¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

domingo, 20 de febrero de 2011

LA FAC

En vista de la falta de alternativas para alcanzar mi sueño, esa resistencia inicial que tuvo un tono de desencanto con relación a ser piloto militar, fue cediendo con el tiempo. Si ese era el único camino, se hacía necesario intentarlo. Como era pertinente prepararme hice esfuerzos en principio por reducir la dependencia de los anteojos que usaba desde hacía varios años por unas intensas jaquecas que me acosaban, en particular cuando me sumergía en la lectura. Sabía que ese “defecto” no me haría aceptable para el vuelo en la FAC según había indagado. Odié la peritonitis y el posterior absceso a la cavidad del Douglas, cuyas huellas indelebles marcaban mi cuerpo escuálido y que por poco causan mi muerte a los trece años, pues tal vez me harían igualmente no apto. Pero mi resolución era definitiva.
Durante una visita de Nelly nuestra tía de Bogotá, mi madre comentó sobre mi empeño. Nelly sugirió que su esposo Paul, de quien hablé previamente, seguramente podría ejercer alguna influencia para que fuese admitido como cadente en la escuela Marco Fidel de Cali. Por primera vez creí tener el destino a mi alcance pues unas semanas después había sido acordada una cita para mí en Bogotá.
Recuerdo aquel viaje en los inicios de diciembre de 1969 en un DC-4 de SAM. La familia había hecho un esfuerzo para la realización de este vuelo en avión. Me veo en el Olaya Herrera parado frente a unos enormes ventanales que daban hacia un jardín luego del cual se veía la plataforma del aeropuerto. La puerta vidriera de la sala de espera se abría a un corredor amplio demarcado por barandas metálicas, que atravesaba el jardín y que me llevaría a la pista. El avión se veía majestuoso en la distancia, lustroso por la luz de la mañana. Pegado a la vidriera, con el corazón acelerado, estudiaba la forma de la aeronave con detalle. Tenía un leve parecido a mi Statocrusier Boeing 377, aunque era más alargado en la parte de adelante, con menos ventanas para los pilotos y era del color del metal, más no blanco como fue mi juguete favorito. Había una escalera rodante en la puerta delantera para subir a la cabina y ocurría una actividad intensa en torno. Mientras esperaba no podía moverme de la ventana atraído por esa visión embrujadora que atizaba todas mis fantasías.
Al acercarme durante el proceso de abordaje se me hizo enorme. Yo había visto salir aviones como éste cuando despegaban y pasaban rugiendo en proceso de guardar las ruedas del tren de aterrizaje a pocos metros de mi cabeza, por la cabecera norte contigua a la calle 30 que bordeaba la pista. En mi infancia iba allí en bicicleta, con los amigos del barrio, para disfrutar del programa de ver despegar y aterrizar las aeronaves mientras los identificaba por sus modelos y empresas. Al estar al lado de esa máquina no la había  imaginado tan formidable. Durante los vuelos a Bahía Solano en DC-3 no había tenido ocasión de estar tan cerca, pues aquellos aviones de vuelos regionales solían parquear más al sur, en la plataforma que era parte de las instalaciones de mantenimiento precisamente de SAM.
Veo aquellas hélices que entonces eran casi tan grandes como yo. Se disponían perfectas, pulidas, brillaban en aquella mañana. Las llantas del tren de aterrizaje podrían llegar hasta mi barriga, si me paraba al lado de ellas. Era infinitamente más espacioso que el DC-3.
Puedo transportarme a aquel despegue: suena en mis oídos la música ronca de sus motores; como si fuese difícil al principio y luego con más intensidad, una vez abandonó el asfalto en la carrera desafiante inicial, el DC-4 inició su ascenso virando suavemente hacia la derecha, sobrevolado el centro de Medellín y acercándose a las montañas del oriente del valle. Mi cuerpo advertía como iba hacia adelante y hacia  arriba de manera simultánea,  y como por momentos se perdía el ímpetu y bajaba un poco, produciendo un frío en el estómago, para volver a tomar fuerza y ascender con más ánimo. Estaba pegado a la silla como si fuese presa de un abrazo, acunado por los movimientos que el avión transmitía a través de mi espalda tensa. Al sobrevolar la población de Bello al norte de Medellín, realizó un giro cerrado para el lado izquierdo, que permitía, a pesar de un cierto vértigo, ver la ciudad abajo como un mapa de alto relieve de techos grises y paredes color ladrillo, de regreso  sobre Medellín, cada vez más alto. El paisaje empequeñecía abajo. Creí ver el estadio de fútbol, cercano a nuestra casa, pero todo pasaba muy rápido. Cruzamos sobre el aeropuerto que desde las alturas parecía de juguete. La nave tomó hacia el oriente, sobrevolando las montañas y acercándose al mundo etéreo de las nubes.
A pesar de un cielo azul de mañana, a veces había turbulencia: el aire se tornaba en un camino rizado, que luego se calmaba. Nos sumergíamos ocasionalmente entre algunas pocas nubes, lo que producía pequeños remolinos blancos, verdaderas fantasmagorías danzantes en la punta del ala. Como nos ilustró el Capitán por el altavoz, volamos al norte de Sonsón y sobre la población de Mariquita, cruzamos el río Magdalena, para llegar luego a la sabana de Bogotá rumbo al Eldorado. Me transporté a mi infancia  en el papel de ese comandante transmitiendo con una voz igualmente firme el recorrido a mis propios pasajeros.
Labrada en mi mente quedó la imagen de esos riscos pedregosos verticales que anuncian la llegada a la sabana de Bogotá, paisaje que recree una y otra vez muchos años después como piloto del vuelo 7301 de las siete de la mañana en ACES, mi favorito sin duda, por ese regalo siempre renovado. Y luego llegó ese manto de tonos, de un verde montarás en las ladera de la cordillera y aclarándose en variados matices hacia la llanura, que se extendía en la distancia hacia las estribaciones de altos cerros al norte y al oriente. Las vacas pastaban plácidamente indiferentes a nuestro sobrevuelo.  La aparición de la pista fue intempestiva y el avión tocó tierra con un golpe seco. El tamaño del nuevo aeropuerto de El Dorado visto a través de la ventanilla me impresionó. Por primera vez en mi vida vi un jet que pasaba por un lado en dirección contraria y en cuyo costado se leía la palabra BOAC, la famosísima British Overseas Airways Corporation. Hubiese podido quedarme allí toda la vida pero tenía cosas importantes que hacer.
La cita era en las instalaciones del Ministerio de Guerra en el CAN en la Avenida 26 cerca al aeropuerto, con un Coronel cuyo apellido afortunadamente se ha perdido en las brumas del pasado. Llegué temprano, ansioso. Mi primera angustia fue que la secretaria aseguró que mi nombre no aparecía entre las personas que “mi” coronel debía recibir. Mis torpes explicaciones vencieron su resistencia, y su “veré que puedo hacer”, me dio una luz de esperanza. Uniformes lustrosos, saludos militares de acá para allá llenaba el salón de espera en el transcurso de esa mañana eterna. Cercano al medio día fui recibido.
Con la boca reseca expliqué el motivo de mi visita, hablé de mi tío ante ese hombre recio, serio, cuya atención estaba puesta en otra parte. Me despachó rápidamente, con visible molestia, diciendo cuándo serían las próximas incorporaciones y qué debía hacer. He olvidado todo, inclusive mi vuelo de regreso. Sólo quedó en mi alma el sentimiento agrio de la humillación que sufrí aquel día y mi irrevocable decisión de que no sería piloto militar pasase lo pasare.  

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