¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

sábado, 23 de abril de 2011

EL CRM - CREW RESOURCE MANAGEMENT


El error es ubicuo e inevitable. Se filtra por las hendijas más insospechadas cual si fuese gobernado por un hado artero que contempla imperturbable su progreso.  En la aviación, es el resultado de las limitaciones del desempeño humano durante la operación en un sistema complejo y dinámico. Esta realidad perentoria es la fuente del CRM, una actividad originalmente conocida como Cockpit Resource Management –Gestión de recursos de cabina-. Un nombre que muy pronto evolucionó hacia Crew Resource Management, para resaltar con la palabra “Crew” la necesidad de superar el ámbito del puesto de mando en el estudio del error e incorporar a los demás actores del sistema, Auxiliares de Vuelo, Controladores, Técnicos, Personal de Tierra, cuyo desempeño positivo o negativo tiene impacto en la seguridad del vuelo.

Sus orígenes se remiten a un seminario convocado por Nasa en 1979, -“Resource Management in the Flight Deck”- un encuentro de múltiples interesados, aerolíneas, autoridad aeronáutica, especialistas varios, ansiosos por desentrañar las causas no visibles de los accidentes aéreos. Fue motivado entre otras razones, por el que sufrió un DC-8 de United Airlines en Portland en el año previo al evento, que mostraba un patrón con desastres similares. Esta aeronave cayó a .6 millas del aeropuerto tras agotar todo su combustible mientras la tripulación procuraba resolver una falla en el tren de aterrizaje. El comandante de la nave desestimó las observaciones poco enfáticas del copiloto y el ingeniero de vuelo sobre el estado del combustible. El molde parecía obvio: los errores mostraban fallas en la comunicación interpersonal, en la toma de decisiones, la conciencia sobre la situación, el liderazgo del capitán, como en otras ocurrencias que no ameritaban un desenlace fatal.

Las principales publicaciones especializadas que llegaban a Aces muy pronto hicieron eco al diseño e incorporación que United Airlines realizó de un programa de entrenamiento para sus pilotos. Éste cual buscaba cambiar los estilos individuales de liderazgo y ejercicio de la autoridad de los capitanes y las deficiencias en el comportamiento del resto de la tripulación que impedían una toma de decisiones asertivas. Muchas aerolíneas siguieron prontamente el ejemplo.

Para algunos de nosotros, pilotos jóvenes que compartíamos estas lecturas, fue una iluminación. La empresa ya cargaba con el horror de algunos accidentes contra las montañas, agujeros negros que se tragaban cualquier explicación racional, pues al no disponer de grabadoras de vuelo y voz en los Twin Otter –las famosas cajas negras- nos debatíamos en un mar de suposiciones que no daban descanso a las preguntas abiertas. Fue inevitable ver en el CRM una oportunidad para enfrentar algunas de nuestras dudas. A pesar de que comprendíamos la ruptura cultural que implicaba cuestionar la hasta entonces absoluta autoridad de comandante, decidimos enfrentar el reto ante la permanente corroboración que daban las investigaciones de una deficiente administración del vuelo en la siniestra consumación de muchos accidentes.

Era irreverente. Proponer a hombres que nos sobrepasaban en 20 o más años, que la manera como habían conducido sus aeronaves y que hasta entonces les había salvado la vida quien sabe ante cuantas adversidades, merecía ser reconsiderada, era una afrenta inadmisible. La racionalidad y el trabajo en equipo que debía gobernar la conducción del vuelo, y que estábamos tratando de entender como un principio necesario, amenazaba lo más íntimo de lo que hasta entonces se había manifestado como una verdad incólume: “lo que sucede en la cabina, en la cabina se queda”. Reclamar que era necesario auscultar ese espacio y peor aún, proponer temas como una comunicación generosa de intenciones del vuelo, la búsqueda de opciones en conjunto, compartir lo que se planea hacer, era cuestionar a semidioses que a lo largo de treinta o más años habían superado adversidades sin consejo, sin remordimientos, con la satisfacción de haberlo logrado. Había notables excepciones, pero no era la regla. Esta propuesta tenía visos de una perversión de muchachos impertinentes, en un medio autosuficiente y sólido, que se fracturaba al poner de presente a seres humanos falibles, que sólo al tenor de golpes de buena suerte, de una habilidad a toda prueba, de instinto, había sorteado las situaciones más diversas. Era un enfrentamiento generacional y desmedido para aquella época que no tenía los contextos de la universalidad, de la interconectividad, de la información instantánea que tanto amenaza la intimidad pero que también propone abrir la mente a opciones no previstas que hoy ofrece Internet. En el mundo desarrollado, cuyos avances nos llegaba con ecos tardíos a través de las revistas de aviación; la discusión parecía tener otro tono, más racional quizás, ante sistemas culturales más sólidos e institucionales, y con una distancia de poder menos apabullante. Pero acá se configuraba una pugna de poderes y de concepciones contrapuestas. De no haber contado con el respaldo de un hombre sabio, el proyecto habría estado condenado al fracaso.

Se me encomendó la tarea de comentar la iniciativa con nuestro presidente de entonces: Jorge Restrepo Palacio. Nada en su figura dejaba presentir el portento de su inteligencia y sensibilidad. Tras una seriedad que preservaba su intimidad aparecía, a las primeras palabras, un ser humano recto, amable, cosmopolita. Sus pausas meditativas las prolongaba saboreando su pipa, inspiradora permanente; emitía breves bocanadas de humo que hacían cabriolas danzantes de mil formas al salir de aquel pequeño barril, como antesala para reflexiones agudas y cuestionamientos paradójicos que estimulaban la búsqueda de nuevas formas de ver los problemas. Aquella tarde del encargo canceló buena parte de su agenda, pues recibió con entusiasmo mis torpes enunciados preliminares del programa y  quiso conocer todos los detalles y dar sus propias interpretaciones a lo que presentía como un conflicto positivo y necesario.

