-¡Jorge qué belleza de avioncito! El Negro se va a morir -dijo Nena, contemplando con deleite el precioso juguete que acababa de sacar de la caja con cuidado, mientras le ensamblaba las alas debajo de su protuberante barriga y ponía las baterías.
-Mirá cómo enciende las lucecitas cuando se le mueve este botoncito… ¡y cómo giran las hélices una a una, como si estuviera prendiendo los motores como un avión grande,…es increíble, parece de verdad! Este muchacho se va a enloquecer con este traído del Niño Dios. Apenas sí puedo esperar a que sea 24 de diciembre para verle la cara.
La emoción y la ansiedad de mi madre tenían pleno fundamento. Desde muy temprana edad, tres, cuatro años tal vez, mostré una fascinación por los aviones inusual. Al escuchar el ronroneo de los motores a pistón de los Curtiss C-46 o los Douglas DC-3 que componían las flotas de las primeras aerolíneas de pasajeros del país, mientras surcaban el cielo de Medellín en sus maniobras de despegue y aterrizaje en el aeropuerto Olaya Herrera, abandonaba lo que estuviese haciendo y buscaba con afán localizar el aparato en el cielo para expresar una alegría contagiosa cuando lo encontraba.
La primera vez que me llevaron al “campo de aviación”, a esperar la llegada de mi padre, cuando tenía apenas unos seis años, fue tal mi excitación al contemplar los aviones desde las terrazas del terminal que lindaban con la plataforma de parqueo de las naves, que mi madre llegó a temer por mi salud, pues, según relatos que en su vejez repetía orgullosa, mi piel morena se tornó rojiza, mis ojos negros se expandieron de manera descomunal y mi desasosiego fue tal, que empecé a hablar atropelladamente y a los gritos, sin parar durante interminables minutos, sobre los colores de uno o la cola del otro, el ruido de un motor comparado con aquel, las vestimentas de los pilotos y las azafatas, los pasajeros que subían o desabordaban los aparatos, causando risas inevitables entre las personas adultas a mi alrededor y una enorme turbación en mi madre, que no lograba contener ese torrente emotivo.
Por ello, al recibir el regalo de navidad, en efecto me enloquecí de agitación. Desde el instante en que lo tuve en mis manos, esa noche jubilosa, olvidé mis otros juguetes, aún los favoritos, la pistola de rollos y el carro de bomberos que mi padre había traído de Cúcuta unos meses atrás y pasé horas, días enteros durante esas vacaciones de fin de año, encerrado en mi cuarto con las cortinas de la ventana cerradas para crear una penumbra que me permitiese observar cómo le prendían las luces de punta de ala a mi hermoso Boeing Stratocruiser 377 con los colores de Pan American Airways, una verde y otra roja y una luz roja giratoria en la cola, mientras prendía los motores uno a uno, para luego arrancar y moverse por sus propios medios, como un poderoso pájaro metálico presto a despegar. Me entregué con toda el alma al oficio de ser el capitán de ese navío magnífico, único, mío, sin rival entre todos mis cacharros o los juguetes de mis amigos del barrio.
Tirado en el suelo lo ponía debajo de la cama como si se tratara de un inmenso hangar de parqueo; imaginaba la entrada de los pasajeros y la mía propia a la cabina, como comandante de esa nave asombrosa; luego le movía el botón de control para que empezara el ciclo de encendido. Me figuraba sentado al frente, moviendo palancas e interruptores mientras contemplaba ansioso como giraban los motores uno a uno y le dejaba rodar lentamente hacia mí por sus propios medios.
Con toda seriedad decía: -Acá el Pan Am 377 listo para despegar.
-Pan Am 377 autorizado para salir.
Le tomaba con mi mano de la parte superior de su fuselaje y salía volando airoso, ascendiendo raudamente, para llevarle lejos hacia destinos fantásticos, con pasajeros felices a quienes transportaba por un mundo que me pertenecía, que recorría en un vuelo que duraba los segundos que permanecían los motores en movimiento, con giros agudos y excitantes sin fin en mi imaginación de niño piloto. En mi nave poderosa, crucé mares y desiertos como un Sandokan del aire, sobrevolando el golfo de Bengala o las selvas de la India, el desierto del Sahara y las praderas de África, que observaba desde esa cabina de múltiples ventanas de mi avión, en misiones que pusieron a prueba mi pericia y valor, ante malos tiempos amenazantes o fallas sorteadas siempre con arrojo y decisión.
-Mijo que está haciendo ahí en ese cuarto con las cortinas cerradas. Vaya a jugar a la calle. Un muchacho como usted no debe estar encerrado en la casa todo el tiempo.
