¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

miércoles, 8 de junio de 2011

PUCALLPA


La ciudad de Pucallpa está ubicada a unos 450 kms al noreste de Lima en plena selva amazónica. Su terminal aéreo es el Aeropuerto Internacional Capitán FAP David Abensur Rengifo. Es un aeródromo comparable al de Cartagena en su tamaño y disposición general, con una aproximación instrumentos tipo VOR de mediana precisión y poco tráfico aéreo, la mayoría de orden doméstico. Jkeo. ﷽﷽﷽﷽﷽os, para darnos la opona precisiiones del tiempo lo permiti tanque de combustible estaban repletos, para darnos la opoamás imaginé que algún día debería aterrizar en este lugar: digo debería, pues no fue precisamente por libre decisión que tuve que conducir una aeronave a este terminal aéreo.

Los B-727 de la compañía, la mayoría de los cuales eran arrendados, se sometían a las revisiones de mantenimiento periódicas profundas en diversas instalaciones de aerolíneas que tuviesen la capacidad técnica y la disponibilidad para realizarlo. En esta oportunidad se había contratado con Lan Chile la revisión de este aparato, el cual debía por tanto volar a Santiago de traslado para dicho proceso que duraría unas semanas. Fui programado en compañía de Federico Williamson como copiloto y Luis Alejandro Martínez como ingeniero de vuelo para trasladar la aeronave. Una gratísima compañía que insinuaba un día sin par, como lo insinuaba la conspiración favorable el sol tibio de la sabana y la expectativa de dos días en Santiago, previo a nuestro regreso a Colombia. Con Federico había construido una sólida amistad; Luis Alejandro por su parte era un ingeniero cuidadoso, garantía necesaria para un vuelo como este. Estaban además un técnico de mantenimiento y un funcionario del Centro de Control de vuelos de Bogotá, el primero para supervisar los trabajos durante el tiempo de permanencia del avión y el segundo para facilitar los papeleos propios del vuelo. 

Todo parecía propicio en Eldorado. En la oficina de Control de Vuelos nuestro funcionario a cargo del despacho nos presentó la declaración general de aduanas, el plan de vuelo internacional, los reportes de tiempo de la ruta, los pronósticos durante el día y los permisos de sobrevuelo. Se había preparado un manifiesto de peso y balance especial, debido a que a la nave se le habían removido todas las sillas de pasajeros, las cocinetas delantera y trasera, los tapetes, y todo aquello que pudiese facilitar los procesos de inspección que se realizarían, pues era una rutina profunda la que correspondía realizarle a la nave, de acuerdo con el plan general de mantenimiento de Boeing. Los tanque de combustible estaban repletos, para darnos la oportunidad de un vuelo directo si las condiciones del tiempo, de vientos y unos niveles de vuelo óptimos lo permitían. Todo marchaba sobre ruedas. Insistí, recuerdo claramente, sobre los permisos de sobrevuelo, pues en el pasado había tenido dos malas experiencias en traslados similares que implicaron desviaciones hacia rutas no previstas y varios contratiempos. Tras consultar con la base principal de despacho y control de vuelos en Medellín, me dieron la certeza de que todo estaba en orden y me entregaron un código que identificaba dicha autorización para mi tranquilidad.

Poco después de las ocho de la mañana estábamos en ruta. El plan de vuelo nos conduciría vía Girardot, a Puerto Leguízamo en la frontera con Perú, para continuar a Iquitos manteniendo  la cordillera de los Andes a nuestra derecha, al occidente.  Antes de cumplir una hora de vuelo entramos a territorio peruano. Las comunicaciones en esta zona no son las mejores, por lo cual nos tomó unos minutos establecer contacto con dicho espacio aéreo para identificarnos y comunicar nuestra posición, nivel de vuelo, ruta y estimados de acuerdo con los protocolos establecidos. El Control de Tráfico aéreo nos preguntó obviamente por el permiso de sobrevuelo. Sin dudarlo le dimos el código que nuestro funcionario en Bogotá nos había entregado. No tengo una precisa noción de tiempos; sí se que volamos un largo buen rato sin contratiempos, cruzando Iquitos hacia el sur. Inesperadamente, y con un tono poco usual, el Centro de Control de Lima a cargo nuestro nos comunicó que nuestra aeronave no tenía autorización para sobrevolar el territorio peruano, es decir que éramos una nave intrusa y que debíamos dirigirnos de inmediato hacia el aeropuerto de Pucallpa y aterrizar allí so pena de ser derribados. Nuestro desconcierto fue total y no hubo explicación posible. No había más alternativa que hacer lo que nos estaba ordenando el controlador.

