¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

lunes, 21 de marzo de 2011

EL DHC-6 TWIN OTTER


Eran la 5:30 de la tarde tal vez a mediados de octubre de 1976. Estaba realizando las anotaciones de la bitácora de vuelos en la cabina para acabar la jornada del día al arribar de Puerto Berrío. Los pasajeros y el Capitán habían desembarcado cuando escuché el rumor no familiar de los motores turbohélice de un avión que se aproximaba por detrás de donde me encontraba en la plataforma de parqueo, bastante congestionada a esa hora por los B-727 de Avianca y los Electra de SAM que pugnaban acomodar sus pasajeros para salir antes de la puesta del sol. “Debe ser el Twin Otter”, pensé sobresaltado, pues se esperaba su arribo desde Canadá para este día, tras una larga travesía de tres días. La expectativa y ansiedad en el empresa eran el lugar común del estado de ánimo colectivo que nos contagiaba a todos, pues su llegada era la expresión del proceso de renovación de flota largamente anunciado. Entonces lo vi a la izquierda de nuestra aeronave, rodando lentamente para parquearse ante una aglomeración de empleados de Aces y del aeropuerto que no había advertido. El sol agónico de la tarde daban una tonalidad rosa a los colores blanco y naranja que distinguía nuestras naves. Le contemplé absorto mientras lentamente arribaba a su sitio de parqueo.

                                 Tan pronto apagó sus turbinas me apresuré en terminar mis tareas y corrí a sumarme al grupo de compañeros de la empresa y curiosos que se aglomeraban en torno al Twin, como fue llamado desde entonces por nosotros. Los capitanes Hugo Molina, el director de operaciones y Jaime Pérez, el jefe de pilotos, desde la cabina prolongaron un par de minutos las rutinas de finalización del vuelo, lo que se me antojó la generación de un clima de dramatismo y espera muy propio del carácter del Capitán Molina. Finalmente los pilotos abrieron sus respectivas puertas –pues era una de las novedades de este aparato único- y un aplauso vigoroso fue la respuesta espontánea de ese colectivo humano que saludaba así el inicio de una época que en ese momento nadie podía presagiar.

                                 Recupero aquel olor a nuevo de esa máquina bella cuando tuve oportunidad de entrar en ella tras una espera anhelante, pues fue necesario controlar el ingreso por grupos debido a los múltiples curiosos. Al entrar observé que era necesario desplazarme encorvado en la cabina de pasajeros, pues la altura no permitía otra postura, lo que no alcanzó para un desencanto. Al aproximarme a la cabina de pilotos advertí a la primera mirada que era impecable lo que me causó sentimientos encontrados al pensar en mi amado Heron y su desorden, parqueado a unos metros de distancia. Contemplé aquel radar meteorológico, su panel de luces anunciadoras con mensajes ámbar aún encendidas encima de los instrumentos de las turbinas, círculos perfectamente dispuestos con rangos de colores para permitir con una sola mirada advertir cualquier anomalía importante. No pude ignorar los instrumentos de vuelo de ambos pilotos, el horizonte artificial azul y blanco que simbolizaban el cielo y la tierra, el velocímetro y sus rangos de colores, el indicador de posición horizontal, el altímetro, el RMI, cada cosa en su lugar en un simetría impecable. Vi la inusual disposición de los aceleradores, las palancas de control de hélices y las del combustible en una especie de nicho que sobresalía del techo en medio de las sillas de ambos tripulantes.  Finalmente evoco el impacto que me causó las dos cabrillas conectadas a un solo montante en forma de “Y” para ahorrar espacio y sin duda complicaciones de diseño que hablaba de una simplicidad elegante. Me senté en la silla del copiloto y es me hizo evidente las amplias ventanas frontales y laterales pensadas para permitir a los pilotos una perspectiva excelente durante la conducción del vuelo. Tuve un primer asomo de infidelidad al compararle con la nave en la que acababa de arribar y que me había abierto las puertas de ese mundo donde cada evento era una novedad para mi alma y mi mente ansiosa por aprender.

