¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

domingo, 1 de mayo de 2011

LA RUEDA TORCIDA


Aces se había transformado de la mano de Jorge Restrepo.  Además de fortalecer su operación regional con la adquisición de dos aviones F-27 J, hermanos menores del FH-227, había incursionado en el sector troncal de rutas nacionales con tres Boeing B-727, compitiendo ferozmente con Avianca y Sam en el mercado nacional, con un éxito inquietante para la competencia. La empresa había además iniciado lo que sería una larga disputa para adquirir el derecho a volar a Estados Unidos enfrentando el poder omnipotente de Julio Mario Santodomingo.  El prestigio de la compañía había crecido con una clara vocación de servicio, donde el viajero era el rey, según lo pregonaba la publicidad de la época.

            Había sido promovido a piloto del F-27 luego de seis años como capitán del Twin Otter. Fue mi primer entrenamiento realmente formal en simulador en la ciudad de Pittsburgh, -luego de aquella precaria experiencia en Tampa-, en las instalaciones de US AIR, de la mano de un dotado instructor chileno, el Capitán Orellana, quien había sido contratado para capacitar las tripulaciones iniciales. Una lección para mi vida de aviador por el rigor, la exigencia y el resultado, pues esta era una aeronave compleja, con listas de chequeo abrumadoras por la cantidad de interruptores que delataban una transición tecnológica todavía inmadura para la época en la cual había sido construido el avión. Las luces de alarma proliferaban; el sistema de las hélices era de una complejidad operacional que hoy sería alarmante. Llegar a conocerlo en profundidad requería dedicación y superar las emergencias posibles demandaba coordinación precisa entre los pilotos.

Estaba recién promovido cuando tuve el sorprendente privilegio de traer uno de estos aviones con un joven piloto noruego, el Capitán Ingmar Berman. Volando sobre el Caribe una mañana radiante le dije que su nombre me evocaba la del director de cine a quien admiraba por la singularidad de sus películas….”Es mi padre”, me dijo simplemente, lo que me produjo una perplejidad evidente. Sonrió con cierta timidez, y desde ese momento no pude refrenar mis preguntas durante el vuelo que nos llevó a Rionegro varias horas después, pues quería saber todo sobre ese hombre que me fascinaba. 

La historia que le esperaba Ingmar al arribar a Colombia era digna de una película de su padre. Se enamoró perdidamente desde el mismo momento en que vio a la joven –preciosa por lo demás- que hacía el trabajo de relacionista pública de Aces en el aeropuerto, una muchacha políglota de origen humilde, hija de un marinero ausente que la había educado durante varios años en Londres. El hechizo fue mutuo. Se casaron un par de meses después en un matrimonio bizarro, al cual Ingmar había invitado tres amigos noruegos suyos, que literalmente enloquecieron de gozo en esta tierra exuberante, al son de cumbias y boleros apasionados, con una familia numerosa de tías ruidosas y sobrinos tiernos de la novia quienes les prodigaron un afecto sin freno, en un “crescendo” de ebriedad matutina que se expresaba en besos coloridos en las mejillas transparentes de los extasiados invitados. Ingmar lamentaba que su padre no hubiese podido asistir pues para entonces se encontraba enfermo y achacoso, aunque le había encomendado que filmara hasta el último detalle de ese mundo exótico del cual su hijo sin duda le había ilustrado. Bebedores sin fondo, el aguardiente pudo con su tozudez de libadores de vodka: hacia la mitad del día procuraban torpemente seguir los sensuales pasos y meneos de las jóvenes amigas de la nueva esposa y de tías maduras que rebosaban una sensualidad tardía y opulenta.

Pues bien, se me ocurre al escribir este preámbulo que quizás lo que sucedió, precisamente en el HK- 3375 que había trasladado con Bergman, sea digno de tan especial compañero y amigo breve.  Era el primer vuelo del itinerario. La operación de toda la aviación comercial había sido trasladada al aeropuerto de Rionegro por disposición de la Aerocivil, embeleco temporal producto de la avidez de constructores que soñaban un pequeño Manhattan en esas tierras valiosas. Volábamos aquella mañana de Medellín a Apartadó. Mi copiloto era el Edwin White, un muchacho habilidoso e irreverente, hacia quien sentía especial afecto por sus maneras espontáneas y su gusto por la pintura. Era un día frío. Durante nuestro descenso hacia Urabá rompimos una capa de estratos a unos diez mil pies, que nos brindó un hermoso espectáculo en un aire transparente recién lavado por la lluvia, de un manto blanquísimo encima nuestro y esa llanura verde de plantíos bananeros abajo, con el Caribe al fondo, expresión de la gracia de esta región atribulada por la muerte, inclusive desde aquellos años por los conflictos fratricidas y las ansias de poder. Yo estaba a cargo de los controles. Solicitamos descenso en curso directo hacia la pista del aeropuerto Los Cedros de Apartadó.

