“Los pilotos colombianos son los mejores del mundo”. La primera vez que escuché está inaudita sentencia, siendo todavía un niño, sentí que mi corazón se ensanchaba de orgullo por la honrosa maestría de mis héroes anónimos que protagonizaban muchas de mis fantasías. Esa singular categoría de imposible comprobación, que aparecía a menudo en mi vida cuando me enteraba sobre el oficio que deseaba como nada, hizo parte del imaginario del país durante buena parte del siglo veinte, no sólo por las difíciles condiciones topográficas de todo el territorio colombiano, que contribuyeron a un desarrollo temprano de la aviación, sino también porque volar tenía una interpretación mítica que persistía inclusive cuando ya era un joven copiloto en Aces, a mediados de la década de los setenta. La comunidad aeronáutica y muy particularmente los aviadores, alimentaban esa quimera que fortalecía un ego colectivo, asociado con el misterio, el arrojo personal y el encanto por lo desconocido. A los pilotos se les atribuía una inteligencia superior; su capacidad de orientación suscitaba las más complejas suposiciones, dado el poco conocimiento que el común de la gente tenía de las frías leyes físicas del vuelo y las peculiaridades lógicas y simples de la navegación áerea. Esos hombres de uniformes impecables que atraían la mirada colectiva en los aeropuertos cuando descendían de sus aparatos poderosos, contribuían con su caminar solemne que parecía transcurrir a unos centímetros del suelo, a mantener el halo de grandeza, misterio y admiración que les rodeaba.
Algunos de los primeros comandantes con quienes interactué, hombres con veinticinco o más años en la actividad, se habían formado con la última generación de aviadores alemanes o con los arriesgados pioneros colombianos que había protagonizado una verdadera colonización de varias regiones del país en aparatos como el Catalina y otras naves exóticas en los pirmeros años, o los DC-3 y Curtiss C-46 de pistón, luego, adquiridos por las empresas aéreas del país después de la segunda guerra mundial. Habían volado una aviación muy primitiva, que tenía un encanto romántico y aventurero, que demandaba intuición y pericia, antes que rigor profesional. A algunos de los capitanes de más edad, formados en este entorno, les costaba usar los incipientes avances tecnológicos que para entonces existían como el VOR (Visual Omni Range en inglés), aparato con señales de radio de alta frecuencia que delimitaba las primeras aerovías del país cual carreteras invisibles o el DME, un dispositivo medidor de distancia. Argumentaban que al usar esos recursos se perdía la habilidad natural necesaria para desempeñarse con seguridad en un país que tenía un cubrimiento muy limitado de estos avances. Preferían usar el reloj y la brújula asociado a un conocimiento detallado de la topografía para decidir cuándo virar o descender, con una certeza que rara vez fallaba.
Contrario al refinamiento que se les atribuía eran hombres corrientes que adoraban los aviones y las mujeres por igual, extraña repartición de afectos que constituía una combinación favorable de la cual se aprovechaban sin recato. A los pilotos jóvenes como yo nos tomaba tiempo ganarnos su confianza, pues en esta comunidad pequeña y cerrada existía una sólida jerarquía no codificada, mediada por la antigüedad y el desempeño en las cabinas y por la asimilación pronta de los atributos de esa cultura egocéntrica.
Mi carácter taciturno, la afición sospechosa por los libros, una excesiva seriedad hubieran sido suficientes para un fracaso rotundo en este medio, de no haber contado con un protector que me amparó en el camino: el capitán Nelson Estrada. Llegó a Aces a sus cincuenta años, después de jubilarse tras una larga carrera en SAM, donde además de haber alcanzado la posición de comandante de sus poderosos aviones Electra, había desempeñado varios cargos en la administración de esa empresa, la única que competía con Avianca con cierto éxito en la aviación troncal. Como muchos pilotos veteranos de la época, quería terminar su vida laboral en una empresa regional que le permitiese regresar a su casa al final del día, pues estaba harto de la vida errante de hotel que había llevado largo tiempo mientras trabajó para SAM.
