¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

viernes, 8 de abril de 2011

TAMPA

Decidí volar en Tampa iniciando la década de 1980. Esta empresa dedicada al transporte de carga acababa de incorporar a la flota un Boeing 707, el HK 2401, llamado “El Abuelo” en honor a el fundador de la compañía, Don Luis Coulson, quien en su momento había también participado de la constitución de SAM en 1945 y de Aces en el 71. El Capitán Hugo Molina, fue nombrado director de operaciones luego de haber desempeñado el mismo cargo entre nosotros. Cedí ante esa oferta tentadora, de una manera que hoy puedo mirar con cierta benevolencia conmigo mismo. En esa cultura cerrada y autocomplaciente de los pilotos, tema que en cierta forma aún pervive, asuntos como el tamaño del avión, el tipo de operación, la potencia y el número de sus motores, su peso, juegan un papel protagónico en el imaginario colectivo, -narrativas más allá de la racionalidad-, que estimulan las creencias de que se avanza, que se es mejor piloto, que se hace “carrera”. Yo también lo creía así. Por lo demás aquello de la potencia y el tamaño me inclinan a pensar en cierta “erótica del vuelo”, alusión recurrente en un humor cerrado de conversaciones de pasillo. Iba a pasar de ser copiloto regional, a copiloto internacional. Las 43.500 libras de peso máximo del FH227 pasarían a ser 257.000 libras del B-707. Chigorodó o Condoto se transformaría en Miami, Lima, Buenos Aires…pudo más mi vanidad que el gusto por lo que estaba haciendo. Mis sentimientos y dudas se vieron a prueba en varias oportunidades previo a aceptar, pero terminé por ceder, pues además de los guiños de la presunción, tendría la ocasión de volar con mi maestro Nelson Estrada, quien ya había dado el paso, Pedro Ramírez –alguien en quien siento que debo detenerme más tarde-, Julio Consuegra, todos ex pilotos de Aces y Tito Manzanera o Jaime Salazar, íconos de la aviación dignos de imitar, en esta etapa de mi vida.

Evoco aquel curso de tierra estudiando en la casa de esos comandantes en las noches luego de recibir clase durante el día, procurando seguir el paso a sus interpretaciones del manual de sistemas o el de operaciones de la aeronave, en discusiones acaloradas sobre presiones, temperaturas, posiciones de los selectores de cabina y su funcionalidad, procedimientos normales y de emergencia, esa etapa demandante de todos los cambios de equipo en la formación de los tripulantes, generadora de un estrés insoslayable. Mi escaso bagaje se quedaba corto muchas veces. Fueron generosos conmigo, sin embargo, y me mostraron que esos afanes también a ellos les acosaban.

Me traslado de nuevo a mi primera experiencia en un simulador de vuelo, ese cajón mágico de realidad imitada, con mi corazón agitado, mi boca seca, mi ansiedad al tope. El Capitán Manzanera el tutor, Hugo Molina el piloto, el “Gato” George Gilbert el ingeniero de vuelo y yo. Me impresionó su tamaño. Montado sobre unos enormes gatos hidráulicos en una especie de hangar, requería para entrar en la cabina ascender por una escalera metálica como quien sube a un segundo piso. Un estrecho pasillo daba acceso a la entrada. Nuestro instructor nos mostró una escotilla en un extremo para escape de emergencia, expresión del rigor por la seguridad de la aviación. Olía a avión.  Se me llamó la atención, -para mi vergüenza el primer día-, por no ponerme el arnés de pecho al acomodarme el mi silla, pues como lo señaló nuestro instructor con una sentencia contundente, “el simulador es el avión”.

He revisado mi bitácora –donde consta mi historia de aviador- para no equivocarme: ¡solamente recibí ocho horas de entrenamiento, es decir, dos períodos de cuatro horas, de las cuales la mitad estaban dedicadas a mí!, además de una hora y media en el avión. La exclamación no es en vano. En aquella época, que siempre me lleva a nominarla como la de la aviación de las “bárbaras naciones”, quizás ello fuese aceptable. Hoy en día es impensable. Un entrenamiento de esta envergadura dura por lo menos tres veces más sin incluir allí los chequeos obligatorios con la autoridad aeronáutica y los posteriores chequeos en ruta con un instructor calificado. Eran otros tiempos obviamente. Por algún motivo no logro evocar qué maniobras hicimos o cómo fue mi desempeño.

¡Qué cambio tan rotundo! Pasé a tripular una aeronave que volaba cerca de tres veces más alto y más rápido y que estaba equipada con los primeros avances de automatización de la época. El más notable, el de la navegación inercial procesada por unas computadoras, que una vez conectadas al piloto automático conducían la nave por la ruta programada con base en coordenadas de latitud y longitud que definían las posiciones de las aerovías, sin que fuese necesaria la intervención manual de los pilotos.  

