Son diversos los recuerdos que se agitan en mi memoria en una confusa superposición de fechas y lugares, cual un caleidoscopio que gira acá y allá, cuando miro mi infancia y adolescencia y la manera como los aviones iban dejando huella en mí. Creo que la primera vez que toqué físicamente uno ocurrió en Otú. Eran unas vacaciones de diciembre. Mi tío Rodrigo era el administrador y controlador de ese aeropuerto, como lo dije previamente. El “terminal” era una preciosa casa de campo, que sin duda alguna vez fue la morada principal de alguna hacienda que derivó a ser el campo de aviación de la región. Se trataba de una vivienda rectangular de una sola planta, pintada de blanco y naranja, con corredor de barandas alrededor de toda la propiedad. Sus salas y habitaciones daban a un gran patio central de hermosas flores y un árbol que regalaba una sombra generosa a esa zona de la casa. No se bien si entonces había torre de control; creo que no. Me veo en una alcoba donde se recibían las comunicaciones con una ventana que daba a la pequeña plataforma de parqueo de las aeronaves. Pasaba horas allí con Toío escuchando a través de unos vetustos auriculares las llamadas de los aviones que cruzaban por esa zona, pues desde siempre fue un lugar de cruce de aerovías que conducían hacia la Costa Atlántica desde Bogotá. Me transportaba a esas cabinas con una imaginación febril. Mi tío me contaba anécdotas de aquellos pioneros, Ernesto Recamán, Mauricio Obregón, Raul Arango o los pilotos alemanes, cuyo nombre he olvidado.
Evoco una especie de escritorio metálico inclinado de color verde oscuro con manchones marrones del óxido en progreso, en el cual se incrustaban varias perillas y relojes identificados con nombres en inglés; tenía un par de micrófonos conectados al mesón por cables negros retorcidos y en mal estado, dos audífonos anticuados y un parlante a través del cual se sobreponía ruidos perturbadores que hacían difícil entender los mensajes. Era un conjunto de instrumentos viejos, descoloridos por el tiempo, que suministraban información de la dirección del viento, la presión atmosférica, la hora y señales de un radiofaro que transmitía ondas de baja y media frecuencia para permitir la navegación de las aeronaves que arribaban o cruzaban sobre esta estación.
Aquel día memorable sonó la sirena que alertaba a posibles transeúntes que de manera permanente caminaba por la pista, sobre la inminencia del arribo de un avión.
-¿Toio, ya viene? – debo haber preguntado.
-Si mijo, tranquilo que ya viene. Arrímese y póngase los audífonos para que lo oiga.
Esa conversación entre avión y torre debió transcurrir más o menos así:
-Torre Otú, el Aerotaxi HK-248 a través de cinco mil en descenso.
La voz profunda y hermosa mi tío contestó sin duda: -Recibido Aerotaxi 248, autorizado aproximación para la pista 34, el viento está en calma, el QNH es 29.92. Hay ocho kilómetros de visibilidad y algunos estratos en la trayectoria de la aproximación. Notifique con el campo a la vista.
-Recibido Otú, el Aerotaxi 248, le llamo con el campo a la vista.
Solía correr hacia la puerta de madera por la cual accedían los pasajeros y en la cual podía subirme para tener una mejor vista del estrecho valle en el cual está enclavada esa pista. Oteaba con emoción apenas contenida la aparición de esa pequeña aeronave monomotor que brillaba en el cielo de la mañana en su viraje hacia la aproximación final descendiendo pegada a las montañas.
-El Aerotaxi 248 virando a final con el campo a la vista- se escuchaba en esta etapa del vuelo por aquellos audífonos.
-Autorizado aterrizar Aerotaxi 248. El viento en calma.
-Recibido, autorizado aterrizar.
La última fase del vuelo transcurría en un ángulo pronunciado debido a una colina cercana a esa cabecera lo cual sugería desde mi atalaya una maniobra de alto riesgo y precisión. Al tocar tierra y bajar el patín de cola se levantaba una gran polvareda en esa pista de tierra. El ronroneo inconfundible de ese motor radial a pistón, que era música para mis oídos, se iba haciendo más lento en la medida en que la nave se acercaba a la plataforma entre el alborozo repetido siempre de quienes esperaban a algún ser querido o debían viajar a Medellín, como si algo singular hubiese ocurrido con esa llegada.
Los pilotos eran grandes amigos de mi tío. Se saludaban alegremente y con frecuencia pasaban a la casa a tomar un café o simplemente a huir del sol y el calor. Mi agitación aquel día ha de haber sobrepasado todo límite, pues me veo unos minutos después sentado en la silla del capitán, con la puerta abierta plenamente, mientras transcurrían las idas y venidas del desembarque y embarque de personas y equipajes, un tiempo que transcurrió demasiado pronto para mi corazón agitado. Me vi a mí mismo con esa camisa azul clara impecable del uniforme de entonces de esos pioneros, la corbata oscura y esas charreteras que brillaban en sus hombros y les diferenciaba de todos a su alrededor. Nunca imaginé entonces que repetiría esa misma escena muchísimas veces en aquella misma pista volado allí en los hermanos mayores del DeHavilland Beaver DHC2, el Twin Otter DHC6, que compuso por años al flota de Aces veinte años después y en los cuales sobrevolé este país por más de 10.000 horas.
Aun no se su nombre, pero quiero plasmar mi admiración.
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