Tenía vuelos favoritos. El de Bahía Solano era uno de ellos. Los rincones del alma donde se incrustan esas huellas que se van erosionando con el tiempo, mantienen no obstante intactas ciertas esencias, como aquella impronta que me dejó la cabina de un DC-3 en el rumbo de mi vida, o mis recuerdos de tintes oníricos, de una adolescencia de pescas milagrosas de atunes, jureles, bonitos, sierras enormes, en esas vacaciones tan poco convencionales que tuve el don de vivir por varios años durante mi infancia y parte de mi adolescencia que me conducían a este lugar alucinante. El tiempo parecía haberse detenido en este paraje. Eran las mismas montañas de verdes eternos, era el mismo pueblito de casuchas de madera las más de ellas, era igual el mar de azules hondos, de olas enormes de crestas blancas reventado en la Playa de Mecana, con esas rocas inamovibles al fondo, Los Vidales, plagadas de aves que revoloteaban a su alrededor. Lo único que quizás había evolucionado después de varios años, había sido una pavimentación de regular calidad de la pista de aquel aeropuerto que coloquialmente se la llamaba “Sal si puedes”, por su clima de lluvias macondianas y por el riesgo que implicaba cada aterrizaje en esa recta de barro amarillo, antes de hacerle ese maquillaje que remedaba el asfalto, pues no sabías si flotabas o estabas en tierra, zigzagueando hasta detenerte con un suspiro de alivio al poner ruedas en ese pantanero eterno.
Era un vuelo inusual en la tarde. Por lo regular se hacía en la mañanas cuando el tiempo solía ser más propicio. Iban unos veinte pasajeros, la mitad de nuestra capacidad. Fue un trayecto tranquilo con buen clima. Siempre me asombro cuando me preguntan si volar no es algo rutinario. ¿ Como puede un ser humano ser indiferente cuando se deja atrás la cordillera occidental sobre el fértil valle de Urrao, luego del cual la montaña se corta en abismos casi verticales hacia esa selva perpetua, cerrada? Son espectáculos soberbios que no se agotan nunca. Los matices de todas las gamas verduzcas posibles, oscuras, claras, azules, rojizas, ocasionalmente interrumpidas por árboles multicolores, guayacanes quizás; los ríos que se dejan ver por tramos entre la manigua espesa, con playas enormes muchos de ellos y fortuitos poblados en la mitad de la nada. Y a medio camino la potencia del Atrato siempre sepia, esa herida pródiga en ese paisaje que siempre me recordaba mis clases de geografía que hablaban del río más caudaloso del mundo. Al fondo la serranía del Baudó, encogimiento geológico que procuraba volar a la mínima altura segura para contemplar sus laderas de árboles gigantes, de deslizamientos invernales, una mole que era el presagio de esa mar que desde nuestra altitud parecía un lago sereno, mentís de la distancia, pues conocía la altura de sus olas y la reverencia que imponía.
Hablamos con la torre de Solano. Le solicitamos proceder al norte para virar sobre Los Vidales para iniciar una final larga hacia la pista. Ese abrazo que produce la serranía y que enmarca la bahía era un regalo que quería hacerme. Mi copiloto era Fabián Donado un joven costeño. No me animé a compartirle mis ensueños, los disfrutaba en silencio. Estábamos un poco altos durante el viraje por lo cual reduje la velocidad de la nave y cuando logramos la apropiada le solicité a Fabián que bajara el tren de aterrizaje con el fin de que esta resistencia parásita nos ayudase a descender con mayor prontitud y a reducir la velocidad aún más. Cuando las luces verdes indicadoras de que el tren había bajado y asegurado encendieron, advertí por el rabillo del ojo que había una luz amarilla anunciadora encendida a mi lado donde se encontraba el control de la rueda de nariz de la nave. Indicaba que ésta no estaba centrada. Se lo mencioné al copiloto mientras detenía el descenso. Era una anormalidad que el manual de vuelo contemplaba. Le pedí que sacara la lista de chequeo y que me leyera el procedimiento que debíamos realizar, aunque lo conocía de memoria. Hicimos lo previsto, usar un interruptor eléctrico aledaño al control para liberar la presión diferencial y procurar centrar con el comando la rueda hasta que la luz se apagara. Cuando intenté hacerlo el mecanismo se atascó. Hicimos dos o tres veces los pasos previstos pero definitivamente el dispositivo se había trabado. La rueda de nariz estaba irremediablemente torcida, en un giro hacia el lado derecho.
Se hizo evidente que no podríamos aterrizar en este aeropuerto. Pero a su vez resultaba imposible subir el tren por el daño que podría ocasionar. No había más información en el manual de vuelo que nos dijese que otra cosa hacer. Nos encontrábamos ante una encrucijada. En principio consideramos la posibilidad de ir hacia Quibdó, pero las condiciones de seguridad de este aeropuerto no presagiaban nada bueno en caso de que no consiguiésemos controlar el avión al aterrizar. Decidimos volver a Medellín con el tren de aterrizaje extendido.