Creamos, con su apoyo, un curso en colaboración con un equipo de psicólogas quienes habían trabajado para la empresa en los procesos de selección de pilotos. Dos mujeres jóvenes y entusiastas del emprendimiento. Al mirar hacia atrás advierto que era una aproximación tímida, demasiado psicológica y un tanto abstracta para los resultados que esperábamos. No había entonces NatGeo y sus “Catástrofes Aéreas”, o programas similares que pusieran de presente cómo la tripulación de vuelo se había visto comprometida en los accidentes. Internet estaba en sus albores, de manera que recabar información en esa enciclopedia en desarrollo era tortuoso y enigmático. Sin embargo las primeras investigaciones de la Universidad de Texas, con la agudeza del Dr. Bob Helmreich, ya nos hablaban de un ser humano que terminaba por contribuir con sus actos, poco racionales e incomprensibles, con el resultado nefasto del vuelo. Ello nos animaba en nuestro empeño.

Elegimos en la primera etapa del programa un accidente que nos hablara localmente. El del Avianca 052 en Nueva York, un Boeing 707 que se estrelló en Cove Neck sin un suspiro de combustible. Recreábamos en lo posible, con un proyector de acetatos y esquemas hechos a mano, aquel evento angustioso y buscábamos afanosamente en las discusiones, que salieran a flote los temas que queríamos cuestionar relacionados con las fallas de comunicación, en la toma de decisiones oportunas, y los obstáculos ante la reverencia de la autoridad del comandante y de los controladores. Nuestras colaboradoras procuraban conectarse siempre con una charla incluyente sobre los factores humanos que allí se delataban, en torno a la relación dinámica y compleja entre los pilotos con otros seres humanos, -los controladores y el equipo de tripulantes, en este caso dramático-, con el ambiente adverso que enfrentaron, con los procesos y procedimientos de cabina y con el propio avión como un actor más del drama. Era el todavía vigente modelo SHEL, – compuesto por Software o los conocimientos y la cultura, Hardware o las máquinas y sus componentes, Environment o el medio ambiente y su dinámica y otros Liveware, o los demás seres humanos comprometidos-. Fue encontrar pistas claras de cómo poner en el contexto del vuelo los dramas que muchos seguramente ya habíamos experimentado.

Como remate al curso proyectábamos la película “Siete Hombres en Pugna”, creyendo que al ilustrar lo que implica un punto de vista y las certezas que construimos entorno, pueden ser un profundo mentís de la realidad. No había accidentes de aviación que proyectar en esas recreaciones magníficas que hoy me conmueven; era una transposición de escena que esperábamos dejara una espina en el corazón. Había cierta ingenuidad de nuestra parte, pero nos sentíamos respaldados por un líder racional, humanista, que nos ponía un faro al frente al que no podíamos defraudar y quien en aquel primer curso en el Hotel Intercontinental había hecho la introducción del programa –como lo repitió varias veces- dándole un apoyo que a lo largo de los años permeó la cultura de la empresa de una manera aguda.

Nunca estuvo exento este programa de entrenamiento de hondos conflictos en particular con los pilotos más antiguos e inclusive con algunos instructores de vuelo. Hubo comandantes que en la privacidad de sus cabinas hacían mofa de lo que denominaban psicología barata que a ellos no les convenía. Por otra parte capitanes como Félix Martínez, Rafael Sánchez, Edilberto Santacoloma, Mauricio Arango, entre otros, nutrieron con su creatividad y ejemplo la evolución y transmisión del CRM. El férreo apoyo gerencial permitió siempre paliar sus consecuencias. La incorporación de estas prácticas en la evaluación del desempeño de los pilotos en simuladores y chequeos en ruta y su propio desarrollo siguiendo los pasos de las aerolíneas estructuradas y los estudios académicos cada vez más nutridos, me atrevo a creer que permitieron atrapar de manera oportuna cadenas de error que hubiesen conducido hacia un desenlace indeseado.

Años después el CRM se convertiría en un requisito recurrente de entrenamiento de los empleados operativos de todo el sistema aeronáutico mundial, evolucionando hacia aproximaciones cada vez más certeras e incorporándose a los procedimientos estandarizados de operación –los denominados SOP- de las diferentes cabinas con sus peculiaridades.  Otros sistemas de transporte, el ferroviario, la marina mercante, lo incorporaron a sus propios entornos. La evolución hacia la automatización de las cabinas fue mucho menos traumática de lo que se insinuaba ante las exigencias de adaptación que proponían las aeronaves cada vez más autónomas. A lo largo de treinta años con cinco o seis generaciones de desarrollo de este enfoque de los factores humanos en la aviación, su pertinencia pocos la cuestionan. Haber vivido esta transformación desde sus orígenes incipientes ha sido una de las experiencias más estimulantes de mi oficio.  

domingo, 17 de abril de 2011

LA SILLA IZQUIERDA


No existe quizás en la vida de un aviador o en la de ese otro oficio ancestral, el de marino, un hito más significativo que el de ocupar la silla izquierda de la cabina de una aeronave o el puesto de mando de un buque mercante: el asiento del Capitán, del comandante.  Cualquier otro ascenso en la vida profesional no se compara con éste. Es el reconocimiento a una madurez en el oficio que permite a quien llega a este cargo, asumir la responsabilidad final –con todas sus consecuencias- sobre el destino del vuelo o de la navegación, de sus pasajeros, del aparato que se le ha confiado, para bien o para mal. La ley le protege y obviamente le juzga.

No en vano la literatura o la realidad ciega nos han brindado las epopeyas de un Capitán Ahab, obsesionado en alma y cuerpo por Moby Dick, esa ballena blanca que persigue con una tozudez que nos ofusca y que finalmente nos lleva a amarlo en su soledad, como un Hamlet que no puede huirle a su destino; o la de Amelia Earhart, que se despide del mundo sin dejar huella en esa empresa imposible que se impuso mas allá de toda racionalidad para la época. La responsabilidad adquiere, al asumir esta posición, la contundencia de las buenas o malas decisiones, como en el caso del Capitán Van Zanten, ese ídolo destronado de KLM, tras embestir con su B-747 otra nave similar en el aeropuerto de Los Rodeos, aquella mañana fatídica que dejó más de quinientos muertos.