                                 Sí, estaba frente a una  aeronave sorprendente. Fue desarrollada por De Havilland Canadá en 1964. Sus antecesores, el Beaver y el Otter a pistón, daban fe de la capacidad de esta empresa para innovar. Este avance era no sólo bimotor, sino que estaba propulsado por turbinas. La versión de Aces era de la serie 300, equipado con dos motores PT6A-27 de 620 caballos al eje cada una. Una potencia ideal para un aparato que conservaba la capacidad para realizar despegues y aterrizajes cortos (STOL, Short Take Off And Landing), en tanto aproximaba hacia esas pistas rudimentarias a muy bajas velocidades y con un ángulo pronunciado de planeo que le daba una versatilidad sin precedentes. Si se planificaba cuidadosamente un aterrizaje de máximo rendimiento, era posible aproximar a unos 64 nudos, para romper el ángulo de acercamiento cerca al piso, aplicar toda la potencia del reversible de las turbinas y los frenos a fondo, para detener la nave sin tropiezos en poco menos de 100 metros. El tren de aterrizaje era fijo y robusto, propio para nuestros aeropuertos regionales e ideal para esa aviación “de potrero” que requerían muchas poblaciones del país.  En aquellos años se permitía transportar hasta veinte pasajeros sin requerir auxiliar de vuelo, un número de usuarios muy adecuado para el mercado en desarrollo de la compañía. Si bien no era una avión muy rápido, pues su velocidad de crucero era de unos 135 nudos indicados a las altitudes típicas de vuelo–unos 280 km/hora de velocidad real-, era muy adecuado para rutas de hasta una hora, cubriendo destinos como Medellín-Turbo, sin penalizaciones por peso y carga paga. Desde los tiempos de Aerotaxi, ninguna aerolínea de servicios regionales se había aventurado a traer aeronaves de fábrica, lo que significaba una decisión empresarial agresiva. Su aceptación fue inmediata por los usuarios. Ello traería una expansión, que vista hoy fue desmedida, y que estuvo a punto de quebrar a Aces hacia mediados de la década de los ochenta, cuando llegó a tener 24 aparatos de éstos recorriendo diariamente el país. Fue la empresa de aviación con el mayor número de aviones de este tipo en el mundo en aquellos tiempos, pero estas decisiones pueden pagarse con sangre en este universo empresarial de costos exorbitantes y estacionalidad inevitable.   

                                 El Twin Otter fue el primer paso hacia la modernización de la empresa. Unos pocos meses después fui promocionado como copiloto de este avión y nos fue encomendada la tarea de crear la primera escuela de operaciones a Jesús Villalobos, un compañero acucioso que me sobrepasaba en experiencia por haber sido copiloto en Aerotaxi, y a mí, sin duda por mi experiencia como profesor de inglés. Tuve la fortuna de ser enviado a Toronto, Canadá, donde estaba ubicada la fábrica de estas naves, para hacer un curso de instructor teórico, un viaje que recuerdo con el asombro que produce el desarrollo en su esplendor,  pues era la primera vez que salía sólo del país y durante el cual tuve un primer asomo del mundo cosmopolita de la aviación en el cual iba a transcurrir mi vida.

                                 Naturalmente cuando miro a distancia aquella tarde no tenía asomos de lo que me deparaba el futuro. Era suficientemente feliz con lo que hacía, advertía la generosidad de la vida conmigo y ello llenaba de sentido mis días. Ese cansancio tras cinco días de vuelo continuos, aquellos calores bestiales de tres de la tarde en El Bagre o Chigorodó, las empanadas de domingo en Puerto Berrio que con el Capitán Nelson Estrada disfrutábamos, mi permanente deseo por aprender más cada día eran un motor suficientemente potente y dulce.

                                 Años después esta aeronave se accidentaría en la Cerro El Plateado sobre cuyas estribaciones rocosas del oriente, que le granjearon su nombre por el brillo que le otorgaba el sol del amanecer, está la población de Salgar. Cierro mis ojos para ver aquel desparrame informe de latas de todos los tamaños, ropas desgarradas, árboles truncados, mil pedazos de cosas sin forma, que en nada permitían evocar lo que fue un avión, pero que sí daban cuenta de un impacto violento a pocos metros de la cima de la cordillera durante la travesía Quibdó-Medellín. Lo observé esa tarde triste, con mi corazón convulsionado, mis ojos nublados y con mil preguntas sin respuesta en mi cabeza,  desde un helicóptero que había avistado la nave destrozada unas horas antes. Era el típico accidente de la mal llamada operación visual, ocasionado por un desvío menor, un clima inclemente sin duda, la confianza con una ruta que se ha recorrido cientos de veces, pero que en esta ocasión, por la fuerza ciega del destino, había cobrado veintidós víctimas, dos de ellas muy cercanas. Fue un golpe tremendo en su momento para todos en Aces, pues era sin duda uno de esos emblemas de transformación que los colectivos humanos solemos requerir para llenar de sentido nuestros esfuerzos.

                                 Aquel atardecer sin embargo, todo era esperanzas colectivas en torno a mis compañeros de empresa, lo que fortaleció el amor por este oficio para no dejarme jamás.

                                

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