¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

jueves, 27 de enero de 2011

PILOTO DE FUMIGACIÓN

El Capitán Henao era un piloto de fumigación. Un oficio desconocido y admirable, sin el cual la agricultura extensiva quizás no fuese posible hoy. Una cara oculta de ese mundo de glamur que recorre el imaginario colectivo cuando se habla de aviones y aviadores.
No sé si eliges o tienes que hacer este oficio. Debo decir que ante las vicisitudes para conseguir empleo cuando terminé mis estudios de aviador, contemplé seriamente esta alternativa, pues el universo de la aviación comercial es, y creo que sigue siendo, un mundo cerrado, elitista, que suele pasar de generación en generación en no pocos casos en nuestro país, y al cual no se accede con facilidad. Quizás fumigar no es más que el destino de muchos, aunque quisiera creer que en otros es una elección.
Hacerlo en avión es una profesión de altísimo riesgo y de pericia milimétrica de la cual depende en buena medida el sustento y la vida. Esa impresión juvenil en el Beaver con Henao, volando rasantes sobre un cultivo de arroz, tiene tanto de adictiva como de peligrosa cuando se practica una y otra vez botando veneno. La más mínima falla en el único motor de estos aviones puede significar no salir con vida. La razón es simple: no hay espacio ni tiempo para resolver los problemas pues los plantíos no son un buen campo de aterrizaje en caso de emergencia y usualmente se repiten unos tras otros en sucesión continua.
Estos seres anónimos se levantan al alba, pues no se fumiga cuando hay viento, ya que  dispersa los productos cuyo único destino ha de ser las plantaciones y no conviene que el sol les evapore muy pronto. Por ello su trabajo se limita a unas pocas horas al día cada mañana. Otean la noche esperando que no llueva al día siguiente, pues tampoco en estas condiciones se puede trabajar, o esperando que el viento les sea favorable. Recuerdo cuando viví en Urabá al inicio de mi vida de aviador, de lo que sin duda hablaré más adelante, el despertar al sonido de las pequeñas aeronaves que empezaban su rutina diaria sobre las hectáreas de banano de la zona con las primeras luces del día.
Acompañemos por un momento estos hombres valientes. No se ponen uniformes relucientes para ir a trabajar, ni recorren pasillos impecables para proceder a su avión ante las miradas de mujeres hermosas que ven su caminar pausado que suscita comentarios en las salas de espera. No, llegan en su moto o su jeep al trabajo, en esa transición del amanecer, a sus bases, para supervisar que se haya puesto el combustible necesario, que los químicos estén en los tanques respectivos, y que las órdenes de vuelo les indiquen cuál finca han de hacer hoy. En la época de Henao no había GPS (sistema de posición global) o nada por el estilo que les diese las coordenadas exactas de los sembradíos y les mostrase con precisión abrumadora si habían recorrido el terreno en su totalidad. Se hablaba de la casa del Dr. X o de la finca Y, lugares que conocían desde el aire como se conoce el mejor rincón de la cama para descansar plácidamente. Con la primera claridad despegan desde pistas marginales con la carga máxima permitida para su avión, pues cada libra dejada atrás significa unos pesos menos que hacer en el día. Se les paga por hectáreas fumigadas. Ese es su primer riesgo, pues siempre están en la margen. Cualquier titubeo o falla menor puede significar no levantar el vuelo a tiempo y quedar maltrechos al final de la pista cuando no muertos, por no tener como retornar para un aterrizaje de emergencia.
El tiempo es oro en este oficio, vil monedas de esas que pesan en los bolsillos. Por ello no remontan los aires a grandes altitudes cuando se dirigen hacia los terrenos que tienen asignados. Conocen cada casa, cada curva del río, como su cara reflejada en el espejo. En la época de Henao, el plantío ponía en tierra unos hombres con largas varas a las que adherían banderas  de colores; esperaban la llegada del avión para demarcarle con exactitud cada una de las franjas que debían recorrer con sus pasadas a ras de las matas, ya fuese arroz, algodón, banano, poco importa que. Estos capitanes dan una mirada rápida al terreno y comienzan la faena. Controlando la velocidad, la altura a ras del suelo, la distancia, entran en una picada cuidadosa y con un cálculo preciso abren la válvula al pasar en medio de esas varas de referencia que se desplaza a cada pasada tras que entrega el riego de la jornada. Así se garantiza que todo el terreno sea fumigado. Pero no hay tiempo que perder. Tras cada aspersión hay que regresar de inmediato, por lo cual los retornos de la pequeña aeronave son verdaderas maniobras dignas de una revista aérea, pues el tic tac del reloj es implacable. ¿Gozan, sufren? No lo sé. La aviación con todo su encanto puede convertirse en una rutina como cualquier otra. Lo cierto es que hacen su trabajo con una precisión de relojería y bien podrían ser pilotos de combate con la habilidad que desarrollan en su ir y venir diario.
Su vida cotidiana está marcada usualmente por el exilio de su mundo familiar, pues muchos viven en zonas apartadas, en campamentos o pueblos olvidados donde no se cría hijos. Algunos tienen una vida nómade, al ritmo de cosechas siempre impredecibles. Pilotos, como Henao, terminaron olvidando aquello que era necesario saber de meteorología, aerodinámica, navegación, regulaciones aéreas, en fin, de todo ese cúmulo de conocimientos de la aviación comercial,  y aprendieron a vivir de un conocimiento instintivo y corporal del vuelo, en perfecta armonía con sus aparatos cuyo menor ruido conocen, cuya reacción anticipan, con una sabiduría que se gesta en la necesidad y la supervivencia. Aquel pase sobre los arrozales de mi tío Paul que hoy recuerdo, me remite a esos seres ignorados.