Existe en los reglamentos aeronáuticos unos mínimos para optar por esta posición en términos de horas de vuelo, tipo de avión volado previamente, calidad de la experiencia, pero finalmente, son las aerolíneas las que toman esta decisión crítica con base en la hoja de vida de los tripulantes y el concepto de sus instructores de vuelo y evaluadores, del sinnúmero de eventos de formación que transcurren a lo largo de su vida en la empresa, pues los chequeos de competencia son recurrentes, tanto en la práctica como en el aula de clases.

La rápida expansión de Aces estaba requiriendo capitanes a un ritmo inusitado. El requisito mínimo era alcanzar 3500 horas de vuelo para ser considerado por un comité técnico que evaluaba la hoja de vida, contrario a las 7500 que algún momento propuso el Capitán Molina y que por poco ocasiona una crisis en la empresa. En marzo de 1981, el Capitán Jaime Pérez me comunicó aquella decisión comprometedora,  motivo de incertidumbre y gozo ante el cambio y el reto que avizoraba.

Conocía bien el avión en mi calidad de instructor teórico y la vida transcurrida como copiloto había sido rica en aprendizajes ante la destreza de muchos de los pilotos con quienes compartí la cabina, de generosidad arbitraria conmigo varios de ellos.  Las dificultades de la operación de aquellos años eran una escuela natural en la que superamos malos tiempos, pistas en condiciones deplorables, ocasionales problemas técnicos, que iban formando nuestro juicio y criterio.

Los riesgos propios de la operación mal llamada VFR –reglas de vuelo visual- en el enjambre de valles y montañas de nuestra topografía andina con una clima tan voluble y desmesurado, que se debían enfrentar con el incipiente soporte de las pocas radioayudas de esa época, era un motivo de desazón que se combatía con un conocimiento desde el aire del terreno a toda prueba. Los mecanismos de defensa colectivos crearon un “juego” que consistía en apostar el pago del almuerzo en el que incurría quien se equivocase en reconocer un pueblo, un río, un pico con su elevación. En las regiones más deshabitadas, la selva chocoana, los llanos orientales, una finca, un techo vistoso por su color, eran las pistas que se debían identificar, cual las migajas de Hansel y Grettel, y que buscábamos afanosamente para garantizar que estábamos en el curso correcto. Ese era el tipo de legado, pilar informal de una cultura informal pero sabia, que debía proteger en el futuro nuestra autonomía. 

No obstante este paso enorme dejaba presentir nuevas ansiedades. El piloto era quien conducía la nave en tierra. El Twin Otter tenía un extraño dispositivo para el giro de la rueda de nariz, una especie de bastón que sobresalía al lado izquierdo de la cabrilla, el cual al desplazarse hacia arriba o hacia debajo de su posición central movía dicha rueda a derecha o izquierda respectivamente. Era un ensamblaje totalmente mecánico de cables y poleas, un verdadero dolor de cabeza para todo piloto nuevo por su peculiaridad y sensibilidad. Si a ese extraño dispositivo se sumaba los frecuentes barriales de muchos de nuestros aeropuertos regionales de la época, el riesgo de terminar fuera de la pista era una pesadilla recurrente. Sentarse al otro lado de la cabina daba por otra parte una perspectiva extraña al mundo circundante. Lo que antes se hacía con la mano izquierda pasaba a la derecha y el cuerpo todo resentía es nueva polaridad. La idea de que las decisiones fundamentales sobre el vuelo dependerían de mí finalmente me azoraba, más aún ante el ingreso de copilotos con muy poca experiencia que llegaban a la empresa en ese ritmo alocado de crecimiento. Tuve frecuentes dudas sobre mi competencia para lo que veía hacia adelante.

Mi instructor fue el Capitán Gustavo Restrepo. En los colectivos humanos los motes son implacables. Se le llamaba a sus espaldas “Caretabla”, pues la risa le era esquiva, las emociones parecían flores de desierto en su vida. Su formalismo y rigidez lo distinguían de ese colectivo de bromas pesadas, chistes de doble sentido y anécdotas fantásticas que alimentaban la autocomplacencia colectiva. Nadie podía objetar su profesionalismo, solo se le reprochaba su distancia.

El entrenamiento tuvo lugar en Cali. No había simulador de vuelo para formar a los pilotos, lo que implicaba hacerlo en el avión en las noches al finalizar el itinerario del día. Los riesgos implícitos al realizarlo de esta manera se compensaban con extensas conversaciones previas al vuelo, durante las cuales se discutía en detalle cada una de las maniobras que era necesario practicar. El Capitán Restrepo era meticuloso y exigente, evaluando sutilmente el conocimiento de sus alumnos en esta fase diaria del entrenamiento. Fueron seis horas de adiestramiento durante las cuales el avión se llevaba a sus límites de desempeño. Recuerdo maniobras como los virajes escarpados de 45º de banqueo con giros de 360º para probar coordinación visual y motriz y un manejo habilidoso; o las pérdidas de sustentación, que demandaban reducir la velocidad de manera controlada con la potencia en cero, para luego levantar la nariz de la nave con el fin de forzar que viento relativo se separase de las alas produciendo un abrupto desplome, que se recuperaba sin perder altura ni cambios de rumbo, aplicando de inmediato los aceleradores y controlando la actitud, acciones que exigían concentración y sincronía. La nobleza y versatilidad de esta máquina quedaba grabada en el cuerpo y en la mente durante esa fase del trabajo de aire.