El Capitán Estrada y yo habíamos recibido juntos el entrenamiento de vuelo del Heron DH 114 mi primer avión comercial, de manos del mayor Pablo Durán, un ex Fuerza Aérea, la antípoda de los pilotos militares. Era un hombre de voz tenue, dulce, con un don natural para enseñar. En tres períodos de una hora para cada uno, nos había conducido sin sobresaltos por las maniobras que se requerían para ganar la pericia necesaria para conducir este singular aparato. Virajes escarpados, pérdidas de sustentación en vuelo, fallas de motor y una extraña maniobra denominada “el cañon” que requería descensos y ascensos controlados a una velocidad determinada, incluyendo virajes en una y otra dirección, para demostrar la capacidad de vigilar los distintos parámetros del vuelo coordinado.
Mi segundo vuelo en Aces se dio con Nelson Estrada. Era una curiosa combinación de hombre serio y amable a una misma vez; trataba a las personas con una calidez espontánea, que delataba una formación culta de la cual no hacía ningún alarde por cierta timidez. A pesar de ser un hombre muy bien parecido era inconsciente de su seducción, lo cual fascinaba de inmediato a quienes le conocían. Era reservado y protegía su intimidad con determinación aunque en los años que volamos juntos llegué a construir una hermosa amistad con él y su familia. Actuaba distinto del común, aunque de vez en cuando hacía alusión a sus locuras de juventud con sus colegas pilotos, que debieron ser históricas. Quedé prendado de él cuando volamos por primera vez, pues me enseñó el goce de la intimidad de la cabina, emoción que reviví muchas veces en situaciones muy diversas a partir de esa ocasión, en ese espacio en apariencia frío e impersonal, plagado de relojes, palancas, controles, equipos y botones. Aquel amanecer estábamos sentados allí, a la espera del abordaje de los pasajeros después de hacer el chequeo exterior del avión, en la plataforma del aeropuerto Olaya Herrera. Apenas sí podíamos vernos, envueltos en la luz azulada y tenue de la transición entre la noche y la mañana que pugna por ganar terreno. Varios bombillos de luz amarilla o roja iluminaban débilmente los instrumentos de los tableros de la cabina pues ya habían conectado la corriente externa; el capitán Estrada se había sentado como quien está de visita, con su silla desplazada completamente atrás y con una pierna cruzada sobre la otra, con las correas del arnés de seguridad colgando sueltas sobre su pecho, en actitud relajada y tranquila. Sin preámbulos me confesó que dado que llevaba muchos años volando una operación en aparatos presurizados de turbina que se desplazaban a gran altura, muy por encima de todos los cerros y montañas del país, se sentía extraño y receloso pilotando el Heron “metido entre los cerros”, como le oí decir después varias veces, pues éste era un avión que volaba a una altura muchísimo menor que el poderoso Electra de donde provenía. Advertir en ese señor que podía ser mi padre a un ser humano corriente, que hablaba con candor de sí mismo, hizo que le admirara con fanatismo incondicional desde ese día.
Me enseñó con generosidad conduciéndome por todos los campos fascinantes del arte de volar, empezando por sensibilizarme con el aparato, enfatizando la necesidad de tratarlo con suavidad, en particular sus motores a pistón de altas revoluciones que con un maltrato podría romperse. Me condujo por las maneras de reconocer los malos tiempos que debían evitarse, pues entonces no contábamos con radar meteorológico a bordo y fue mi gran maestro sobre el vuelo por instrumentos que el dominaba plenamente. Con él hice mi primer aterrizaje guiado paso a paso para que no fuese un fracaso estruendoso. Los vecinos del Olaya Herrera debieron odiarnos cuando salíamos rugiendo sobre los techos del barrio Conquistadores a las seis de la mañana, pues esas cuatro máquinas eran realmente escandalosas.
Tuve el enorme placer de volar posteriormente el Fairchild FH 227 en su compañía, mi primer avión “grande”, para entender de su mano cómo se hacía una aproximación de precisión en el aeropuerto Eldorado, y cómo se usaba el director de vuelo, avance tecnológico de la época. Llevamos juntos este avión a Estados Unidos para un mantenimiento y permanecimos allí quince días mientras hacía mi curso de instructor teórico de la aeronave en la aerolínea Piedmont Airlines, en la ciudad de Winston Salem. Nelson Estrada murió de cáncer unos años después al terminar su vida profesional volando en Tampa, enseñando desde la silla derecha en funciones de chequeador en ruta, cómo hacer este trabajo con seguridad y sin afectación a pilotos recién calificados. Fue un dolor profundo ver partir al amigo y al maestro.
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