Ese nuevo mundo traía consigo, no obstante, sus angustias. El despegue en el Olaya Herrera en el peso máximo permitido para esta longitud de pista y condiciones de elevación sobre el nivel del mar y temperatura era marginal. Al entrar a posición en la cabecera sur luego de realizar todas las listas de comprobación, el comandante procuraba un giro apretado para garantizar toda la pista al frente. Con los frenos a fondo se aplicaba una primera aceleración llamada 1.4 de EPR y se hacía una pausa para revisar que todo estaba a punto. Luego se ajustaban con cierto apresuramiento las cuatro palancas de potencia al dato calculado previamente de máximo empuje, con la colaboración activa del ingeniero de vuelo, quien cuando estaba satisfecho enunciaba en voz alta “¡Power Set!”. El sopor de los primeros metros hacían pensar que sería imposible lograr la velocidad requerida para rotar: romper la inercia de esa mole nos aceleraba el corazón. Alcanzábamos la velocidad de rotación siempre expectantes ante la menor indicación de alguna anormalidad, cuando restaba menos de un tercio del asfalto disponible. Unos segundos eternos después quedábamos en vuelo, para pasar rasantes por la Avenida Treinta con el tren de aterrizaje todavía en tránsito en proceso de entrar en sus compartimientos. El respiro de alivio colectivo expresaba la conquista de esta fase crítica. En más de una oportunidad, debido a la abundante carga, se hizo necesario hacer escala técnica en Barranquilla para poner combustible y continuar a Miami, pues de lo contrario hubiese sido imposible despegar con tales pesos en vuelo directo.

Los ingresos al Valle de Aburrá y el subsiguiente aterrizaje, en particular durante la época de bruma y visibilidad reducida eran un motivo real de preocupación y requerían toda nuestra vigilancia. Solíamos llegar a la radioayuda, el VOR MDE, ubicada en el tope de la cordillera cerca de Santa Helena a realizar los denominados patrones de espera –una maniobra cuyo perfil se asemeja al recorrido de un hipódromo- , buscando un claro en la capa lechosa que se asentaba sobre el valle para descender en condiciones visuales. Era necesario reducir la velocidad al mínimo posible para tener tiempo y espacio de maniobra; descendíamos buscando mojones conocidos, la cúpula blanca del seminario, la aglomeración del centro de la ciudad, Manrique con sus calles empinadas, para encontrar el momento preciso y virar hacia el cerro de El Volador, una especie de faro, que debía cruzarse a una altura de unos seiscientos pies sobre el aeropuerto, completamente configurados para aterrizar, so pena de ir muy rápido o muy alto, con consecuencias muy poco agradables para todos. La concentración y la tensión compartida eran el acicate para no fallar.

Nunca como entonces me fatigué volando. Los horarios de los vuelos eran en su mayoría nocturnos. Ver la llegada del día tras una noche en vigilia, rutina repetida tres o cuatro veces continuas resultaba agobiante y tendía a matar el encanto. Todo el organismo se expresaba en rebeldía, el sueño se trastocaba. Las esperas en los aeropuertos durante los procesos de bajar y subir la carga eran unos tiempos muertos durante los cuales la expectativa de la salida próxima no permitía ningún reposo. La ilusión de los vuelos a destinos como Buenos Aires o Lima, se desbarataba de golpe ante el cansancio que reclamaba unas horas de quietud para recobrar las energías, procurando engañar al cuerpo y dormir a deshoras.

Rescato el aprendizaje a golpes que tuve que trasegar.  Durante las horas del vuelo de crucero, con la nave conectada a su automatización y por tanto en un ámbito de bajas cargas de trabajo, solía estudiar el Manual Jeppesen, una verdadera enciclopedia de la navegación aérea. Además de las cartas de todas las rutas y aeropuertos de América, la información sobre regulaciones, lenguaje aeronáutico, simbología, buenas prácticas, no sólo desnudó mi profunda ignorancia, sino que me reafirmó sobre la vastedad del mundo al que había accedido, que era un microcosmos de la realidad, expresado en la interconexión, en el encuentro y desencuentro de culturas.  Nuestro subdesarrollo atávico se puso en evidencia de una manera que me remitía a mis ilusiones políticas de juventud, con cierta violencia íntima, que me dolía, al comparar la Aerocivil nuestra con este mundo cosmopolita que se insinuaba en el método, la rigurosidad, el profesionalismo que advertía en cada cosa que leía a 39000 pies. Paradojas de la vida: ese mundo de élite de la aviación internacional derrumbaba sueños de un izquierdista pequeñoburgués, -para ponerlo en el lenguaje de la época-, mostrándome lo lejos que estábamos de los circuitos del saber, del poder, que marcaban el ritmo de los tiempos. La aviación, como tanto otros hitos del desarrollo humano, ya insinuaban para mi la fuerza incontenible de la globalización como con todos sus arbitrios y sus retos.

Renuncié a Tampa con una tensión entre el fracaso y la esperanza. ¡Qué ambigua suele ser la vida! La necesidad que tenía Aces de tripulantes con cierta experiencia ante su expansión apresurada, me llevó una mañana a pedirle una cita al Capitán Jaime Pérez quien había sido promovido a Director de Operaciones. Recuerdo aquella mañana con claridad. Hablamos en la terraza de la casa que era la cede de la empresa. Sin mucho preámbulo le dije que quería regresar. Se sorprendió por mi decisión, me interrogó por lo motivos en varias oportunidades, pero mi actitud fue inquebrantable. Inclusive tuvo la generosidad de mostrarme ambos futuros como podíamos imaginarlos entonces, pero no había nada que cambiara mi certeza. No tenía nada a mano para argumentar, no se si imaginaba hacia dónde nos llevaría el destino. Todavía me sorprende lo que vino después. ´﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ita al Capitán Pel Capitencia ante su aba interconexiue por momentos me hac

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