El entrenamiento en la pista exaltaba aún más su mutabilidad. Las mínimas distancias en las cuales era posible despegar o aterrizar en las operaciones de máximo rendimiento eran un canto a la creatividad humana expresada en el diseño del Twin Otter. La fallas simuladas de motor, reduciendo uno de sus aceleradores en una y otra condición,  y que se perfeccionaban hasta el cansancio, brindaban confianza frente a una de las situaciones más indeseables aunque remota, en la vida de un aviador: la falla de una turbina en la fase de rotación durante un despegue. Al terminar cada jornada mi instructor hacía un escrupuloso repaso de lo que habíamos hecho, señalaba mis errores y aciertos, para finalizar con la tarea para la noche siguiente que debía preparar. Las seis horas de vuelo del programa estipulado me dejaron preparado para el chequeo final ante un inspector de la Aerocivil, el cual se llevó a cabo  entre Bogotá y Mariquita un día después de sortear esta fase de manera satisfactoria. Las exigencias pacientes pero firmes del Capitán Restrepo para domesticar mis torpezas permitieron que el chequeo final fuese un simple requisito, pues sentí que la mirada del funcionario de la autoridad no tenía la agudeza a la que me había acostumbrado en los últimos días. La serenidad de mi instructor esa mañana haciendo las veces de mi copiloto durante la hora y cuarenta minutos que duró esta evaluación fueron un reto para no traicionar su confianza.

Tres años después sería promovido al cargo de instructor de vuelo de este avión. La huella persistente de esta experiencia en su rigor, en los cuidados que eran imprescindibles para no tener un accidente lamentable en estas lides, fue una herencia a la que procuré siempre hacerle honor. 

martes, 12 de abril de 2011

EL NARCOTRÁFICO Y LA DÉCADA DE LOS OCHENTA


Aún es joven la penúltima década del siglo veinte. Estamos en el aeropuerto Olaya Herrera. El honorable representante suplente a la Cámara de Representantes, Pablo Emilio Escobar Gaviria se pavonea al bajar de su jet privado en la parte norte de la plataforma, con su corbata estrambótica que riñe con su figura torva, ante la cohorte de sus áulicos servidores. Rinden pleitesía a su señor quien les guiará en el proyecto de país que ya está en curso. No nos imaginábamos aún quienes contemplamos esta escena, que las bombas y el horror colectivo nos esperaban en el camino sólo un par de años después.

            En un abrir y cerrar de ojos, la ciudad de Medellín se deslumbró con la proliferación de autos lujosos BMW, Mercedes Benz, Audi, Camaros y camionetas hasta entonces desconocidas de vidrios polarizados que ocultaban sus interiores. Una nueva población femenina desafiante y lujuriosa, compraba a manos llenas los artículos más costosos cual si fuesen baratijas. “Es el empuje paisa”, dijeron algunos, procurando ocultar una verdad que viajaba de boca en boca y que susurraba temerosa de dónde provenía esta bonanza abrupta y agresiva, que se procuraba ocultar tras imágenes de Robin Hoods modernos que ladinamente estaban construyendo sus emporios y reclutando las bases sociales más diversas, para sostener su poder y sus ejércitos privados.

            El horror no se haría esperar. Una creciente de sangre se desbordó por el país llevándose consigo a Rodrigo Lara, Jaime Pardo, Guillermo Cano, Héctor Abad, Luis Carlos Galán, entre muchos otros, a cientos de policías y ciudadanos anónimos, víctimas de disparos y bombas en esa orgía de dinero a raudales, pavor, violencia innombrable y ambición.

            La aviación estuvo desde siempre en el centro de este huracán de destrucción ciega. Era en primera instancia un símbolo de poder que se le disputaba a las personas adineradas del país quienes hasta entonces eran los únicos que podían acceder a este lujo de élite. Turbo Commanders, Beechcrafts, jets privados Cessna y Falcon, empezaron a proliferar en los aeropuertos más importantes. Pero los aviones eran también propicias herramientas de trabajo para el transporte de la droga ya procesada que aún no había contaminado de manera rotunda las tierras de Colombia. Una flota heterogénea bimotores se fue configurando para ira a recogerla en Perú y Bolivia, primera etapa de su viaje hacia los ansiosos consumidores finales de Estados Unidos, dispuestos a pagar una fortuna por ese paraíso efímero. La aviación, por otra parte,  fue blanco de esa horrenda barbarie en esta década perdida, pues sin duda Escobar y sus aliados sabían perfectamente la exposición y el impacto que tendría un atentado provocado por ellos al medio más seguro del transporte, un acto que además debía provocar la muerte de César Gaviria, según se presume: en el año 1989 el vuelo 203 de Avianca explotó sobre la sabana de Bogotá a pocos minutos de haber despegado hacia Cali, con una bomba programada a bordo. Un mediodía aciago fui adolorido testigo en la oficina de Control de Vuelos, del momento en el cual le dieron la noticia a Luis Ossa, piloto de nuestra empresa y hermano del comandante de este fatídico vuelo.

            Como es obvio, los pilotos que practicaban la aviación de potrero eran el perfil perfecto para ser los tripulantes de sus naves. Estaban entrenados y como se vio pronto, dispuestos muchos de ellos para correr el riesgo de volar toda una noche y aterrizar en pistas abiertas en la selva peruana, iluminadas por antorchas y por los faros de los vehículos que les esperaban con la preciosa mercancía; retornaba triunfantes y ufanos por su hombría y por el dinero que acababan de ganar, que superaba por cuatro el salario de un mes en las aerolíneas.

            Era un mercado sin escrúpulos. Los capos en ascenso mandaban un emisario que te aproximaba o llamaban a las casas ofreciendo estos vuelos como se ofrece un regalo. Nadie supuestamente iba a saberlo, aunque era un secreto a voces que gozaba de la complicidad de funcionarios, autoridades, militares, políticos, pues un cáncer de esas dimensiones se había extendido con rapidez y sin mesura. Muchos pilotos cedieron a esa tentación, algunos inclusive realizando este trabajo en simultánea con su oficio de fachada respetable. Varios murieron en el intento, dejando el rumor de haber sido derribados en Brasil o Perú, por una mala transacción. “El negocio se calló”, se decía entonces con una frialdad aterradora.

