Vuelvo brevemente hoy sobre algo que narré en mi libro “¿Aces o Deshaces? Historia de una desintegración”, el ingreso a Aces. Hasta hace poco tiempo solía creer que había sido solamente un golpe de suerte. Una mujer a quien hoy admiro por su saber me dijo recientemente, que más que la buena fortuna, ello se debió a escuchar la voz interior, murmullo esquivo que suelo desoír con consecuencias funestas no pocas veces.
Llevé mi hoja de vida a la sede ubicada entonces en la calle Caracas en un bello caserón que aún se conserva casi intacto. La secretaria de gerencia que la recibió, no me dio mayores esperanzas. Sin embargo unos días después me llamó para solicitarme darle clases de inglés a algunos empleados que estaban dispuestos a conformar un grupo, pues mi calidad de profesor era una de las pocas referencias que acompañaban mi exiguo currículo de trabajo. Acepté de inmediato, entre un torbellino de sentimientos de esperanza e incetidumbre. El jefe de pilotos de entonces, el Capitán Jaime Pérez, hizo parte de los alumnos. Por su deseo de profundizar en el campo técnico del idioma acordamos hacer dos clases a la semana en su casa revisando los manuales de las aeronaves, escritos en inglés. Una tarde durante la clase le comunicaron telefónicamente de la renuncia de uno de los copilotos de la empresa quien se retiraría de inmediato. Este suceso imprevisto me concedió la iniciación al día siguiente del curso de tierra –la parte teórica de formación de todos los tripulantes- para volar como copiloto del Heron DH 114, uno de los cuatro aviones de la compañía, noticia que recibí con un frío punzante en el estómago y una incredulidad cuya evocación me estremece.
Es septiembre de 1976. La aviación que se practicaba en Colombia, con excepción quizás de Avianca y Sam, empresas muy profesionales y auto reguladas, era incierta. La Aerocivil estaba estancada veinte años atrás. Su director de operaciones de entonces, el Mayor Hurtado, un costeño enorme, con un vozarrón que retumbaba por los corredores de las oficinas en Eldorado, decidía sobre lo que estaba bien y el mal entre las innumerables cosas que pasaban por sus manos, con una arbitrariedad imperturbable como si fuese un señor feudal. Un reglamento aeronáutico de páginas amarillentas daba unas pautas vagas sobre el quehacer, expresión de un país que empezaba el espinoso camino hacia la modernidad. Mi entrenamiento inicial y aquella operación de antología son la viva expresión de la época.
El curso teórico me lo dictó Guillermo Gómez, el director de mantenimiento de la empresa, un hombre de sonrisa presta y alegría contagiosa. ¡No había un manual de operaciones del avión, por lo cual mi cuaderno de notas que luego pasaba cuidadosamente en casa a limpio, fue mi primera guía de aviador civil! Hoy sería inconcebible algo así. Tras una semana de aprendizaje de datos de toda índole, velocidades, temperaturas, presiones, revoluciones y de comprender el funcionamiento de los diversos sistemas que componen una aeronave realicé mi entrenamiento de vuelo en este aparato singular.
El Heron, precursor del Saunders ST 27, marca de los otros tres aviones de la empresa, había sido diseñado por la De Havilland inglesa hacía 1950. Originalmente estaba equipado con motores Gipsy Queen. El que iba a operar había sido adquirido del Banco Nacional de México, y estaba modificado con cuatro motores Lycoming GSO 480 de mayor potencia, sin duda para operar en las exigentes condiciones de la topografía mexicana. En Aces le apodaban “El Jumbito”, pues tenía una giba en su cabina que tenuemente rememoraba el majestuoso Boeing 747. Para mi era, no había duda, un verdadero Jumbo, que transportaba 19 pasajeros, requería una auxiliar de vuelo, guardaba el tren de aterrizaje y permitía caminar erguido por su pasillo. Era un tanto extraño: contrario a todas las aeronaves que volé, sus frenos eran operados por aire y no hidráulicamente, con un dispositivo de bolsas que se inflaban para oprimir las bandas y detener las ruedas principales. No se activaban con los pies, otra rareza, sino con una extraña palanca en la cabrilla del piloto, que al oprimirla lanzaba una bocanada de aire a presión como cualquier camión de escalera. La rueda de nariz no tenía gobierno, se alineaba con la dirección del viento o de rodaje por la inclinación hacia atrás que tenía el brazo donde estaba suspendida. ¡Ah los ingleses! Frenar y virar podía ser un verdadero reto para los capitanes recién entrenados, en particular en aquellas pistas de la época de anchura mínima. En dos oportunidades nos atascamos en las lagunas en que se convertían las zonas de seguridad de esos aeropuertos rudimentarios en invierno, durante la maniobra de giro de 180° antes de despegar.
