Nuestra aerolínea había alcanzado su mayoría de edad en medio de las vicisitudes de crecer, de aprender. La incursión en los grandes mercados del país con pasajeros fieles por un servicio atento y responsable mostraba un panorama optimista que demandaba mucha creatividad para seguir avanzando. El tráfico de ciudades intermedias mostraba una gran dinámica. Con la certeza de que el F-27 no había sido la decisión más afortunada, nuestro presidente definió el norte a seguir, la modernización de la flota, empezando por este nicho que exigía atención prioritaria.
Optar por la aeronave más apropiada es una de las decisiones más complejas y de mayor riesgo para cualquier aerolínea en el mundo. Las exigencias que impone para todas las áreas de la empresa, los costos involucrados, la diversidad de preguntas que trae consigo cualquier conjunto de rutas a operar, los retos tecnológicos, son de tal envergadura que equivocarse no es una opción a considerar como lo habíamos aprendido con sangre.
Colombia es un país exigente para los aviones. El análisis teórico de ellos se hace, entre otras variables de desempeño, con referencia a lo que se conoce como atmósfera estándar. Es un estado de condiciones de temperatura, densidad, presión atmosférica, entre otras variables que se establecen para cada mil pies de elevación sobre el nivel del mar. Al comparar la diferencia entre el ámbito real y las condiciones teóricas, es posible establecer cómo se comportará una nave en despegue, ascenso, crucero, descenso y aterrizaje; permite establecer niveles de vuelo óptimos, tiempos en ruta, comportamiento en situaciones de falla y naturalmente los pesos máximos para cada operación de donde se deduce su carga paga en cada circunstancia. Los estimados deben realizarse bajo las premisas más exigentes. La desviación de esa atmósfera teórica, cuando se comparan con los comportamientos reales promedio y extremos, en particular los de la temperatura en diversas elevaciones sobre el nivel del mar en aeropuertos como Bogotá o Rionegro, dejan ver lo complejo que es para la mayoría de las aeronaves cumplir con todas las exigencias de seguridad en Colombia. Los fabricantes y sus departamentos de mercadeo y ventas, hacen lo posible por acomodar las cifras en cada caso, pero es necesario auscultarlas con lupa.
La maraña de rutas regionales de la empresa, unas largas otras muy cortas, con los aeropuertos más disímiles, Eldorado o La Nubia, por ejemplo, significaban complicaciones inmensas. El perfil del pasajero, aquel del Urabá antioqueño o Montería con sus gallos de pelea y sus equipajes de cartón o el ejecutivo bogotano que visitaba al provincia ya fuese Manizales o Armenia, representaban un verdadero dolor de cabeza en cuanto a comodidades y áreas de bodegaje a bordo. Las dificultades de disponer de equipo de apoyo en tierra en todos los lugares se sumaban a las muchas variables que era necesario considerar para no equivocarse.
El comité básico estaba constituido por nuestro Presidente y su consejera fiel, Anita Bravo, mujer aguda que sobrepasaba con creces las funciones de su cargo de Directora de Relaciones Públicas. Estaba Miguel Montoya, el Vicepresidente de Mantenimiento, un ingeniero hecho a pulso con su inteligencia y esfuerzo personal arribando a este cargo desde almacenista de mantenimiento cuando ingresó a la empresa. Álvaro Martínez, el administrativo y financiero, era un hombre parco que solía aportar tarde al bullir de la discusiones que no tuviesen el tema económico como eje. En lo comercial estuvo inicialmente Rafael Barco, reemplazado luego por María Cristina Mora, mujer encantadora en sus maneras refinadas, quien reconocía sin ambages su poca experiencia en el sector, aunque sus preguntas conducían a recodos inesperados. Luis Fernando Botero era el representante de la ley. Era una autoridad en temas del derecho aeronáutico. Con su amabilidad permanente rompía los paradigmas de ese mundo de comas y puntos, interpretaciones de lo no dicho que constituye el universo de la leyes. Alirio Barrera defendía los intereses del servicio al pasajero. Uno de los conductores del comité era Juan Bernardo Martínez, una mente que bullía con la hiperactividad de sus ideas o de sus enojos cuando no se conseguía seguirle el paso de preguntas futuras que nadie había previsto. Desde Operaciones de vuelo estaba yo. Siempre había invitados, Juan Luis Vélez, de Ingeniería y Mantenimiento, quien se había especializado en el tema de interiores. Mauricio Arango con el mapa de rutas, escenarios de itinerario y sus complejidades. Cada reunión era un verdadero caldero de ideas que se alimentaban unas a otras en una espiral creativa que expresaba lo mejor de que “nadie sabe más que todos juntos”. Se que había más personas en aquellas puestas en común de los viernes en la tarde, pero esta memoria esquiva no me deja ponerlos en sus sitios que sin duda fueron protagónicos. Lo que mi recuerdo frágil no olvida fue la instalación de aquel comité y la sentencia de nuestro presidente. Palabras más, palabras menos dijo, “…a partir de hoy, todas las atenciones a los fabricantes corren por nuestra cuenta. Almuerzos, reuniones, viajes. Hasta que este proceso termine nadie puede recibir de ellos ni un tinto.”