            Vi la danza viperina de sus tentáculos seductores en los hoteles de Miami cuando aún estaba en Tampa. En dos ocasiones arribaron a la puerta de mi cuarto de hotel hombres que me llamaban por mi nombre, solicitando con un hablar almibarado y artificioso que llevase un paquete a Medellín, diligencia que no significaba ningún riesgo –“pues ya todo está arreglado, usted sabe capitán”-  y que sería generosamente recompensada a mi llegada. Repuestos para un avión varado o cualquier sandez por el estilo, eran las frases que buscaban la complicidad sin retorno en la cual cayeron muchas personas. La recepción de estos hoteles se veía frecuentada por mujeres teatrales que buscaban los pilotos de las diversas empresas, emisarias de ese submundo en desarrollo que requería del movimiento de dinero y otras porquerías propias de la transgresión. 

            Escuchábamos en los tiempos muertos del aeropuerto cerrado, muchas de sus historias que nos atrapaban con el hechizo de lo prohibido, del riesgo que se toma hasta bordear la muerte. Hablaban de aeronaves que fue necesario incinerar en plena selva a mitad de la noche porque se había averiado durante el aterrizaje de tal forma que hacía imposible el regreso. Daban detalles de la manera como se acondicionaban los aparatos con tanques adicionales de gasolina instalados artesanalmente en la propia cabina despojada de asientos, con bombas eléctricas que se accionaban para llevar el precioso líquido hasta los motores una vez se agotaban los tanques del avión, logrando así la autonomía que exigían estos vuelos locos. Mostraban un mundo de sobornos, de huidas desesperadas y obviamente de dinero a montones con cifras que sobrepasaban cualquier proporción. Aquellos que definitivamente eligieron esa vida asumieron una actitud prepotente que delataba su mirada despectiva en los encuentros inevitables en los aeropuertos, bien al cruzar en sus ostentosos vehículos recién adquiridos o inclusive al abordar sus propias aeronaves cuando alcanzaron la calidad de empresarios en ese mundo hostil.

            Fue la década del crecimiento de Aces, pero también del concordato que la salvó de la quiebra. Enrique Castañeda, el director comercial de esa primera etapa, inspirado por su trabajo previo en Aerovías llevó la empresa a cubrir prácticamente todo el país, con bases en Medellín, Bogotá, Manizales, Cali y Barranquilla. El Twin Otter era el avión perfecto para ir casi a cualquier pista en su versatilidad única. Me pregunto hoy cuánta droga transportaríamos en nuestras aeronaves sin saberlo cuando volábamos con regularidad a sitios tan estratégicos como Capurganá, Tumaco, Bahía Solano, Maicao, los Llanos Orientales, lugares propicios para envíos o recibos de esa oscura cadena de distribución. Pablo Escobar supo reconocer muy rápidamente, las características únicas de esta máquina adquiriendo uno para su flota de transporte. Compañeros de lides que se tornaron pilotos de ese submundo, terminaría en cárceles en México o Bahamas, como resultado de vuelos fallidos cuando no desaparecidos para siempre en medio de un duelo silencioso y avergonzado entre nosotros.  

viernes, 8 de abril de 2011

TAMPA

Decidí volar en Tampa iniciando la década de 1980. Esta empresa dedicada al transporte de carga acababa de incorporar a la flota un Boeing 707, el HK 2401, llamado “El Abuelo” en honor a el fundador de la compañía, Don Luis Coulson, quien en su momento había también participado de la constitución de SAM en 1945 y de Aces en el 71. El Capitán Hugo Molina, fue nombrado director de operaciones luego de haber desempeñado el mismo cargo entre nosotros. Cedí ante esa oferta tentadora, de una manera que hoy puedo mirar con cierta benevolencia conmigo mismo. En esa cultura cerrada y autocomplaciente de los pilotos, tema que en cierta forma aún pervive, asuntos como el tamaño del avión, el tipo de operación, la potencia y el número de sus motores, su peso, juegan un papel protagónico en el imaginario colectivo, -narrativas más allá de la racionalidad-, que estimulan las creencias de que se avanza, que se es mejor piloto, que se hace “carrera”. Yo también lo creía así. Por lo demás aquello de la potencia y el tamaño me inclinan a pensar en cierta “erótica del vuelo”, alusión recurrente en un humor cerrado de conversaciones de pasillo. Iba a pasar de ser copiloto regional, a copiloto internacional. Las 43.500 libras de peso máximo del FH227 pasarían a ser 257.000 libras del B-707. Chigorodó o Condoto se transformaría en Miami, Lima, Buenos Aires…pudo más mi vanidad que el gusto por lo que estaba haciendo. Mis sentimientos y dudas se vieron a prueba en varias oportunidades previo a aceptar, pero terminé por ceder, pues además de los guiños de la presunción, tendría la ocasión de volar con mi maestro Nelson Estrada, quien ya había dado el paso, Pedro Ramírez –alguien en quien siento que debo detenerme más tarde-, Julio Consuegra, todos ex pilotos de Aces y Tito Manzanera o Jaime Salazar, íconos de la aviación dignos de imitar, en esta etapa de mi vida.

Evoco aquel curso de tierra estudiando en la casa de esos comandantes en las noches luego de recibir clase durante el día, procurando seguir el paso a sus interpretaciones del manual de sistemas o el de operaciones de la aeronave, en discusiones acaloradas sobre presiones, temperaturas, posiciones de los selectores de cabina y su funcionalidad, procedimientos normales y de emergencia, esa etapa demandante de todos los cambios de equipo en la formación de los tripulantes, generadora de un estrés insoslayable. Mi escaso bagaje se quedaba corto muchas veces. Fueron generosos conmigo, sin embargo, y me mostraron que esos afanes también a ellos les acosaban.