El paisaje era esplendoroso en ese aire calmo volando paralelos a la serranía de Abibe que parecía sumergirse en el mar a la distancia. Sobre la población de Chigorodó, con el fin de aminorar la velocidad de la nave le pedí a Edwin que bajara el tren de aterrizaje. Nos aprestábamos a iniciar la lista de chequeo para antes de aterrizar cuando la Auxiliar de Vuelo se aproximó a la cabina y tocó mi hombro.

-¿Qué sucede-, pregunté.

-Capitán, un pasajero me dijo que tenemos una rueda torcida en el tren de aterrizaje. Yo miré y sí me parece….

¿Una rueda torcida? Era la frase más imprevisible que había escuchado en vuelo. A pesar de que “una rueda torcida” no me significaba nada pedimos autorización a la torre de control para sobrevolar el aeropuerto mientras revisábamos una problema a bordo. Solicité a Edwin que fuese hasta la ventanilla del pasajero y corroborase la información. Regresó prontamente y me confirmó lo dicho. La rueda externa del lado derecho del tren de aterrizaje estaba a punto de salirse de su eje y se veía efectivamente torcida con relación a la línea de vuelo. Le pedí que tomase control del avión y yo mismo fui para comprender una situación tan imprevista. No había duda, el mecanismo de sostén de la rueda por algún motivo había cedido y la llanta estaba torcida hacia la derecha, quizás a punto de caer.

No existe en los manuales de vuelo nada que hable de ruedas torcidas o algo por el estilo. Era un asunto sin guión. En principio discutí con Edwin la posibilidad de subir el tren de aterrizaje y regresar a Rionegro. Sin embargo, el desplazamiento evidente amenazaba con hacer un daño imprevisible en la barquilla del motor donde se alojaba que era un espacio justo para que se albergara allí en condiciones normales; evaluamos que  inclusive podría trabar el tren de manera  irremediable lo que haría la situación aún más grave. No quedaba más opción, era necesario procurar que saliese del eje si lográbamos que tocase el suelo tenuemente y luego aterrizar con solo una en ese tren, pues era obvio que ya no tenía tuerca que la sujetase. 

Hablé a los pasajeros. Luego comentamos la maniobra con el controlador. Haríamos una aproximación a baja velocidad, sobrevolaríamos la pista para procurar liberar la llanta en algún momento de la pasada a ras. Para nuestra fortuna no había asomos de viento. Recuerdo mi tensión en la trayectoria final hacia el aeropuerto. Con los flaps en posición de aterrizaje iniciamos el descenso hacia la pista a la velocidad mínima. Nivelamos a poca altura y nos acercamos lentamente al pavimento con suficiente potencia en las turbinas para mantener el avión en vuelo a velocidad constante. Cuando estimé que la distancia era propicia, giré la cabrilla hacia la derecha para que el tren tocase el suelo de la manera más leve. Vimos una sombra que quedó atrás al aplicar potencia nuevamente para ascender. Todo el conjunto –el bocín y la llanta- efectivamente había salido de su eje. Sentí que me vaciaba por dentro.  El muñón absurdo que Edwin corroboró fue la evidencia de éxito de la maniobra hasta el momento.

Decidimos regresar a Rionegro. La posibilidad de que el tren derecho colapsara al aterrizar con una sola rueda no hacía recomendable intentarlo en Los Cedros con sus ayudas terrestres precarias. Subimos el tren de aterrizaje y procedimos según lo acordado.

Es extraño ver vehículos de bomberos que te esperan para aterrizar y que hay todo un protocolo en torno. Sin embargo era una esperanza de que las cosas transcurrieran sin tropiezos.  En verdad no había sido fácil explicarle a la torre de Rionegro una condición tan inusitada y prever qué podría suceder. Por ello no sobraba ninguna precaución. Con la Auxiliar de Vuelo acordamos los procedimientos de evacuación en  caso de algún problema en tierra. Estoy seguro de que jamás volví pero a realizar un toque de pista más suave que éste en toda mi vida.  Al aminorar la velocidad había una leve tendencia de giro hacia la derecha, pero no era algo difícil de controlar. Arribamos escoltados por dos enormes máquinas de extinción de incendios del aeropuerto, un tanto inclinados el lado maltrecho por el peso que debía soportar esta rueda solitaria, pero sin novedad.

Se comprobó luego que el dispositivo de sujeción tenía un problema de diseño. La enorme tuerca aflojaba en la misma dirección de giro de la rueda del tren de aterrizaje, lo que había llevado a que con el tiempo terminase por aflojar y caer. No disponía de ningún seguro y hasta entonces no se había advertido que algo así pudiese suceder. Se notificó a los operadores, lo que originó lo que en aviación se llama un boletín de servicio, que obligaba a asegurar el mecanismo en todos los modelos de F-27 J, con un pasador que impidiese ese giro indeseado. Nuestra desazón quizás hubiese sido digna de una recreación por parte de Ingmar Bergman.

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