No había un universo de aeronaves muy amplio que pudiesen satisfacer un escenario tan complejo. Estaban el Saab Fairchild 340, el Fokker 50, el ATR-42, el Embraer Brasilia 120 y el Dash 8- 100 de DeHavilland. La innovación tecnológica de algunas aeronaves de la época eran las denominadas “Glass Cockpit”, cabinas de cristal, que expresaban la evolución de los instrumentos de vuelo con dispositivos mecánicos, hacia representaciones analógicas de gran precisión y que para nosotros representaba una salto cuántico, que exigía una transformación profunda de ingeniería y mantenimiento y ni qué decir de nuestros tripulantes. Nos preocupaba el estado de los fabricantes en una etapa temprana de este capitalismo aglutinador, pues se auguraba un futuro incierto a actores de menor peso, producto de los primeros pasos de la globalización y la concentración. Ello nos obligaba a leer con dedicación qué estaba sucediendo en el panorama mundial, una apertura de mente que nos sacó de este valle castrador de Medellín. Las discusiones llegaron a tener un tinte global intenso, conducidas por ese líder aglutinador que fue Jorge Restrepo.
Era fascinante. Los argumentos de unos chocaban con las razones de otros, las sillas disponibles y la carga paga que en determinadas rutas eran ideales, en otras lucía insuficientes o demasiadas. Las transformaciones internas en la empresa que implicaba una nave hacían más deseable otra de tecnología más menos demandante. Los beneficios de un avión nuevo generaban preguntas por los costos enormes que contrastaban con el valor de los aparatos usados, sin garantías. El tiempo siempre apremiaba como nos lo recordaba insistentemente Juan Bernardo en su función de jefe de proyecto desde planeación. Los fabricantes pasaban por nuestras oficinas con maneras de mercaderes árabes, exagerando muchas veces las bondades de sus productos. Paso a paso avanzamos para finalmente quedar con dos opciones, el ATR 42 y el Fokker 50. El segundo tenía la desventaja de la postración de este fabricante holandés cuyo cierre de producción era inminente. Una variable definiría la decisión: el aeropuerto La Nubia de Manizales, el más exigente de todo el conjunto a operar y un mercado fundamental para la empresa, además de ser la ciudad donde ésta había sido fundada.
Avións de Transport Régional aceptó el reto. Para garantizar la operación segura en este aeropuerto tan particular por su topografía, por el tamaño de la pista y su pendiente, por la elevación sobre el nivel del mar, era imperativo total certeza de su rendimiento. Debía ser posible aterrizar por ambas cabeceras, entendiendo que al hacerlo de oriente a occidente, no solo era complejo por el espacio entre las montañas para aproximar, sino que era literalmente en bajada lo que exigía una capacidad de parada muy demandante. Si bien era una operación no regular era importante tenerla presente en cualquier evaluación. Enviaron a un personaje muy especial: un hombre en sus sesenta avanzados quien había sido piloto de pruebas del Concorde. Alto, delgado, sereno, agudo, encantador, vino a conocer el aeropuerto obstáculo. Su mirada era profunda e inteligente. Era pausado al hablar pero todo lo que decía resultaba de interés. Se fascinó con nuestro país y con su gente. Desestimaba nuestra admiración cuando nos enteramos de su currículo y bromeaba que hasta el Concorde aterrizaría en La Nubia. Fue uno de los muchos regalos que me dejó este oficio.
Como no era fácil traer un ATR-42 para demostrar su desempeño, propuso volar con uno de nuestros instructores en un Twin Otter y hacer una serie de aterrizajes simulando lo mejor posible las condiciones de altitud y velocidad de tráfico y final, ángulo de planeo, toque de pista y parada de un ATR. Conseguimos la autorización para hacerlo. Lo realizó en compañía del Capitán Mauricio Arango, sentándose por primera vez en su vida en la silla del copiloto y conduciendo la aeronave como si ello fuese rutina, sin extrañar esa disposición de las palancas de los aceleradores que sobresalen desde el techo en la cabina o la cabrilla que impacta a primera vista al no tener su propio pedestal. La certeza que expresó fue contundente; sin embargo llevó consigo información topográfica que adquirimos con el Agustín Codazzi de ese paraje montañoso donde se ubica el aeropuerto de Manizales, para alimentar las computadoras de la fábrica y entregarnos una evaluación detallada de esta operación. Aseguró que intentarían crear un escenario similar en el simulador para que no quedase ninguna duda. Unas semanas después la empresa tomó la decisión de que este sería el avión que iniciaría la renovación de la flota.
Tuve oportunidad de verle de nuevo unos meses después al ser citado a Seguridad Aérea de la Aerocivil, por instigación de Avianca, pues se aseguraba que esta operación representaba un riesgo y que el avión sobrepasaba las limitaciones de la pendiente permitida en los manuales de vuelo. Nuestro piloto de pruebas vino desde Washington, su base de trabajo para acompañar mi defensa. Los vinos posteriores de aquella noche amenizados por sus anécdotas interminables paliaron con creces las tensiones previas a esa audiencia malintencionada. El éxito de la operación ATR, por otra parte, habló por nosotros.
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