Me traslado de nuevo a mi primera experiencia en un simulador de vuelo, ese cajón mágico de realidad imitada, con mi corazón agitado, mi boca seca, mi ansiedad al tope. El Capitán Manzanera el tutor, Hugo Molina el piloto, el “Gato” George Gilbert el ingeniero de vuelo y yo. Me impresionó su tamaño. Montado sobre unos enormes gatos hidráulicos en una especie de hangar, requería para entrar en la cabina ascender por una escalera metálica como quien sube a un segundo piso. Un estrecho pasillo daba acceso a la entrada. Nuestro instructor nos mostró una escotilla en un extremo para escape de emergencia, expresión del rigor por la seguridad de la aviación. Olía a avión.  Se me llamó la atención, -para mi vergüenza el primer día-, por no ponerme el arnés de pecho al acomodarme el mi silla, pues como lo señaló nuestro instructor con una sentencia contundente, “el simulador es el avión”.

He revisado mi bitácora –donde consta mi historia de aviador- para no equivocarme: ¡solamente recibí ocho horas de entrenamiento, es decir, dos períodos de cuatro horas, de las cuales la mitad estaban dedicadas a mí!, además de una hora y media en el avión. La exclamación no es en vano. En aquella época, que siempre me lleva a nominarla como la de la aviación de las “bárbaras naciones”, quizás ello fuese aceptable. Hoy en día es impensable. Un entrenamiento de esta envergadura dura por lo menos tres veces más sin incluir allí los chequeos obligatorios con la autoridad aeronáutica y los posteriores chequeos en ruta con un instructor calificado. Eran otros tiempos obviamente. Por algún motivo no logro evocar qué maniobras hicimos o cómo fue mi desempeño.

¡Qué cambio tan rotundo! Pasé a tripular una aeronave que volaba cerca de tres veces más alto y más rápido y que estaba equipada con los primeros avances de automatización de la época. El más notable, el de la navegación inercial procesada por unas computadoras, que una vez conectadas al piloto automático conducían la nave por la ruta programada con base en coordenadas de latitud y longitud que definían las posiciones de las aerovías, sin que fuese necesaria la intervención manual de los pilotos.  

Ese nuevo mundo traía consigo, no obstante, sus angustias. El despegue en el Olaya Herrera en el peso máximo permitido para esta longitud de pista y condiciones de elevación sobre el nivel del mar y temperatura era marginal. Al entrar a posición en la cabecera sur luego de realizar todas las listas de comprobación, el comandante procuraba un giro apretado para garantizar toda la pista al frente. Con los frenos a fondo se aplicaba una primera aceleración llamada 1.4 de EPR y se hacía una pausa para revisar que todo estaba a punto. Luego se ajustaban con cierto apresuramiento las cuatro palancas de potencia al dato calculado previamente de máximo empuje, con la colaboración activa del ingeniero de vuelo, quien cuando estaba satisfecho enunciaba en voz alta “¡Power Set!”. El sopor de los primeros metros hacían pensar que sería imposible lograr la velocidad requerida para rotar: romper la inercia de esa mole nos aceleraba el corazón. Alcanzábamos la velocidad de rotación siempre expectantes ante la menor indicación de alguna anormalidad, cuando restaba menos de un tercio del asfalto disponible. Unos segundos eternos después quedábamos en vuelo, para pasar rasantes por la Avenida Treinta con el tren de aterrizaje todavía en tránsito en proceso de entrar en sus compartimientos. El respiro de alivio colectivo expresaba la conquista de esta fase crítica. En más de una oportunidad, debido a la abundante carga, se hizo necesario hacer escala técnica en Barranquilla para poner combustible y continuar a Miami, pues de lo contrario hubiese sido imposible despegar con tales pesos en vuelo directo.

Los ingresos al Valle de Aburrá y el subsiguiente aterrizaje, en particular durante la época de bruma y visibilidad reducida eran un motivo real de preocupación y requerían toda nuestra vigilancia. Solíamos llegar a la radioayuda, el VOR MDE, ubicada en el tope de la cordillera cerca de Santa Helena a realizar los denominados patrones de espera –una maniobra cuyo perfil se asemeja al recorrido de un hipódromo- , buscando un claro en la capa lechosa que se asentaba sobre el valle para descender en condiciones visuales. Era necesario reducir la velocidad al mínimo posible para tener tiempo y espacio de maniobra; descendíamos buscando mojones conocidos, la cúpula blanca del seminario, la aglomeración del centro de la ciudad, Manrique con sus calles empinadas, para encontrar el momento preciso y virar hacia el cerro de El Volador, una especie de faro, que debía cruzarse a una altura de unos seiscientos pies sobre el aeropuerto, completamente configurados para aterrizar, so pena de ir muy rápido o muy alto, con consecuencias muy poco agradables para todos. La concentración y la tensión compartida eran el acicate para no fallar.

Nunca como entonces me fatigué volando. Los horarios de los vuelos eran en su mayoría nocturnos. Ver la llegada del día tras una noche en vigilia, rutina repetida tres o cuatro veces continuas resultaba agobiante y tendía a matar el encanto. Todo el organismo se expresaba en rebeldía, el sueño se trastocaba. Las esperas en los aeropuertos durante los procesos de bajar y subir la carga eran unos tiempos muertos durante los cuales la expectativa de la salida próxima no permitía ningún reposo. La ilusión de los vuelos a destinos como Buenos Aires o Lima, se desbarataba de golpe ante el cansancio que reclamaba unas horas de quietud para recobrar las energías, procurando engañar al cuerpo y dormir a deshoras.

Rescato el aprendizaje a golpes que tuve que trasegar.  Durante las horas del vuelo de crucero, con la nave conectada a su automatización y por tanto en un ámbito de bajas cargas de trabajo, solía estudiar el Manual Jeppesen, una verdadera enciclopedia de la navegación aérea. Además de las cartas de todas las rutas y aeropuertos de América, la información sobre regulaciones, lenguaje aeronáutico, simbología, buenas prácticas, no sólo desnudó mi profunda ignorancia, sino que me reafirmó sobre la vastedad del mundo al que había accedido, que era un microcosmos de la realidad, expresado en la interconexión, en el encuentro y desencuentro de culturas.  Nuestro subdesarrollo atávico se puso en evidencia de una manera que me remitía a mis ilusiones políticas de juventud, con cierta violencia íntima, que me dolía, al comparar la Aerocivil nuestra con este mundo cosmopolita que se insinuaba en el método, la rigurosidad, el profesionalismo que advertía en cada cosa que leía a 39000 pies. Paradojas de la vida: ese mundo de élite de la aviación internacional derrumbaba sueños de un izquierdista pequeñoburgués, -para ponerlo en el lenguaje de la época-, mostrándome lo lejos que estábamos de los circuitos del saber, del poder, que marcaban el ritmo de los tiempos. La aviación, como tanto otros hitos del desarrollo humano, ya insinuaban para mi la fuerza incontenible de la globalización como con todos sus arbitrios y sus retos.