¿Encerrado? Mi mamá era como boba; yo no estaba encerrado, yo volaba, era libre como ninguno. ¿La calle? Mi mundo era el cielo, las nubes, el sol.
–Enseguida voy mamá que estoy haciendo unos experimentos con unas luces, no se preocupe. Y continuaba en mi misión con entusiasmo, con valor, hasta que las baterías empezaban a fallar obligándole a parar.
-El Pan Am pidiendo pista para aterrizar.
-Pan Am 377 tiene permiso para aterrizar……y para terminar los viajes por hoy, con pesar por ese montón de aventuras pendientes por vivir con mi avión sin pilas. Era mejor hacerle caso a mi mamá y buscar a alguno en la calle con quien jugar para que no me fuese a poner problema cuando le solicitase dinero para comprar unas pilas nuevas.
Este es mi primer recuerdo nítido de mi obsesión por los aviones. ¿Transporta nuestra sangre mensajes cifrados que nos poseen en los recodos más insospechados de la vida sin que tengamos ningún control sobre ellos? No lo se. Y lo digo acá, pues mis únicos contactos infantiles con ese mundo mágico llegaron por mi abuela materna, Gabriela, quien tuvo un hijo piloto, Hernando Arango, de quien sólo recuerdo aquel bello retrato en la alcoba en penumbras permanentes de esa anciana, posando con su uniforme de piloto de la Fuerza Aérea, tras su graduación, y antes de su muerte durante el vuelo de prueba de una aeronave que había estado en mantenimiento, y por mi tío Rodrigo. Toío, como le llamamos siempre, había sido radio operador de la ECA, la empresa colombiana de aeropuertos creada por Rojas Pinilla, en los años cincuenta. Él había alcanzado a ser controlador de la torre de control del aeropuerto de Otú en mi infancia, -a lo cual me referiré más tarde- y solía contar preciosas historias de la saga de la aviación colombiana de los años cuarenta o cincuenta, en narraciones que me embelesaban.
Aquel regalo que ocupa en mi corazón un lugar de privilegio fue quizás el motor de lo que ha sido mi vida. Mis padres no podían presagiar como estimularon desde entonces mi imaginación. Durante los paseos familiares en automóvil, un Chevrolet 1952 en el que salíamos de viaje con frecuencia los fines de semana, solía sentarme en la silla trasera del lado izquierdo, y me pasaba horas con mi mano en la manija para operar la ventanilla, imaginando que volaba mi nave poderosa mientras la movía hacia adelante y hacia atrás, afrontando situaciones de riesgo en los lugares más remotos, con un valor y una pericia a toda prueba. A los diez años era capaz de reconocer, sólo a partir del sonido de los motores, si se trataba de un DC-3, un Beaver, un C-46 o aquella nave fabulosa, el Constellation que entonces operaba Avianca, el avión que cruzaba sobre mi cabeza ya en aproximación o en despegue cuando vivíamos en el barrio que lindaba con el Colegio San Ignacio, en Medellín, aún habitado por una par de fincas con algunas vacas lecheras que pastaban a pocos metros de nuestras casas recién estrenadas.
Era una pasión desenfrenada. Leía sobre aviones todo cuanto pudiese encontrar. Evoco una hermosa enciclopedia que compró mi padre, que tenía un volumen dedicado a la historia de la aviación, con ilustraciones a color sobre los globos de los hermanos Montgolfier, los planeadores de Otto Lilienthal o aquella fotografía icónica del Kitty Hawk, de los hermanos Wright. Coleccioné aquel precioso álbum que publicó la Nacional de Chocolates, “La conquista el Espacio”. Las láminas ilustradas a color se entregaban en las chocolatinas jet de la época con descripciones de cada aeronave que me aprendí una a una. Mi amado B-377 estaba entre ellas. Durante una larga convalecencia por una peritonitis, mi abuela paterna me regaló varios libros de la serie Mike Mars, escritos por Donald A. Wollheim, basadas con notable realismo en el Proyecto Mercurio, de los cuales mi favorito era aquel del vuelo del X-15. Vaya si me sentía tan capaz como el joven Mike de dominar ese aparato.
Al devolverme 52 años atrás y ante la insistencia de algunas personas queridas, me doy cuenta que lo que entonces se perfilaba como un destino ha significado un privilegio que me ha dado la vida y que quizás sea grato compartir. No es otro entonces el motivo que me lleva a emprender este viaje. Tras este preludio, que hace las veces de la lista de comprobación previa a encender los motores, pido libre para encender la turbina número dos e iniciar el vuelo.
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ResponderEliminarMe transporta su relato, vibro de emoción en cada párrafo, mis respetos y agradecimiento por compartir su vida.
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