martes, 25 de enero de 2011

¡VOLE!

Mis recuerdos se confunden en ese caleidoscopio del pasado. Tiendo a creer que aquella mañana memorable en la cual tuve en mis manos los controles de un DHC-2, fue simultáneo con aquel primer vuelo como pasajero en un DC-6 de RAS, a Bogotá, pero algo me dice que no fue así. Quizás fue con motivo de un viaje en carro a esta ciudad, a la casa de mi tía materna, Nelly y su esposo Paul, en un viaje de familia poco después de la muerte de mi padre.

Ocurrió un par de días desde nuestra llegada a esa ciudad, durante un paseo a los llanos que los tíos organizaron para conocer una finca arrocera que habían adquirido cerca de la ciudad de Villavicencio. Habían preparado esta excursión con meticulosidad, como correspondía a unas actitudes de lord inglés de nuestro tío, que mantenía aún en el seno de la familia. Íbamos en dos vehículos para viajar cómodamente hasta la hacienda, situada entre la capital del Meta y la población de San José de Guaviare, un recorrido que tomaría unas seis horas si la carretera estaba buena, según nos anticipó Paul la noche previa. 

            Del viaje en automóvil conservé la asombrosa visión de esa llanura que se perdía en el horizonte, desde páramo de la Cordillera Oriental en el descenso hacia Villavicencio, impresión que nuestro tío manejó como un dramaturgo, pues hizo detener los vehículos varios metros antes de un mirador donde se contemplaba esa vista fabulosa y nos anticipó que veríamos algo nunca imaginado desde ese lugar estratégico de la carretera. Tenía toda la razón. Desde el borde de la vía, en un pequeño risco aplanado que creaba como un balcón, se apreciaba, hasta donde se extendía la mirada, una planicie gigantesca brotando de las estribaciones de esa cordillera imponente por la que estábamos procediendo; esa llanura, sin una sola montaña, estaba salpicada de muchos tonos verdes, más claros cerca de la de cordillera, oscuros más allá y de acentos como azulados en la distancia, donde se cortaba en el horizonte con un cielo azul con pocas nubes, como un manto de selva infinito que producía vértigo. Algunos ríos se insinuaban, como gigantescas serpientes con florestas más tupidas a lo largo de sus riberas. Era una vista impresionante.