Renuncié a Tampa con una tensión entre el fracaso y la esperanza. ¡Qué ambigua suele ser la vida! La necesidad que tenía Aces de tripulantes con cierta experiencia ante su expansión apresurada, me llevó una mañana a pedirle una cita al Capitán Jaime Pérez quien había sido promovido a Director de Operaciones. Recuerdo aquella mañana con claridad. Hablamos en la terraza de la casa que era la cede de la empresa. Sin mucho preámbulo le dije que quería regresar. Se sorprendió por mi decisión, me interrogó por lo motivos en varias oportunidades, pero mi actitud fue inquebrantable. Inclusive tuvo la generosidad de mostrarme ambos futuros como podíamos imaginarlos entonces, pero no había nada que cambiara mi certeza. No tenía nada a mano para argumentar, no se si imaginaba hacia dónde nos llevaría el destino. Todavía me sorprende lo que vino después. ´﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ita al Capitán Pel Capitencia ante su aba interconexiue por momentos me hac

domingo, 3 de abril de 2011

CORTANTE DE VIENTO


Transcurría el año 1978. La aerolínea había ubicado sus oficinas en una casa de tres plantas situada en la carrera Maracaibo esquina con la calle El Palo. Era sinónimo de crecimiento. Seis aviones componen la flota, incluido un Fairchild FH 227B, una aeronave presurizada para 48 pasajeros, dos auxiliares de vuelo y piloto y copiloto. Las perspectivas de prosperidad son propicias. Hay  un clima de optimismo en la empresa.

            Con escasas 1700 horas de vuelo y debido al retiro de Juan Guillermo Restrepo, copiloto, fui promovido para volar este portentoso aparato pues quien me precedía en el escalafón, mi entrañable amigo Pepe Isaza no aceptó entonces tomar el cargo por su decisión permanecer en Manizales volando el Twin Otter. Otra vez mi protector, el Capitán Nelson Estrada, sin preocuparse por protocolos, me prestó sus manuales de vuelo para que los copiara, pues era un privilegio sólo para los comandantes de entonces.  Representaba un salto cuántico en mi vida. Me enfrentaba a nueva tecnología que desde el primer momento me atrapó: este aparato tenía piloto automático, director de vuelo, alarma de proximidad al terreno, grabadora de voz y parámetros de vuelo (caja negra), presurización y aire acondicionado, sistema antihielo, entre otras novedades. Era una nueva complejidad de avión “grande”, que exigía un nuevo rigor en cabina que compaginaba con todo lo que estaba descubriendo en este universo en expansión.  El Capitán Estrada se dedicó pacientemente a enseñarnos a Luis Fernando Osorio, Azael Gil, Jesús Villalobos y a mí, sus copilotos, cómo se volaba esta nave, permitiéndonos aproximaciones de precisión en Eldorado, vuelos nocturnos por instrumentos o aterrizajes en Armenia que exigían la mayor concentración. La vida, en sus retornos impredecibles, me permitió, por otra parte, ser copiloto del Capitán Hernán Zuluaga, aquel semidiós de mi infancia, a quien el conté una noche en la cual volábamos hacia Barrancabermeja aquel regalo suyo de permitirme entrar a la cabina del DC-3 en vuelo hacia Bahía Solano, un asunto nimio para él que no logró evocar.

Esta aeronave era una derivación del que se considera el más digno sucesor del Douglas DC-3: el Fokker F-27 holandés. La Fairchild Hiller americana había adquirido la licencia para fabricarla. El fuselaje original para 40 pasajeros fue extendido casi dos metros, se adicionó una bodega de carga dispuesta entre la cabina de pilotos y la de pasajeros y la puerta de acceso para los pasajeros, con escalerilla incorporada, se ubicó estratégicamente atrás a diferencia del F-27 original. Dos turbinas Rolls Royce Dart Mk 532-7L producían 2300 caballos cada una.  Tenía una singularidad: para evitar pérdida de potencia en despegues en aeropuertos elevados y con alta temperatura, era posible inyectar agua metanol a la combustión, mejorando de manera ostensible el rendimiento en esta etapa crítica. Además, y esto siempre fue considerado una desventaja, en vez del sistema hidráulico típico de la mayoría de aeronaves, tenía uno neumático para extensión y retracción de tren de aterrizaje, lo cual era un permanente dolor de cabeza para mantenimiento. Su rendimiento en esta escarpada geografía no era el mejor, pero una vez alcanzaba la altura de crucero, era de una estabilidad sin par, volando a unos 230 nudos con relación al terreno y sorteando los peores tiempos con la serenidad de un buque mercante.

