Transcurría el año 1978. La aerolínea había ubicado sus oficinas en una casa de tres plantas situada en la carrera Maracaibo esquina con la calle El Palo. Era sinónimo de crecimiento. Seis aviones componen la flota, incluido un Fairchild FH 227B, una aeronave presurizada para 48 pasajeros, dos auxiliares de vuelo y piloto y copiloto. Las perspectivas de prosperidad son propicias. Hay un clima de optimismo en la empresa.
Con escasas 1700 horas de vuelo y debido al retiro de Juan Guillermo Restrepo, copiloto, fui promovido para volar este portentoso aparato pues quien me precedía en el escalafón, mi entrañable amigo Pepe Isaza no aceptó entonces tomar el cargo por su decisión permanecer en Manizales volando el Twin Otter. Otra vez mi protector, el Capitán Nelson Estrada, sin preocuparse por protocolos, me prestó sus manuales de vuelo para que los copiara, pues era un privilegio sólo para los comandantes de entonces. Representaba un salto cuántico en mi vida. Me enfrentaba a nueva tecnología que desde el primer momento me atrapó: este aparato tenía piloto automático, director de vuelo, alarma de proximidad al terreno, grabadora de voz y parámetros de vuelo (caja negra), presurización y aire acondicionado, sistema antihielo, entre otras novedades. Era una nueva complejidad de avión “grande”, que exigía un nuevo rigor en cabina que compaginaba con todo lo que estaba descubriendo en este universo en expansión. El Capitán Estrada se dedicó pacientemente a enseñarnos a Luis Fernando Osorio, Azael Gil, Jesús Villalobos y a mí, sus copilotos, cómo se volaba esta nave, permitiéndonos aproximaciones de precisión en Eldorado, vuelos nocturnos por instrumentos o aterrizajes en Armenia que exigían la mayor concentración. La vida, en sus retornos impredecibles, me permitió, por otra parte, ser copiloto del Capitán Hernán Zuluaga, aquel semidiós de mi infancia, a quien el conté una noche en la cual volábamos hacia Barrancabermeja aquel regalo suyo de permitirme entrar a la cabina del DC-3 en vuelo hacia Bahía Solano, un asunto nimio para él que no logró evocar.
Esta aeronave era una derivación del que se considera el más digno sucesor del Douglas DC-3: el Fokker F-27 holandés. La Fairchild Hiller americana había adquirido la licencia para fabricarla. El fuselaje original para 40 pasajeros fue extendido casi dos metros, se adicionó una bodega de carga dispuesta entre la cabina de pilotos y la de pasajeros y la puerta de acceso para los pasajeros, con escalerilla incorporada, se ubicó estratégicamente atrás a diferencia del F-27 original. Dos turbinas Rolls Royce Dart Mk 532-7L producían 2300 caballos cada una. Tenía una singularidad: para evitar pérdida de potencia en despegues en aeropuertos elevados y con alta temperatura, era posible inyectar agua metanol a la combustión, mejorando de manera ostensible el rendimiento en esta etapa crítica. Además, y esto siempre fue considerado una desventaja, en vez del sistema hidráulico típico de la mayoría de aeronaves, tenía uno neumático para extensión y retracción de tren de aterrizaje, lo cual era un permanente dolor de cabeza para mantenimiento. Su rendimiento en esta escarpada geografía no era el mejor, pero una vez alcanzaba la altura de crucero, era de una estabilidad sin par, volando a unos 230 nudos con relación al terreno y sorteando los peores tiempos con la serenidad de un buque mercante.
Tenía entonces veintisiete años. Mi mirada se posaba en la vida hacia adelante cual si fuese un territorio inexplorado dispuesto a ser recorrido y conquistado, con sobresaltos quizás, pero sin amenazas insalvables. Ah, cuán ingenua y desfachatada puede ser la juventud. Aquella tarde como cualquier otra me esperaba un mentís. Los calores y días soleados de agosto cedía el paso a las lluvias previas a diciembre cuando el clima aún era previsible. Los vientos fríos y húmedos del Pacífico empezaban a formar enormes cúmulos que se iban concentrando sobre el sur del Valle del Aburrá, entre Caldas, La Estrella e Itagüi, los cuales parecían buscar sus gemelos que provenían del oriente con igual fuerza; eran dos masas nubosas que se atraían; irradiadas por el calor de la ciudad crecían irremediablemente y a gran velocidad. Era un comportamiento atmosférico muy frecuente en esta época, al punto que a esa estrechez del valle al sur solíamos llamarla “la fábrica de cúmulos”. Habíamos advertido las circunstancias meteorológicas cuando aterrizamos en el Olaya Herrera el Capitán Jaime Pérez y yo, de regreso de Armenia. Nuestro próximo vuelo nos conduciría a Quibdó a eso de las tres. El desarrollo del mal tiempo era vertiginoso. Los pocos rayos de sol que aún se colaban entre los topes de las enormes masa grises, daban visos naranja a la crestas de la pared de agua que ya caía sin contemplación por la cara occidental, avanzando al oriente y aproximándose hacia el aeropuerto. Era evidente un cierre por el aguacero inclemente.