Un cambio súbito de planes como este es algo desconcertante en una cabina. En mi vida no había escuchado la palabra Pucallpa a pesar de haber volado en el pasado estos parajes durante mi breve estadía en Tampa. Sacamos de inmediato las cartas de vuelo para buscar este aeropuerto y para determinar la ruta que nos conduciría allí; nuestro ingeniero de vuelo trataba por todos los medios de establecer comunicación con Bogotá vía frecuencias HF (High Frecuency) sin ningún éxito. Estábamos a nuestra merced. Recuerdo mi boca seca, mis preguntas sin respuesta, mis imaginaciones sobre una cárcel peruana oscura, lóbrega, olvidada en plena selva durante aquel descenso atormentado. Pasaron por mi mente las historias de narcotráfico y de derribamientos de aviones que hacían parte de la antología aeronáutica de los últimos años. La selva peruana estaba encapotada en la mañana como suele ocurrir debido a la humedad extrema, por lo cual la fase final de nuestro descenso la hicimos guiados por los instrumentos de la nave, procurando imaginar qué íbamos a encontrar durante nuestro arribo. Tengo grabado en mi mente la imagen de aquella ciudad mediana una vez iniciamos la aproximación. Un claro urbanizado en plena selva con un río al fondo que marcaba los límites del norte de la población y la pista en la distancia recostada contra un paraje verde que limitaba con el río, orientada hacia el noreste. Mi corazón estaba acelerado; procuraba mantener la concentración en la fase final e inesperada de este vuelo.

No éramos bienvenidos como lo pudimos advertir al rodar lentamente hacia la plataforma atestada de soldados de fusil en mano y varios vehículos militares. Sentí con una contundencia informe, mientras conducía la aeronave hacia esa plataforma amenazante, lo que significaba ser “comandante” del avión. Sabía claramente que era un error de un funcionario, pero no estaba seguro de que esto pudiese de alguna manera vulnerar la mirada de un soldado cuyo honor es perseguir enemigos y me imaginé que éramos una presa preciosa. Para aumentar nuestra zozobra, el estado interior de la nave sin duda permitiría inferir que estaba preparada para un transporte en grande de droga. No nos esperaba una recepción amigable. En efecto. Me fue comunicado como piloto al mando, por un oficial a cargo, que nuestra nave quedaba confiscada por violar el espacio aéreo del Perú y que nosotros quedábamos a disposición de las autoridades de la fiscalía que estaban arribando. Era un panorama oscuro.  

Los funcionarios públicos son simples, iguales a todos en sus maneras grises. Con el tono cantarino de los peruanos, el fiscal de turno mostró su arsenal una vez arribó. El avión quedaba a merced del gobierno del Perú y obviamente sería inspeccionado en profundidad. Procurando mantener la calma explicamos qué hacíamos allí, mostramos toda nuestra documentación, tanto personal como de la nave, incluyendo el contrato con Lan Chile para el servicio técnico, y ofrecimos toda nuestra colaboración para la inspección del avión. Pedí autorización para comunicarme con Colombia pero no me fue otorgada. Un equipo de funcionarios se dedicó a un revisión detallada de cada centímetro del aparato en medio de un clima húmedo y cada minuto más caliente en la medida en que la mañana transcurría. Mis colegas permanecieron en la nave; yo me dediqué a convencer a un oficial del ejército y un fiscal de nuestras intenciones. Unas dos horas después de nuestro arribo, el jefe civil de la misión nos comunicó que Lima había ordenado el traslado de la aeronave al aeropuerto Jorge Chavez para una revisión aún más profunda y su confiscación. En medio de tanta adversidad lo interpretamos como una buena noticia al comparar mentalmente a Lima con este paraje remoto. Fue contundente al advertirnos que la Fuerza Aérea Peruana estaba al tanto de la violación y que si hacíamos cualquier intento por eludir dicha revisión seríamos derribados de inmediato. Elaboramos plan de vuelo y partimos cerca del medio día.

