No existe quizás en la vida de un aviador o en la de ese otro oficio ancestral, el de marino, un hito más significativo que el de ocupar la silla izquierda de la cabina de una aeronave o el puesto de mando de un buque mercante: el asiento del Capitán, del comandante. Cualquier otro ascenso en la vida profesional no se compara con éste. Es el reconocimiento a una madurez en el oficio que permite a quien llega a este cargo, asumir la responsabilidad final –con todas sus consecuencias- sobre el destino del vuelo o de la navegación, de sus pasajeros, del aparato que se le ha confiado, para bien o para mal. La ley le protege y obviamente le juzga.
No en vano la literatura o la realidad ciega nos han brindado las epopeyas de un Capitán Ahab, obsesionado en alma y cuerpo por Moby Dick, esa ballena blanca que persigue con una tozudez que nos ofusca y que finalmente nos lleva a amarlo en su soledad, como un Hamlet que no puede huirle a su destino; o la de Amelia Earhart, que se despide del mundo sin dejar huella en esa empresa imposible que se impuso mas allá de toda racionalidad para la época. La responsabilidad adquiere, al asumir esta posición, la contundencia de las buenas o malas decisiones, como en el caso del Capitán Van Zanten, ese ídolo destronado de KLM, tras embestir con su B-747 otra nave similar en el aeropuerto de Los Rodeos, aquella mañana fatídica que dejó más de quinientos muertos.
Existe en los reglamentos aeronáuticos unos mínimos para optar por esta posición en términos de horas de vuelo, tipo de avión volado previamente, calidad de la experiencia, pero finalmente, son las aerolíneas las que toman esta decisión crítica con base en la hoja de vida de los tripulantes y el concepto de sus instructores de vuelo y evaluadores, del sinnúmero de eventos de formación que transcurren a lo largo de su vida en la empresa, pues los chequeos de competencia son recurrentes, tanto en la práctica como en el aula de clases.
La rápida expansión de Aces estaba requiriendo capitanes a un ritmo inusitado. El requisito mínimo era alcanzar 3500 horas de vuelo para ser considerado por un comité técnico que evaluaba la hoja de vida, contrario a las 7500 que algún momento propuso el Capitán Molina y que por poco ocasiona una crisis en la empresa. En marzo de 1981, el Capitán Jaime Pérez me comunicó aquella decisión comprometedora, motivo de incertidumbre y gozo ante el cambio y el reto que avizoraba.
Conocía bien el avión en mi calidad de instructor teórico y la vida transcurrida como copiloto había sido rica en aprendizajes ante la destreza de muchos de los pilotos con quienes compartí la cabina, de generosidad arbitraria conmigo varios de ellos. Las dificultades de la operación de aquellos años eran una escuela natural en la que superamos malos tiempos, pistas en condiciones deplorables, ocasionales problemas técnicos, que iban formando nuestro juicio y criterio.
Los riesgos propios de la operación mal llamada VFR –reglas de vuelo visual- en el enjambre de valles y montañas de nuestra topografía andina con una clima tan voluble y desmesurado, que se debían enfrentar con el incipiente soporte de las pocas radioayudas de esa época, era un motivo de desazón que se combatía con un conocimiento desde el aire del terreno a toda prueba. Los mecanismos de defensa colectivos crearon un “juego” que consistía en apostar el pago del almuerzo en el que incurría quien se equivocase en reconocer un pueblo, un río, un pico con su elevación. En las regiones más deshabitadas, la selva chocoana, los llanos orientales, una finca, un techo vistoso por su color, eran las pistas que se debían identificar, cual las migajas de Hansel y Grettel, y que buscábamos afanosamente para garantizar que estábamos en el curso correcto. Ese era el tipo de legado, pilar informal de una cultura informal pero sabia, que debía proteger en el futuro nuestra autonomía.