-¡Les presento los Llanos Orientales!-exclamó Paul cuando todo el grupo familiar miraba asombrado desde ese lugar privilegiado, haciendo un gesto con su brazo extendido que me recordó las representaciones de los conquistadores españoles en mis libros de historia patria.

-Son mucho más hermosos al amanecer, cuando aparece el sol rojo al fondo en el horizonte y empieza a levantarse la neblina formando parches enormes como algodón entre la selva, que van desgarrándose a medida que calienta la mañana- nos anticipó. Sin embargo, aún en ese momento era precioso. -Y ya verán cómo es una noche, una vez descendamos hasta este paraíso. No caben en el cielo las estrellas- dijo lleno de orgullo.

En el llano el calor no tenía nada de paradisíaco, pues era asfixiante. El aire vibraba, distorsionando las cosas en la distancia. Cruzamos Villavicencio, que me sorprendió pues parecía un pueblo grande, muy distinto a la ciudad que me imaginé antes de conocerlo. No muy lejos llegamos al lugar que nos había prometido. La intensidad del recuerdo de aquel vuelo ha opacado todo recuerdo del lugar donde estuvimos que supongo era  una estancia, una casa vieja de corredor amplio en todo su alrededor y patio central, con techos altos en caña brava y tejas viejas, que se apoyaban en  paredes gruesas de tapia que la mantenían el interior fresco aún en el rigor de las tres de la tarde. No sé, quizás fantaseo, pero ello no borra para nada la esencia de mi recuerdo.

Se bien que aquella sorpresa era efectivamente eso. Algo inusitado, digno de ser vivido. Trataré de no desfigurarlo demasiado.

 Fue en la mañana.  Viajamos en el vehículo mi  hermano Darío, mis  primos Pablo y Carlos, mi tío, no sé si alguien más. El tío mantenía un hermetismo alegre relacionado con la sorpresa. Tomamos el camino en dirección a Villavicencio. A unos pocos kilómetros de la hacienda nos desviamos por una carretera veredal; un letrero pintado a mano decía –si mi recuerdo no me traiciona- que ésta conducía a Totumal. Viajamos unos diez minutos. Después de una curva estrecha, al lado de la vía apareció una ramada alta de grandes postes de madera con techos de zinc, bajo la cual estaban parqueados dos aviones de fumigación y un monomotor Beaver DHC-2 de color amarillo, en lo que sin duda era la plataforma de un campo de aviación que se usaba para fumigar los cultivos de la zona. En esa especie de hangar de piso en tierra con enormes manchas de  aceite secas, había unas enormes canecas a un lado de los aviones. Se veían unos como bancos de trabajo en madera rústica dispuestos al interior de la estructura. Mi tío Paul se detuvo frente a la portada del lugar y oprimió el claxon del vehículo, mientras decía visiblemente satisfecho:

-¡Llegamos!

Un hombre obeso y sudoroso con su camisa por fuera a medio cerrar, con su cabeza cubierta por una gorra de béisbol desteñida y con una barba de varios días sin arreglar, apareció, atendiendo la llamada, caminando alegremente desde una especie de caseta en el fondo de la ramada. Abrió la portada del lugar mientras saludaba amablemente.

-Es el capitán Henao (creo que era su apellido), pionero de la aviación en del Llano – nos dijo. –Él nos va a dar una vuelta en su avión por estas tierras. Su empresa fumiga los campos de algodón de la finca. Ahí donde lo ven tiene más horas de vuelo que muchos capitanes de aviación de este país.

