Considero que la historia no narrada del desarrollo de este país cortado por esas tres enormes cordilleras y bendecido por esas planicies que se pierden en la distancia al oriente y que alguna vez fueron selva tropical húmeda en su más genuina expresión, está marcada desde siempre por la aviación. Un protagonista de primacía es el Douglas DC-3, estimado por algunos expertos como la aeronave más exitosa del siglo XX. Como suele ocurrir en el mundo de los negocios fue producto de la competencia entre Boeing y Douglas, los principales fabricantes de aeronaves de los EEUU. En respuesta al diseño del 247 de Boeing, y por solicitud de TWA, se construyó inicialmente del DC-1 en 1933, el cual derivó, por solicitudes de aerolíneas como American Airlines, en la versión final o DC-3, llamado Skytrain, por la competencia que propuso con el transporte de trenes de la época. En sus orígenes tenía una versión para 14 pasajeros en una especie de cabina de primera clase para vuelos de largas distancias y 21 usuarios en vuelos de menor duración. Como raras veces ocurre, desde el primer día fue un éxito notable, a pesar del escepticismo de muchos que le calificaban de lento y poco aerodinámico, un “pájaro bobo” como le llamaron sus detractores. Su demanda fue uno de los hitos comerciales más notables, alcanzando con la Segunda Guerra Mundial niveles de producción jamás vistos.
Sus versiones militares (C-47, C-53, C-117, entre otras), desempeñaron labores diversas durante la guerra en ocasiones memorables como el Día D en Normandía, lanzando paracaidistas y pertrechos sobre terreno invadido. Cuando fue capturado por alemanes o italianos en el tráfago de la contienda, fue puesto de inmediato en servicio, expresión de las paradojas propias de los conflictos humanos. Una vez terminó ese horror, como aeronave de transporte tuvo un honroso desempeño durante el puente aéreo de Berlín, la más ambiciosa odisea aérea de abastecimiento hasta hoy conocida, que se inició precisamente con el aterrizaje de un C-47 en junio de 1948 en la parte occidental luego de la fragmentación en dos de la ciudad, ordenada por Stalin. Se fabricaron miles de aviones inclusive por los japoneses, quienes habían conseguido licencia para construirlo en 1938 con la denominación de Showa/Nakajima L2D. Ironías del progreso y la ambición humana.
El fin de la guerra significó miles de aviones disponibles a bajo costo. Latinoamérica, África y Asia fueron compradoras de esta palanca del desarrollo. Estrellas fugaces en el espacio aéreo colombiano contribuyeron de una manera indeleble con la única comunicación posible hacia regiones apartadas de toda nuestra geografía. Empresas como TACA Colombia, Lansa, Taco, Viarco, Avispa, Taxader, Cessnyca, entre muchas otras, -equipadas con el DC-3 o el otro ícono, el Douglas C-46 o mejor conocido como Curtiss-, conectaron los lugares más remotos con la civilización en curso por el empeño de aviadores aguerridos que en muchos casos hacían las veces de reserva de vuelos, despachadores, cuadrilleros o mecánicos. Mitú, Puerto Carreño, Arauca, San José del Guaviare, Yopal, Carurú, Puerto López, Leticia, en fin, miles de lugares olvidados del poder central recibieron con estos aviones razones para seguir existiendo.
En estos tiempos modernos de la comunicación global instantánea, de vuelos transatlánticos al 80% de la velocidad del sonido, de travesías espaciales, retrotraer esta nave ha de ser prehistoria para la generación que no le conoció roncando sobre los cielos de innumerables países y ciudades como ocurrió en Colombia. Por ello vale la pena mirar sus virtudes. Volaba a una velocidad de crucero de 240 km/h, con una altitud máxima de 7300 mts. Sus motores generaban 1200 caballos de fuerza para levantar un peso máximo de 11800 kg, de los cuales hasta 4300 kg constituyen su carga útil. Lo caracterizaba una singularidad: podía aterrizar con su tren retraído (en caso de una falla), sin sufrir daños importantes pues las ruedas sobresalían de la barquilla del motor lo suficiente para que ello fuese posible. Era lo que los pilotos llamamos un avión generoso, perdonaba desaciertos humanos como expresión de un logro de grandes proporciones.
Un par de anécdotas. No se exactamente qué edad tenía entonces. Aún estaba en el Columbus School. Me encontraba en clase una mañana cuando fui llamado por un profesor enviado ex profeso, para que me dirigiese a la dirección del colegio. Era algo azaroso, pero yo no recordaba haber hecho ninguna pilatuna que ameritase semejante visita. Pero esos son dictados incuestionables y con el poder nunca se sabe que debemos esperar y nuestra directora sí que lo ejercía de una manera absoluta. Al llegar a ese lugar amenazante, vi a mi hermana Cristina allí, para aumentar mi confusión inicial. La entonces directora, Miss Davidson, una mujer madura, de pelo cano, alta, seca, el ser más rígido que recuerde ha cruzado por mi vida, nos invitó a pasar a su oficina y con un tono desconocido por su amabilidad, nos comunicó que había la posibilidad de que nuestro padre hubiese estado a bordo de un avión –un DC-3 claro está-, que quizás se había accidentado en las cercanías de Quibdó en un vuelo desde Bahía Solano. Todavía no había ninguna certeza, en casa estaban a la espera de la confirmación de accidente y obviamente del reporte sobre los pasajeros, por lo cual nos invitó a quedarnos allí, si así lo deseábamos, hasta que se supiese con certeza que había sucedido. No recuerdo cuánto duró esa espera siniestra. Debo haber imaginado ese avión sumergido en la manigua para siempre y hecho pedazos, algo dantesco y con ese sabor absurdo que tiene la desgracia cuando nos visita. Supimos de mi padre unas horas después cuando consiguió llamar a Medellín desde Bahía Solano. Ese no era su vuelo.
El otro hito de mis recuerdos me lleva al más hermoso ejemplar que conocí en la vida de este tipo de aeronaves. Lo vi en los hangares de Cessnyca cuando ya era un pichón de aviador. La nave había pertenecido a la Universidad de Wisconsin, si mi recuerdo no me engaña, y aún no estaba convertido de su versión original de avión ejecutivo. Ah, me parece que veo aquellas hermosas mesas de juntas entre las poltronas de cuero, doce tal vez en esa cabina que resultaba de una amplitud generosa, adornadas con preciosos mapas antiguos muy propios de ese ambiente de elegancia sobria y de sabor académico. Diego García, amigo entrañable, piloto entonces de esta empresa y sobrino político de Jaime Castro, el dueño de la aerolínea, me brindó esa memorable experiencia. Sentado ahí, imaginé lo que significaba trabajar en ese ambiente refinado a 10.000 pies de altura con el dulce sonido de fondo de esos motores en vuelo.
Aún hoy quedan algunos de estos venerables aparatos en los llanos orientales de nuestro país. El Alcaraván de Germán Castro Caicedo les hace un delicioso homenaje. Se niegan a morir.
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