No era un tema menor. El desempeño de los aviones siempre se calcula con base en la ley de Murphy: “Todo lo que puede suceder, sucede. Y ocurre en el peor instante”. Durante todos los despegues de aviones con tren de aterrizaje retráctil, cuando la nave abandona la pista, la primera verificación que la tripulación hace es “¡Positive rate!”, que significa ascenso positivo, es decir, ya estamos volando. Y la orden inmediata de quien está a los controles es “¡Gear Up!”, tren arriba, una acción impostergable, pues se prevé siempre una falla de motor precisamente en ese momento y si el tren no está arriba, por la enorme resistencia que oponen esas masas que sobresalen de ese fuselaje limpio, son la diferencia entre la vida y la muerte casi segura. En nuestro caso, volar con esas enormes patas extendidas que tenía el F-27 de Bahía Solano a Medellín, no solo castigaban la altitud máxima que podíamos alcanzar, la velocidad de crucero, el consumo de combustible, sino que en caso de una falla de un motor, emergencia que siempre gravita en la trastienda de la conciencia de los pilotos –a pesar de su infinitesimal posibilidad cuando las turbinas son mantenidas adecuadamente como en nuestro caso-, nos planteaba la necesidad de subir el tren de aterrizaje con consecuencias desconocidas. No teníamos muchas alternativas. Cargábamos suficiente petróleo para volver sin problemas, de manera que no le dimos más vueltas al asunto.
Ascendimos sobre la bahía inicialmente lo suficiente para remontar la serranía. Ya no había lugar al encanto previo. El rendimiento de la aeronave era pobre y demandaba un control fino para ir ganando altura con una lentitud agobiante. Era un don el buen tiempo. Muy cerca de la cordillera occidental ya no había un pie más que remontar, por lo cual nos resignamos a los cerca de diez mil pies que cansadamente había logrado el aparato. Fue un vuelo eterno. Le solicitamos a Quibdó que informase a Medellín de nuestra situación. Nunca como esa tarde me dio mayor respiro entrar al valle de Aburrá por San Antonio de Prado.
Teníamos varias libras de combustible aún en los tanques ubicados en las alas. Acordé con Fabián que consumiríamos buena parte de lo que teníamos, sobrevolando en amplios círculos sobre la ciudad, pues me martillaba la idea de no poder controlar el avión y salirnos hacia la mal llamada zona de seguridad de la pista. Tenía fija la imagen de un Twin Otter de nuestra empresa que se había salido tiempo atrás y que terminó con el tren delantero roto y la nariz incrustada contra el piso, con graves daños y por fortuna sin heridos graves, por ese pastizal irregular de montículos, barro y agujeros informes. No quería correr el riesgo de algo similar con una aeronave aún más pesada. Imaginaba qué podía ocurrir si colapsara un tren principal en caso de dar en ese lugar, con consecuencias que no quería vivir.
Las malas noticias tienen un vida propia y se esparcen como el fuego. Pude comprobarlo cuando sobrevolaba la ciudad. En el Edificio del Café donde estaban ubicadas las oficinas de la empresa era obvio que las personas ya sabían de nuestros afanes. Al sobrevolar el centro de la ciudad en nuestras pasadas advertía la aglomeración de personas que veían en la terraza del piso 31 a nuestro paso, agitando sus brazos para darnos aliento. Imagino su aprensión.
La solidaridad es una expresión hermosa de este mundo. Humberto Escobar, quien aún vivía entonces, solicitó autorización para volar en una de sus naves, con el fin de aproximarse a nosotros por debajo para indicarnos con total claridad el estado de giro de nuestra rueda de nariz y por tanto darnos la ventaja de anticipar la reacción del avión cuando éste tocara tierra. Su voz de ánimo por la frecuencia significó para mi un compromiso. Los aproximadamente 45º de giro hacia la derecha eran una pista invaluable.
Sobrevolé en tres o cuatro ocasiones sobre el apartamento en el cual vivía entonces, pues en mi paranoia imaginaba las llamadas a mi esposa, quien sabía estaba trabajando en casa. Quería en cada pasada reiterarle que estábamos en control de la situación. Luego disfrutaríamos del hecho de que ella se preguntase una y otra vez quien sería el payaso que no la dejaba concentrar con esos sobrevuelos irregulares, pues mis aprensiones sobre malas noticias fueron infundadas.
Llegó el momento de aterrizar. Hicimos el protocolo con la Auxiliar de vuelo para que advirtiese a los pasajeros sobre la posición de resguardo en situaciones como ésta y las acciones propias en caso de adversidad. Prolongué el tramo final para garantizar una aproximación en el mayor control de norte a sur. Acordamos con Fabián que al tocar la pista yo mantendría la nariz en alto y él apagaría las turbinas y pondría las hélices en condición de bandera –con el perfil de éstas hacia el viento- con el fin de que si nos salíamos del asfalto no se arruinasen los motores por una parada repentina al golpear contra el piso irregular de la mal llamada zona de seguridad. Con la mínima velocidad yo bajaría la nariz del avión y el apagaría las máquinas. Ambos debíamos actuar sobre el timón de dirección, usando los pedales, para devolver la nave a su trayectoria una vez bajase la rueda de nariz al pavimento.
Fue tal la fuerza de nuestra reacción cuando la aeronave viró con violencia a la derecha cuando la rueda delantera se posó, que por poco nos salimos hacia el otro lado. Dibujamos sobre el pavimento una “S” preciosa que finalmente no tuvo consecuencias. Me quedé sin un gramo de fuerza en mi cuerpo cuando tuve pleno control del aparato, por lo cual dejé que rodara hasta perder toda su inercia a mitad de la pista. Mis rodillas se agitaban sin control cuando finalmente puse el freno de parqueo y me vi rodeado por dos vehículos de bomberos que venían prestos detrás nuestro en caso de un desenlace inesperado.
Las huellas pardas en la parte superior de las mangas de mi camisa, que daban cuenta de mis dedos marcados y que advertí al llegar a casa, era la expresión de las innumerables veces que sequé el sudor de mis manos sin darme cuenta hasta ese momento, pues de ellas dependía en buena parte un resultado favorable que por fortuna tuvo este trance.
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