Su cabina era un desorden de instrumentos agregados, incluido un radar meteorológico que mantenimiento jamás logró hacer funcionar a pesar de todos los intentos hechos y las consultas al fabricante. Pero el cuerpo es sabio y el enamoramiento todo lo puede, por lo cual muy pronto dejó de ser ajeno para convertirse en un espacio propio que me deparó momentos magníficos.
¡Qué aviación aquella! La pericia era la clave. Existía una pista en particular, Los Planes, de la Frutera de Sevilla que yo ya conocía y que entonces era el aeropuerto de Apartadó. Su longitud era de unos 800 metros, pavimentados por fortuna. Era la distancia mínima para entrar y salir. El “procedimiento” de despegue hecho en casa, era siempre un albur. Rodábamos hasta recorrer el último centímetro disponible para salir. Una vez en la cabecera, la potencia de sus cuatro motores se aplicaba a fondo y se dejaban los flaps –aletas sustentadoras para despegues y de freno para aterrizar situadas en el borde de salida de las alas- en posición arriba, para que no ocasionaran resistencia. Cuando se alcanzaba la velocidad mínima de control, Vmc en el argot técnico, los copilotos informábamos en voz alta y bajábamos los flaps una posición para permitir el despegue con la velocidad mínima segura. La pista iba agotándose con rapidez a cada segundo que transcurría en cada carrera loca y cuando estábamos en máximo peso, los capitanes halaban la cabrilla para tomar vuelo cuando gritábamos “¡la cerca!”, con lo cual queríamos decir que la pista estaba a punto de acabar y si no levantábamos vuelo nos llevaríamos por delante el cercado de alambre que delimitaba el terreno de ese aeropuerto tan peculiar. Un respiro de alivio acompañaba cada salida, cuando despegábamos en estas circunstancias con altas temperaturas muy propias de ese clima tórrido, que afectaban el rendimiento de nuestro aparato.
Todo tenía un sabor de aventura, como aquellos descensos en Urabá, prácticamente sin ver un ápice, en la que denominábamos la época del humo, pues las quemas de vastas extensiones de terreno a principios de año por los campesinos para resembrar, dejaban medio país sumido en una leche amarillenta que olía a leña de diez mil pies hacia abajo. Los incontables enfermos y heridos que tuvieron una segunda oportunidad sobre la tierra cuando les transportábamos me producían una gran ansiedad por la gravedad en que solían llegar a los aeropuertos para buscar una atención en Medellín. Unos cuantos murieron en el camino con su esperanza frustrada y la única ventaja de estar más cerca a Dios.
En alguna ocasión en un vuelo Turbo-Medellín en el cual era copiloto Azael “el Gordo” Gil, -un hombre que quizás no tuvo enemigos en su vida por su permanente buen humor, su sinceridad espontánea, sus bromas oportunas-, se sintió una fuerte vibración durante el ascenso en el motor número tres. Fue necesario apagarlo para evitar un daño mayor. No habían terminado el procedimiento, cuando la auxiliar del vuelo, Alicia Díaz se acercó a la cabina y preguntó si podía decir algo sobre el motor: atónitos los capitanes le miraron. Sin esperar respuesta les dijo que en su opinión se había partido una de las cuatro palas de la hélice. Le pidieron que se sentara nuevamente. Azael consideró que era posible, por lo cual con la autorización del comandante empezó a darle toques al botón de arranque para con cada giro inspeccionar desde cabina cada una de las cuatro palas. Y efectivamente, para sorpresa de ambos esto había sucedido. Al aterrizar en el Olaya Herrera lo primero que hicieron una vez desembarcaron los pasajeros fue preguntarle a Alicia por qué se le había ocurrido esta idea afortunada: “Muy simple, capitanes”, dijo de manera candorosa, “ayer nos pasó lo mismo en Quibdó en un Saunders con el Capitán Pérez y por eso aprendí, aunque esa fue más peligrosa porque pasó en pleno despegue”. Volteó su precioso cuerpo de mulata y salió con la cabeza en alto. Ese era el estado de cosas siempre impredecibles de la aviación regional de aquella época.
Esta aeronave fue retirada de servicio cuando ya volaba el Twin Otter debido a la fatiga de la viga principal de una de sus alas, cuya reparación era tan compleja y costosa que no tenía sentido hacerla. Recuerdo aquel bello ejemplar abandonado muy cerca de la escuela de aviación. Verlo allí en ese ocaso absurdo de los aviones me transportaba a momentos hermosos.
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