Mis ganas de ser piloto, antes que amainar, crecieron con el tiempo, alimentadas por aquella experiencia formidable en los Llanos Orientales. Le había comunicado esa determinación a mi padre, quien me había despachado con “Usted está muy joven todavía Mijo”, que desconocía mi obsesión.
Fue concluyente para darle más fuego a mi deseo, la primera vez que conocí la cabina de pilotaje de un avión “grande”, en un vuelo entre Quibdó y Bahía Solano, cuando mi padre y un grupo de amigos emprendieron la quijotada de fundar el Club de Caza y Pesca, “El Paraíso”, en este pueblito olvidado del Pacífico, al que sólo se podía acceder por aire o por mar. Tenía entonces unos catorce años. Durante unas vacaciones de medio año, volamos en un Douglas DC-3 de la empresa Avispa, una aerolínea regional que habían fundado un grupo de pilotos retirados y que operaba en varias rutas regionales compitiendo duramente por el mercado con Aerovías. Era una empresita de tres aviones quizás, como tantas otras que existieron en Colombia entre las décadas de los cincuenta y los sesenta, que hicieron país sin duda, pues prestaban un servicio social a comunidades olvidadas que de otra manera hubiesen permanecido en el más profundo aislamiento. Los pilotos eran sus dueños, sus administradores y sus tripulantes.
El vuelo hacía escala en el aeropuerto El Caraño de Quibdó, donde transbordaban pasajeros y carga, mientras las personas que continuaban hasta el destino final esperaban en la plataforma el movimiento de carga y personas en medio del calor y una humedad asfixiante. El piloto de la aeronave era el Capitán Hernán Zuluaga, socio fundador de la empresa. Mi padre le conocía pues había volado ya varias veces con él en esta ruta. Era un hombre alto, esbelto, bien plantado, que se ufanaba de ser hermano de Luz Marina Zuluaga, la única Miss Universo colombiana, lo que le alimentaba una vanidad que se hacía evidente por sus ademanes estudiados en público y una cierta arrogancia en su actitud con todas las personas con las que se le veía interactuar.
Debido a una insistencia vehemente, mi padre, venciendo su propia resistencia ante lo que suponía sería una negativa rotunda, le pidió al Capitán Zuluaga, que estaba supervisando el proceso del tránsito en la plataforma del aeropuerto, autorización para que yo, a quien definió como un fanático de la aviación, conociera la cabina en vuelo cuando fuese posible. Mi mirada ansiosa y expectante, parado a su lado mientras hablaba con Zuluaga, debió conmoverlo, pues accedió a que entrara a ese espacio sagrado una vez voláramos a la altura de crucero.
Cuando la nave niveló nos encontrábamos sobre un tapete blanco de estratos que por momentos se desagarraba y permitían contemplar la sobrecogedora vista de la manigua tropical mientras esperaba con el corazón en la boca. Tras esa eternidad fui admitido a la cabina del legendario DC-3. El primer impacto fue percibir como se ampliaba y transformaba la vista hacia fuera, hacia adelante, con una sensación tan diferente a la percepción de encierro que se tenía atrás. Era como estar en el Beaver, hacía más de un año, pero en un mundo mucho más amplio y con muchas más cosas para vigilar. El capitán Zuluaga sentado en la silla izquierda me hizo un gesto para que me parase frente a una consola en medio de las sillas de los dos tripulantes.
-¿Cómo harán para controlar tantas cosas?-, me pregunté admirado, mientras recorría con la mirada la gran cantidad de relojes, botones, palancas de diversos tamaños y colores, ruedas, pedales, perillas y manijas, distribuidas por todas partes en ese espacio deseado. El capitán Zuluaga manipulaba de su lado una cabrilla en semicírculo con la mano izquierda cubierta con un guante de cuero fino y con su mano derecha movía una rueda que estaba en una consola en la mitad de los dos pilotos, al lado de unas palancas blancas, negras y rojas que ocasionalmente manipulaba un poco. Parecía un semidiós. Su copiloto leía una especie de mapa que había extendido sobre sus piernas, mientras hablaba a través de un micrófono usando algunas palabras que yo no comprendía del todo.
–Deben ser muy inteligentes para volar este avión-, pensé. Les veía relajados, cómodos, sin ninguna perturbación.
Había un conjunto de instrumentos que se repetían para los dos aviadores, que debían ser muy importantes, pues estaban encerrados en un rectángulo demarcado con una línea blanca. Los pilotos les miraban con frecuencia. Uno de ellos tenía en la mitad un símbolo que parecía un avioncito que se movía al unísono con los cambios que hacía la aeronave, el otro asemejaba una brújula con dos agujas en la mitad. A pesar de que todo tenía un aire a viejo y usado, producía reverencia; era increíble estar allí. En un panel arriba de las ventanillas del frente, había lo que parecían ser varios radios distintos, que sin duda les servían para orientarse en la navegación y para la comunicación con la torre. Tenían perillas y números. Estudiaba ese ambiente con detenimiento. Quería grabar en mi recuerdo cada objeto, aprehender ese mundo, lo que los aviadores hacían o decían, como si fuese un tesoro. La vida tenía que darme algún día la oportunidad de hacer lo mismo que ellos.
El ruido de los motores desde la cabina era más nítido que en la parte de atrás. Se oía como un arrullo sosegado. Ocasionalmente perdían su uniformidad muy levemente, produciendo la oscilación de algunas agujas en los instrumentos del panel del centro; ello llevaba a acciones en la cabina de parte del capitán Zuluaga para restablecer el orden con movimientos leves y precisos. Era obvio como mantenía todo en control. En algún momento dijo: - “Roberto, dile a Quibdó que vamos a proceder por el sierra, por el Valle, para entrar a la bahía por la punta del faro. Pregúntale si el DC-3 de Avianca ya salió de Bahía o si aún están allá”.
Era un ámbito refinado y exquisito, que sentía conectado con el mundo del afuera por hilos tenues de llamadas cifradas que sólo estos hombres extraordinarios comprendían plenamente. Era el mundo que quería para mí una vez fuese adulto. De pie, detrás de ellos, lo deseé con todas mis fuerzas.
Con un movimiento suave de la cabrilla, el Capitán Zuluaga hizo que el avión virara hacia la izquierda y empezara a descender.
- No puedo tenerte acá durante el aterrizaje. De manera que vuelve atrás y te sientas. Puede haber algo de turbulencia en el descenso así que mejor te amarras.-dijo.
-Si señor, muchas gracias-, contesté con emoción contenida. Y salí de la cabina.
Recorriendo el pasillo en la cabina de pasajeros en dirección a mi silla sentí la mirada de los viajeros. No caminaba, volaba.
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