Apenas podía creer lo que estaba escuchando. Literalmente me tiré del vehículo antes de que se detuviesen para ser el primero en saludar a ese piloto singular y para acercarme cuanto antes a los aviones parqueados a sólo unos metros de donde estacionamos. Corrí hacia el Beaver, mientras recordaba a mi otro tío, Toío, en Otú. Distinto a las naves de Aerotaxi que sólo tenían pintura blanca en la parte superior del fuselaje y azul oscuro en la zona del motor, éste estaba pintado todo de un tono amarillo quemado, muy hermoso. Advirtiendo mi excitación el Capitán Henao dijo:

-Serás mi copiloto hoy.

Nos invitó a tomar un café que apenas saboreé pues no podía con mi inquietud. Sólo pensaba en subir al aparato. Nadie parecía tener prisa sin embargo. Después de una eternidad, el Capitán Henao dijo:

-Vamos a hacer el chequeo prevuelo- y me tomó por el hombro para que le acompañara al avión. Una vez al lado derecho del motor, me comentó. –Siempre hacemos este recorrido antes de volar. Empieza acá, en el lado del piloto, revisando el aceite.

Mientras comentaba esto, abrió una pequeña portezuela de acceso y sacó la varilla del aceite del motor para verificar su contenido. Siguió luego por delante viendo el motor de frente y por debajo y tocando la hélice como si le hiciera una caricia; al otro lado, miró otra vez el motor, los broches que sostenían el capó en su lugar y la rueda del tren de aterrizaje derecho; recorrió el ala por delante y por detrás observando en detalle, luego el fuselaje hasta atrás, mientras me explicaba qué estaba revisando. Fue minucioso en la zona de la cola, moviendo suavemente las superficies del elevador y el timón de dirección. Una vez al otro costado del aparato, regresó al punto de partida repitiendo a la inversa el ritual que había hecho al otro lado.

-Vengan que estamos listos - llamó. Abrió la puerta de acceso de los pasajeros y la de cabina, me invitó a subir adelante.

Diferente a las cabinas de los aviones de Aerotaxi que él había visto en Otú, éste tenía control de cabrilla y pedales al lado derecho del copiloto, pues como me explicó el Capitán Henao se usaba para entrenamiento y doble comando, aunque todos los instrumentos de vuelo estaban a la izquierda, al lado del capitán. A mi lado si había unos radios y varios botones con avisos en inglés frente a la silla. Olía un poco a aceite y las perillas y controles tenían un deterioro que hablaba del paso de los años. Los cinturones de seguridad estaban descoloridos. Henao cerró su puerta, nos pidió que se ajustáramos el cinturón y con unos movimientos precisos y rápidos por varias partes de la cabina movió suiches, palancas y botones, que hicieron que se encendieran diversas luces y se avivaran varias agujas en los instrumentos. Tras esas acciones precisas, comentó: -¡Estamos listos!

Después de varios giros lentos y crujientes de la hélice, el motor encendió con un ronquido suave que hacía vibrar el avión. El capitán Henao siguió haciendo ajustes y luego tomó una lista con la cual comprobó varias cosas.

–Es la lista de chequeo-, me dijo, mientras la guardaba en el bolsillo de su puerta. –Así garantizamos que todo está en orden para volar. Ahora voy a hacer las pruebas del motor.

Suavemente permitió que el avión rodara desde la pequeña plataforma en la cual estaba parqueado y con los pedales lo alineó con la pista que hasta el momento no había advertido. Era simplemente un sendero recto de unos doscientos metros, en tierra aplanada que corría paralela a la carretera. La visibilidad era difícil hacia delante, pues la rueda posterior del Beaver hacía que la actitud del avión en tierra fuese con la nariz hacia arriba y no horizontal. Henao movió unas palancas con perillas de colores, ubicadas en el centro del panel en un pedestal y aceleró el motor. Giró unos controles que le hacían cambiar el ruido y la velocidad, mientras verificaba acá y allá. Satisfecho con las pruebas, se puso unos audífonos que tenía colgados al lado de su puerta, dio un último vistazo a la lista de comprobación y comentó: -¡Nos vamos!