Tenía entonces veintisiete años. Mi mirada se posaba en la vida hacia adelante cual si fuese un territorio inexplorado dispuesto a ser recorrido y conquistado, con sobresaltos quizás, pero sin amenazas insalvables. Ah, cuán ingenua y desfachatada puede ser la juventud. Aquella tarde como cualquier otra me esperaba un mentís. Los calores y días soleados de agosto cedía el paso a las lluvias previas a diciembre cuando el clima aún era previsible. Los vientos fríos y húmedos del Pacífico empezaban a formar enormes cúmulos que se iban concentrando sobre el sur del Valle del Aburrá, entre Caldas, La Estrella e Itagüi, los cuales parecían buscar sus gemelos que provenían del oriente con igual fuerza; eran dos masas nubosas que se atraían; irradiadas por el calor de la ciudad crecían irremediablemente y a gran velocidad. Era un comportamiento atmosférico muy frecuente en esta época, al punto que a esa estrechez del valle al sur solíamos llamarla “la fábrica de cúmulos”. Habíamos advertido las circunstancias meteorológicas cuando aterrizamos en el Olaya Herrera el Capitán Jaime Pérez y yo, de regreso de Armenia. Nuestro próximo vuelo nos conduciría a Quibdó a eso de las tres. El desarrollo del mal tiempo era vertiginoso. Los pocos rayos de sol que aún se colaban entre los topes de las enormes masa grises, daban visos naranja a la crestas de la pared de agua que ya caía sin contemplación por la cara occidental, avanzando al oriente y aproximándose hacia el aeropuerto. Era evidente un cierre por el aguacero inclemente.

El viento empezó a arreciar de sur a norte cuando solicitamos autorización para salir. Era inevitable, si queríamos irnos, despegar de la cabecera norte, pues contrario a una común creencia, los aviones deben salir con el viento de frente pues hay limitaciones a su velocidad máxima cuando proviene de atrás, ya que castiga el ascenso inicial. No era una maniobra usual para esta nave, por el obstáculo del cerro donde se ubica el Club El Rodeo y múltiples viviendas humildes en el filo de ese promontorio y por la estrechez del valle, pues las montañas se cerraban hacia Caldas, lo cual demandaba un viraje pronto a la izquierda para ascender con rumbo norte. El Capitán Pérez dispuso que así procederíamos y en mi inexperiencia yo no tenía argumentos para discutir su decisión a pesar de un hilo de ansiedad. Previo al despegue se nos reportaron vientos de 35 nudos con cambios de velocidad de hasta 10 nudos. Lloviznaba sobre la pista. Una pared de agua oscura cerraba la visibilidad entre La Estrella y Envigado.

            No íbamos muy  pesados con relación a la carga paga que limitaba nuestra salida. El Capitán Pérez estaba a los controles. Tras las listas de chequeo iniciamos el despegue. Por efectos de ventarrón soltamos ruedas relativamente pronto pues la velocidad relativa aumentó en un abrir y cerrar de ojos.  Las turbinas rugían en su máxima potencia y una vez en vuelo sentíamos el efecto de las ráfagas danzando frente nosotros. Ganábamos altura prestamente  a pesar de cierta perturbación, y se hacía necesario virar pronto para no entrar en el temporal al frente. Habíamos sobrepasado el cerro del El Rodeo a un poco más mil pies sobre el terreno e iniciamos un viraje en ascenso por la izquierda entre lluvia y turbulencia. Entonces ocurrió.

            Cuando estábamos en un viraje de unos 25º de banqueo hacia la izquierda fuimos azotados, con una lógica ciega, por una mano gigantesca que nos sumió en un descenso abrupto sin control. Recuerdo aquella actitud desconcertante del avión. El Capitán Pérez avanzó las palancas de los aceleradores a fondo y me gritó, "¡Carlos ayúdeme!", pues con su otra mano apenas podía contener la cabrilla procurando enderezar los planos para sacar la aeronave de esa caída. Tengo enclavada la imagen de las primeras edificaciones de la universidad Eafit que se acercaban con una velocidad de vértigo en esa lucha que parecía perdida, pero frente a la cual, debido a la ocupación en que nos encontrábamos no había como darle espacio en nuestra conciencia. Ambos halábamos de la cabrilla procurando modificar la actitud de nariz abajo y alas inclinadas hacia la izquierda que teníamos. Era comparable al descenso en una montaña rusa tan pronto remonta la cumbre y se lanza al vacío en un viraje escarpado. A unos 400 pies sobre el terreno nos soltó tan imprevistamente como nos amenazó de muerte. Habíamos perdido unos mil pies en segundos. La aeronave recuperó con cierta brusquedad su actitud; recobrando las alas a nivel, el Capitán Pérez puso  rumbo al norte  reasumiendo el ascenso y unos segundos después quedamos en un mundo despejado, inclusive con algo de sol sobre el centro de la ciudad, aunque persistía cierta turbulencia.  Advertí con el corazón palpitando en mi garganta que algo desconocido y de una fuerza extrema nos había arrastrado. Nos miramos. Su expresión era muy tensa. Me pidió la lista de chequeo para después del despegue que apenas pude leer con un hilo de voz.

            Sólo lo sabría años después cuán afortunados habíamos sido. Aquella tarde entramos en una cortante de viento (wind shear, en inglés), un fenómeno desconocido entonces, una pregunta abierta en el entorno aeronáutico, ante la evidencia de varios accidentes de aviación en despegue o aterrizaje, durante los cuales se advertía un patrón común de cambios repentinos de velocidad de las aeronaves, incrementando primero, decayendo después, en sincronía con fuerzas ascendentes y descendentes que arrojaban las naves contra el piso con una potencia desconocida. NOA, Nasa, FAA, entidades del gobierno americano, empezaban una larga pesquisa para desentrañar unos años después la naturaleza de este fenómeno que suele generarse entre tormentas, frentes meteorológicos, áreas localizadas de vientos cercanos a las montañas con corrientes descendentes y comúnmente asociados a inversiones térmicas, cuyos efectos en las aeronaves, durante maniobras cercanas al terreno, habían causado innumerables muertes.  De haber virado un poco más tarde, lo que nos hubiese puesto en el corazón de esa furia, sin duda no hubiésemos salido con vida. La fuerza de los vientos de aquella tarde ocasionó severos daños al hangar de Aces localizado cerca de la cabecera sur, derribó árboles, causó varios estragos, como supimos a nuestro regreso.

            El Capitán Pérez y yo no hablamos una sola palabra ese día más allá de las rutinas de la gestión del vuelo y jamás volvimos sobre este acontecimiento aterrador.  No se la razón de nuestro proceder. Pasamos un umbral, quizás, y ello en la cultura aeronáutica de la época era tierra de sombras.