El viento empezó a arreciar de sur a norte cuando solicitamos autorización para salir. Era inevitable, si queríamos irnos, despegar de la cabecera norte, pues contrario a una común creencia, los aviones deben salir con el viento de frente pues hay limitaciones a su velocidad máxima cuando proviene de atrás, ya que castiga el ascenso inicial. No era una maniobra usual para esta nave, por el obstáculo del cerro donde se ubica el Club El Rodeo y múltiples viviendas humildes en el filo de ese promontorio y por la estrechez del valle, pues las montañas se cerraban hacia Caldas, lo cual demandaba un viraje pronto a la izquierda para ascender con rumbo norte. El Capitán Pérez dispuso que así procederíamos y en mi inexperiencia yo no tenía argumentos para discutir su decisión a pesar de un hilo de ansiedad. Previo al despegue se nos reportaron vientos de 35 nudos con cambios de velocidad de hasta 10 nudos. Lloviznaba sobre la pista. Una pared de agua oscura cerraba la visibilidad entre La Estrella y Envigado.
No íbamos muy pesados con relación a la carga paga que limitaba nuestra salida. El Capitán Pérez estaba a los controles. Tras las listas de chequeo iniciamos el despegue. Por efectos de ventarrón soltamos ruedas relativamente pronto pues la velocidad relativa aumentó en un abrir y cerrar de ojos. Las turbinas rugían en su máxima potencia y una vez en vuelo sentíamos el efecto de las ráfagas danzando frente nosotros. Ganábamos altura prestamente a pesar de cierta perturbación, y se hacía necesario virar pronto para no entrar en el temporal al frente. Habíamos sobrepasado el cerro del El Rodeo a un poco más mil pies sobre el terreno e iniciamos un viraje en ascenso por la izquierda entre lluvia y turbulencia. Entonces ocurrió.
Cuando estábamos en un viraje de unos 25º de banqueo hacia la izquierda fuimos azotados, con una lógica ciega, por una mano gigantesca que nos sumió en un descenso abrupto sin control. Recuerdo aquella actitud desconcertante del avión. El Capitán Pérez avanzó las palancas de los aceleradores a fondo y me gritó, "¡Carlos ayúdeme!", pues con su otra mano apenas podía contener la cabrilla procurando enderezar los planos para sacar la aeronave de esa caída. Tengo enclavada la imagen de las primeras edificaciones de la universidad Eafit que se acercaban con una velocidad de vértigo en esa lucha que parecía perdida, pero frente a la cual, debido a la ocupación en que nos encontrábamos no había como darle espacio en nuestra conciencia. Ambos halábamos de la cabrilla procurando modificar la actitud de nariz abajo y alas inclinadas hacia la izquierda que teníamos. Era comparable al descenso en una montaña rusa tan pronto remonta la cumbre y se lanza al vacío en un viraje escarpado. A unos 400 pies sobre el terreno nos soltó tan imprevistamente como nos amenazó de muerte. Habíamos perdido unos mil pies en segundos. La aeronave recuperó con cierta brusquedad su actitud; recobrando las alas a nivel, el Capitán Pérez puso rumbo al norte reasumiendo el ascenso y unos segundos después quedamos en un mundo despejado, inclusive con algo de sol sobre el centro de la ciudad, aunque persistía cierta turbulencia. Advertí con el corazón palpitando en mi garganta que algo desconocido y de una fuerza extrema nos había arrastrado. Nos miramos. Su expresión era muy tensa. Me pidió la lista de chequeo para después del despegue que apenas pude leer con un hilo de voz.
Sólo lo sabría años después cuán afortunados habíamos sido. Aquella tarde entramos en una cortante de viento (wind shear, en inglés), un fenómeno desconocido entonces, una pregunta abierta en el entorno aeronáutico, ante la evidencia de varios accidentes de aviación en despegue o aterrizaje, durante los cuales se advertía un patrón común de cambios repentinos de velocidad de las aeronaves, incrementando primero, decayendo después, en sincronía con fuerzas ascendentes y descendentes que arrojaban las naves contra el piso con una potencia desconocida. NOA, Nasa, FAA, entidades del gobierno americano, empezaban una larga pesquisa para desentrañar unos años después la naturaleza de este fenómeno que suele generarse entre tormentas, frentes meteorológicos, áreas localizadas de vientos cercanos a las montañas con corrientes descendentes y comúnmente asociados a inversiones térmicas, cuyos efectos en las aeronaves, durante maniobras cercanas al terreno, habían causado innumerables muertes. De haber virado un poco más tarde, lo que nos hubiese puesto en el corazón de esa furia, sin duda no hubiésemos salido con vida. La fuerza de los vientos de aquella tarde ocasionó severos daños al hangar de Aces localizado cerca de la cabecera sur, derribó árboles, causó varios estragos, como supimos a nuestro regreso.
El Capitán Pérez y yo no hablamos una sola palabra ese día más allá de las rutinas de la gestión del vuelo y jamás volvimos sobre este acontecimiento aterrador. No se la razón de nuestro proceder. Pasamos un umbral, quizás, y ello en la cultura aeronáutica de la época era tierra de sombras.
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