En vuelo el Centro de Control de Lima fue igualmente contundente. A la menor desviación de la ruta seríamos interceptados por naves de la FAP, quienes tenían orden de abatirnos. Nos concentramos por tanto en nuestro propósito en medio de un malestar profundo que me embargaba por una omisión tan absurda que finalmente me dejaba mal parado como director que era del área de operaciones de vuelo de la cual dependían las personas que preparaban la documentación para estos traslados. La incertidumbre nos agobiaba.

Una vez en Lima, parqueamos en la zona de carga del aeropuerto igualmente rodeados por vehículos militares. Una comitiva poco afable nos esperaba. Otra vez nuestras explicaciones, la muestra de los documentos que acreditaban nuestra versión de los hechos ante rostros impávidos y severos que insistían el la violación cometida. Mientras el resto de la tripulación colaboraba con un ejército de detectives que recorrían la nave acusiosamente con perros adiestrados, solicitando que se abriesen compartimientos, paneles, ventanillas de inspección, bodegas, mientras pasaban algodones ungidos con quién sabe que producto y en busca de qué, procuré comunicarme con la empresa por vía telefónica. Finalmente pude informar sobre la situación en la cual nos encontrábamos, que ya la compañía conocía por versiones de la radio con la primicia de una aeronave colombiana confiscada en Perú por sospechas de narcotráfico. Me interrogaron varias veces diferentes funcionarios, buscando sin duda contradicciones en mi versin﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ documentos que acredi buscando sin duda contradicciones en mi versiicaciones, la muestra de los documentos que acredión, mientras tecleaban mis palabras en sus máquinas de escribir como evidencia. Estaba exhausto, confundido, haciendo lo posible por mantener la compostura ante una experiencia inédita.

Entiendo que la Cancillería Colombiana intervino y en torno a la cinco de la tarde fuimos autorizados a continuar vuelo hacia Santiago. Pero había un problema. No teníamos el combustible suficiente para volar hasta allí cumpliendo con todos los requisitos de petróleo extra para una contingencia, pues la escala no prevista nos había consumido una buena cantidad; no disponíamos entonces de una tarjeta de crédito que nos permitiese pagar por éste. Era absurdo. Esculcando nuestros bolsillos dispusimos de los viáticos de cada uno de nosotros, incluyendo hasta el últimos centavo de técnico quien contaba con una suma mayor a la de la tripulación por su tiempo de estadía durante el servicio de la nave. Finalmente hacia las seis de la tarde logramos despegar de Lima rumbo a Santiago, sudorosos, cansados, tensos e irritados hasta la última fibra de nuestro cuerpo. Más de doce horas después de haber despegado de Bogotá arribamos a los hangares de Lan Chile donde un funcionario, amable esta vez, nos esperaba para transportarnos a la ciudad. Aquella botella de vino que acompañó el fin de esta odisea en un hotel lateral al Palacio de la Moneda, fue el mejor sucedáneo para que las bromas en que se recrearon mis compañeros a costa mía y las remembranzas de lo sucedido apaciguaran finalmente los ánimos. Nunca como entonces disfruté ser objeto de las chanzas de mis colegas por mi ofuscación sorda y una indignación visible por la sospecha insidiosa a la que fuimos sometidos en medio de este absurdo. 

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