No obstante este paso enorme dejaba presentir nuevas ansiedades. El piloto era quien conducía la nave en tierra. El Twin Otter tenía un extraño dispositivo para el giro de la rueda de nariz, una especie de bastón que sobresalía al lado izquierdo de la cabrilla, el cual al desplazarse hacia arriba o hacia debajo de su posición central movía dicha rueda a derecha o izquierda respectivamente. Era un ensamblaje totalmente mecánico de cables y poleas, un verdadero dolor de cabeza para todo piloto nuevo por su peculiaridad y sensibilidad. Si a ese extraño dispositivo se sumaba los frecuentes barriales de muchos de nuestros aeropuertos regionales de la época, el riesgo de terminar fuera de la pista era una pesadilla recurrente. Sentarse al otro lado de la cabina daba por otra parte una perspectiva extraña al mundo circundante. Lo que antes se hacía con la mano izquierda pasaba a la derecha y el cuerpo todo resentía es nueva polaridad. La idea de que las decisiones fundamentales sobre el vuelo dependerían de mí finalmente me azoraba, más aún ante el ingreso de copilotos con muy poca experiencia que llegaban a la empresa en ese ritmo alocado de crecimiento. Tuve frecuentes dudas sobre mi competencia para lo que veía hacia adelante.
Mi instructor fue el Capitán Gustavo Restrepo. En los colectivos humanos los motes son implacables. Se le llamaba a sus espaldas “Caretabla”, pues la risa le era esquiva, las emociones parecían flores de desierto en su vida. Su formalismo y rigidez lo distinguían de ese colectivo de bromas pesadas, chistes de doble sentido y anécdotas fantásticas que alimentaban la autocomplacencia colectiva. Nadie podía objetar su profesionalismo, solo se le reprochaba su distancia.
El entrenamiento tuvo lugar en Cali. No había simulador de vuelo para formar a los pilotos, lo que implicaba hacerlo en el avión en las noches al finalizar el itinerario del día. Los riesgos implícitos al realizarlo de esta manera se compensaban con extensas conversaciones previas al vuelo, durante las cuales se discutía en detalle cada una de las maniobras que era necesario practicar. El Capitán Restrepo era meticuloso y exigente, evaluando sutilmente el conocimiento de sus alumnos en esta fase diaria del entrenamiento. Fueron seis horas de adiestramiento durante las cuales el avión se llevaba a sus límites de desempeño. Recuerdo maniobras como los virajes escarpados de 45º de banqueo con giros de 360º para probar coordinación visual y motriz y un manejo habilidoso; o las pérdidas de sustentación, que demandaban reducir la velocidad de manera controlada con la potencia en cero, para luego levantar la nariz de la nave con el fin de forzar que viento relativo se separase de las alas produciendo un abrupto desplome, que se recuperaba sin perder altura ni cambios de rumbo, aplicando de inmediato los aceleradores y controlando la actitud, acciones que exigían concentración y sincronía. La nobleza y versatilidad de esta máquina quedaba grabada en el cuerpo y en la mente durante esa fase del trabajo de aire.
El entrenamiento en la pista exaltaba aún más su mutabilidad. Las mínimas distancias en las cuales era posible despegar o aterrizar en las operaciones de máximo rendimiento eran un canto a la creatividad humana expresada en el diseño del Twin Otter. La fallas simuladas de motor, reduciendo uno de sus aceleradores en una y otra condición, y que se perfeccionaban hasta el cansancio, brindaban confianza frente a una de las situaciones más indeseables aunque remota, en la vida de un aviador: la falla de una turbina en la fase de rotación durante un despegue. Al terminar cada jornada mi instructor hacía un escrupuloso repaso de lo que habíamos hecho, señalaba mis errores y aciertos, para finalizar con la tarea para la noche siguiente que debía preparar. Las seis horas de vuelo del programa estipulado me dejaron preparado para el chequeo final ante un inspector de la Aerocivil, el cual se llevó a cabo entre Bogotá y Mariquita un día después de sortear esta fase de manera satisfactoria. Las exigencias pacientes pero firmes del Capitán Restrepo para domesticar mis torpezas permitieron que el chequeo final fuese un simple requisito, pues sentí que la mirada del funcionario de la autoridad no tenía la agudeza a la que me había acostumbrado en los últimos días. La serenidad de mi instructor esa mañana haciendo las veces de mi copiloto durante la hora y cuarenta minutos que duró esta evaluación fueron un reto para no traicionar su confianza.
Tres años después sería promovido al cargo de instructor de vuelo de este avión. La huella persistente de esta experiencia en su rigor, en los cuidados que eran imprescindibles para no tener un accidente lamentable en estas lides, fue una herencia a la que procuré siempre hacerle honor.
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