El motor de la avioneta fue acelerando al unísono con el movimiento suave de una palanca de control en la cabina. El avión empezó a moverse. En una especie de forcejeo suave con los pies y luego con su brazo izquierdo que controlaba la cabrilla, el capitán dominó el aparato que rápidamente levantó su cola y unos segundos después empezó a despegar del suelo con mucha suavidad. Antes de que terminara la pista estábamos a varios metros arriba, sobrepasando los árboles de la zona, ampliando una vista de esa tierra magnífica como si devolviese el zoom de una cámara. La agitación apretaba mi estómago y mi corazón galopaba a toda velocidad. Miraba hacia afuera y hacia adentro procurando no perder detalle del paisaje y de la manera como se volaba el avión. Me  costaba creer lo que estaba viviendo. Todo era tan distinto desde el aire en movimiento.
 
Nivelamos a solo a dos mil pies del terreno, un poco más de trescientos metros, lo que nos permitía ver detalles y a su vez tener una perspectiva de este territorio magnífico. Identifiqué la carretera por la cual había venido y muy pronto vi la finca en la distancia. Me la señaló Henao, quien asintió mientras levantaba el dedo pulgar de su mano derecha. Me turbé lleno de orgullo. Sobre la hacienda empezamos a hacer virajes mientras le mostraba a al tío la extensión de su sembrado de arroz. Volamos hacia el extremo oriental del terreno. El capitán pidió el consentimiento de Paul, inició un viraje cerrado para volver sobre la finca y descendió rápidamente para sobrevolar a solo unos metros del terreno sembrado de algodón, tal como se hacía durante el proceso de fumigación. Era una sensación magnífica, apasionante, pues la sensación de velocidad antes incierta durante el crucero se tornaba vertiginosa a ras del piso de una manera inquietante pero que delataba toda la magia de estar sobre la tierra, en un aparato que desafiaba la gravedad con tanta propiedad. Terminando el sobrevuelo del predio el piloto haló la columna de mando y el avión subió raudo pegándonos contra las sillas. Una fuerza intensa se sentía en el estómago y en pocos segundos el escenario retornaba a lo pasado cual un acto mágico.

Niveló nuevamente a dos mil pies y una vez estabilizado me dijo: -Bueno joven, llegó el momento de tomar el mando. Me explicó que cogiera suavemente la cabrilla y que pusiera mis pies en los pedales sin hacer ningún esfuerzo.

–Es más suave que una bicicleta. Con la cabrilla controlas las alas para virar y haces que el avión suba o baje moviendo la columna atrás o adelante y con los pedales mueves el timón de la cola. Mira hacia fuera, hacia delante para que sepas como vas. Usa la carretera como referencia, por ejemplo.

Quedé  paralizado de turbación. Era el momento más extraordinario de mi vida. Miré de reojo para cerciorase que no me estuviesen ayudando y temblé feliz. ¡Estaba conduciendo el avión!

-Vira tranquilo muchacho que lo estás haciendo muy bien- dijo Henao. –Viremos por la izquierda. Mientras mueves la cabrilla halas un poco la columna hacia atrás…así, muy bien, suave, tranquilo…Puedes hacerle una leve presión al pedal izquierdo durante el giro. Con cuidado. Bravo, tenés madera de capitán.

Tras unos cuantos giros que hubiese querido prolongar eternamente, la realidad del final de esa experiencia se impuso. Era el momento de volver a aterrizar. El capitán tomó el mando y pronto estábamos enfilados en la aproximación para aterrizar en el pequeño aeropuerto. Desde el aire la pista se veía demasiado corta y angosta lo que no perturbaba al piloto. Había viento que por momentos conseguía que el aparato se atravesara con relación a su eje de aproximación. Henao usaba alternadamente la cabrilla y los pedales para mantener el control, mientras aceleraba y desaceleraba el motor según el avión perdiese empuje en las ráfagas. Era una maniobra de cierta tensión que aumentaba en la medida en que la tierra se iba aproximando y había menos espacio para tomar decisiones. Cuando sobrevolábamos la pista a pocos metros el motor desaceleró y finalmente tocamos la tierra en las llantas del tren principal. La cola bajó prontamente y en unos metros el avión redujo la velocidad hasta casi detenerse. Sentí que había tocado el cielo.

