos del avión aproximándonos a la pequeña terminal con azoramiento ante una circunstancia tan inusual. Era un edificio en madera que alguna vez fue de color verde que se caía a pedazos generando una imagen de abandono de tiempo atrás. El viento era intenso y ululaba. Una ventana o una puerta golpeaba con cada ráfaga generando un “clac” monótono que hacía eco en el edificio vacío. Pensé en una escena de Dimensión Desconocida, un popular programa de televisión que me había fascinado de niño y que hablaba de situaciones inesperadas en el tiempo y en el espacio de sus protagonistas. ¿Serían ciertas las anécdotas sobre el tenebroso triángulo que había ocupado nuestra conversación no más de una hora antes? ¿Habíamos avanzado en el tiempo? El temor ante lo inesperado induce ideas extrañas. Nos mirábamos con intranquilidad mientras luchaba con mis pensamientos insensatos. ¿Qué íbamos a hacer?
Transportábamos varios miles de dólares de repuestos que debían nacionalizarse a nuestro arribo a Colombia en nuestro avión, en cajas arrumadas en el pasillo y en las bodegas. En principio pensamos que debía quedarme para vigilar la aeronave, mientras Edgar iba hacia un pequeño pueblo que habíamos visto en la distancia desde el aire a la derecha de nuestra aproximación. Pero mi poca serenidad condujo a un inmediato cambio de planes. Cerramos con llave el aparato y nos aprestamos para dirigimos por la única carretera destapada hacia la civilización que habíamos oteado a lo lejos. El sol ya se percibía sobre las enormes palmeras que se mecían con el viento…
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