domingo, 23 de enero de 2011

EL DE HAVILLAND DHC-2 BEAVER


Este inigualable monomotor llamado castor para exaltar las bondades de un avión con las características para el trabajo del laborioso animal tan propio de Canadá, realizó su primer vuelo en 1947, ante las nuevas necesidades de desarrollo que surgían de la postguerra y que habían mostrado los usos no imaginados que podía ofrecer el transporte aéreo para la reconstrucción. Desde su origen el Beaver fue pensado como un “bush airplane”, algo así como un jeep de aire para todo terreno, propio para ser empleado en múltiples trabajos y con la capacidad para despegar y aterrizar en pistas mínimas y poco preparadas, es decir con propiedades de aeronave STOL (Short Takeoff and Landing aircraft  o aeronave para despegues y aterrizajes cortos).  Tenía un enorme motor radial fabricado por la Pratt &Whitney canadiense que suministraba 450 caballos de fuerza, potencia suficiente para las condiciones más demandantes. Volaba a una velocidad de crucero de unos 230 km/hora y lograba un alcance de cerca de 700 kms. Miles de aeronaves se vendieron en todo el mundo para las más diversas misiones, desde las militares hasta las humanitarias y naturalmente para el transporte de pasajeros y carga.
En mi infancia era quizás la aeronave más común sobre los cielos de Medellín, pues llegó a componer enteramente la flota de Aerotaxi, subsidiaria de Avianca creada en 1948 para atender las regiones más remotas del país, empresa que llegó a tener un número considerable de estos aparatos. Recuerdo con nostalgia el sonido inconfundible de su motor a las seis de la mañana, al levantarme para el colegio, cuando una flota de varis de estas naves despegaba del Olaya Herrera una tras otra, para ir y venir durante todo el día, contribuyendo en cada trayecto con la lenta modernización de nuestro país, cuyas carreteras eran infames. La siempre acompasada explosión  de cada uno de los pistones de su motor radial, que cantaba en una frecuencia ni muy sorda o muy aguda, aún resuena en mis oídos y podría reconocerla en mi nostalgia sin lugar a equivocarme.
Desde los pueblos más inaccesibles como Santa Rita de Ituango, Urrao, Bahía Solano o Turbo, hasta ciudades como Manizales o Ibagué, estos incomparable burros de trabajo conectaban nuestra ciudad, como lo hicieron desde las bases de Barranquilla, Villavicencio, Bucaramanga, Cúcuta, Montería, Cartagena y El Banco para cubrir prácticamente todo el país. El desarrollo posterior de Aces en los años setenta evoca decididamente aquella operación pionera, pues no sólo el director comercial de esos inicios, Enrique Castañeda,  había desempeñado el mismo cargo en aquella empresa, sino que igualmente muchos de los pilotos, Jaime Perez, el siempre sonriente Gordo Fernández, Jesús Villalobos, el capitán Jaimes y otros cuyos nombres he olvidado, revivieron su vida pasada en el digno sucesor que fue el Twin Otter fabricado por esta misma empresa.
Durante la denominada época de la violencia, fueron cientos los heridos transportados en funciones de ambulancia por los Beavers, salvando incontables vidas.  En la zona cafetera de Tolima, durante las cosechas, se improvisaban pistas que permitían sacar los bultos de café, en maniobras imposibles que narraban con no poco orgullo mis compañeros de trabajo. La operación de aquella mañana en Otú era un sencillo vuelo de rutina sin duda para un piloto que tal vez había enfrentado situaciones límites en más de una ocasión en un país agreste y premoderno como el nuestro. Mi admiración sin embargo es tan vigente hoy como en aquella mañana esplendorosa.