¿Por qué un blog?

"La memoria a veces parece un movimiento de resistencia ilegal, y los poseedores de memoria, los resistentes clandestinos. Existe la historia oficial: de ella se ocupan las instituciones estatales legales, los guardianes profesionales de la historia. Existe la historia personal. De ella nos ocupamos nosotros solos, haciendo catálogos de nuestra vida en álbumes familiares. Existe una tercera historia, alternativa, la historia íntima de cada día que hemos vivido. De ella se ocupan pocos, los arqueólogos del quehacer cotidiano es para excéntricos. Y justamente la historia de lo cotidiano es la guardiana precisa de nuestro recuerdo íntimo, más precisa que la historia oficial, más exacta, más cálida que la que está encuadernada en los álbumes familiares, porque la memoria secreta no se guarda en un museo estatal o en un álbum familiar, sino en un bollito, en una madeleine, lo que el maestro Proust sabía bien." Dubravka Ugresic - No Hay Nadie En Casa

miércoles, 6 de julio de 2011

INSTRUCTOR DE VUELO


Éramos tres los primeros instructores del A320 cuando la experiencia operacional ganada nos permitió la autonomía para conducir la formación de nuestras primeras tripulaciones. Jorge Bermúdez, piloto aplicado, riguroso, con el obsequio de una risa pronta y contagiosa; Pepe Isaza, el hombre de pocas palabras, hábil como pocos, díscolo, con una intuición casi femenina para la vida y el vuelo, y yo. Muy pronto vendrían otros colegas más, pero a nosotros nos unía el don que nos dío la vida de ser amigos, no solo compañeros, pues muchos años y muchísimas horas de vuelo eran un legado compartido. Disentíamos frecuentemente durante las puestas en común para asegurar el desempeño de lo que considerábamos una responsabilidad inmensa, pero llegábamos a acuerdos, tras forcejeos y negociaciones que siempre intuí nos representaban en lo que éramos y en el deseo de acertar sobre la manera como se debían preparar los pilotos de la empresa con una confianza plena en sus capacidades y habilidades para volar esta nave con seguridad. Habíamos tomado la decisión de que los simuladores no tenían por qué implicar sorpresas para nuestros alumnos. El A320 era de suyo suficientemente complejo: los cuatro manuales que contenían toda la información del avión eran una tarea muy robusta, para que los colegas tuviesen que preguntarse qué les pasaría cada seis meses en manos nuestras durante sus repasos, al poner su vida profesional en vilo. Ir al simulador es una experiencia que va más allá de la pericia. Nos desnuda. Todo el ego, el autocontrol, están en un interjuego complejo que finalmente dice, de una manera mas o menos formal si sirves o no para este oficio. Ninguno de nosotros era un pedagogo. Éramos simplemente pilotos. Sabíamos que el vuelo implica, cuando se pretender “enseñar” a alguien, una sutileza que va más allá de simples habilidades aprendidas mecánicamente, o la realización de unos procesos automáticos, pues demanda interpretar, anticipar, procesar información compleja en un medio dinámico y altamente cambiante tanto en situaciones normales como en las emergencias. Sin duda ciertas situaciones requerían una respuesta altamente condicionada, pero el vuelo en general es un ejercicio deliberado para planear, analizar, sopesar, optar, actuar, corregir y por tanto no se enfrentaban los distintos momentos por reacciones pavlovianas o instintivas.  Alcanzar cierto nivel de maestría no es posible si no hay una conexión sensitiva entre el alumno y el instructor, un clima de cercanía, de no amenaza que se toca con eso que los pedagogos saben. Nos guiaba la intuición, -aunque obviamente habíamos recibido formación para el cargo-, la discusión permanente, la experiencia y el conocimiento del avión.  Aunque es posible que en algunas oportunidades no hubiésemos acertado, sabíamos sí, a ciencia cierta, que la tripulación que iba a un entrenamiento inicial o recurrente, estaba de alguna manera en nuestra manos, que podíamos arruinar vidas o proponer alternativas.  Sin lugar a equivocarme se que lo hicimos con dedicación y con gusto inconfesable por un trabajo que nos apasionaba.

¿Cómo aprende un ser humano a volar un avión distinto a todo lo que ha volado toda su vida y que decodifica sus arraigos más profundos? Tiene algo de misterioso y es muy bello. Evoca algo de infantil, con los gustos y frustraciones del ensayo y el error, del chasco y la gratificación, infortunadamente contaminados por la racionalidad de la adultez. No obstante es un proceso que desnuda el alma y contemplar esto desde ese lugar de privilegio de la silla de atrás del instructor es conmovedor muchas, muchas veces. Es un paraje lleno de valles tranquilos y de cuestas que parecen imposibles de superar. Ocurren avances vertiginosos y retrocesos frustrantes. Nos sorprenden aciertos o dudas insospechadas, que desde la perspectiva de quien no está volando se ven tan simples, pero que se interponen con una cuota de frustración profunda o por el contrario como logros que se reflejan en las espaldas de los alumnos cuando se distensionan imperceptiblemente, y advertimos que sus voces se apaciguan al tener el control de una situación inesperada. En la medida que el vuelo transcurre y se simulan situaciones de apremio y notamos que los alumnos tienden hacia un camino equivocado, las preguntas, “¿Cuándo intervenir?”, “¿Hasta dónde los dejo llegar?” rondan nuestro quehacer, con una intensidad de la cual, ellos que están al frente de la nave no saben que nos acosan. ¡Qué alegría cuando logran encontrar cómo se atiende el problema, qué gusto produce si lo logran! Es una tensión de fuerzas que no están totalmente en nuestras manos, que nos contienen para no intervenir o para hacerlo de una manera oportuna con el fin de no crear un clima de frustración o una sobreprotección igualmente calamitosa.

Por razones como éstas decidimos construir un plan de trabajo abierto a conocimiento de todos, que nos permitiera recorrer en cuatro repasos cada seis meses, -un período de dos años-, todo el avión. En los entrenamientos iniciales mantuvimos casi intacto el currículo de Airbus, esos 45 días de entrega total, desde el inicio de la fase teórica hasta el chequeo final con la Aerocivil. ¡Cómo se confirma aquella sentencia “ Quien más aprende es el profesor”!  Ver los errores y aciertos de otros, resolver problemas que nunca se nos ocurrió formularnos, es un lugar de privilegio.


Hacer la transición de una aeronave analógica como el B727 al A320 es un reto mayor, una evolución del rol del piloto que tiene en sus manos un nuevo aparato diseñado para reemplazar funciones humanas, bien sea manuales o cognitivas, por funciones de computadoras diversas y equipos sofisticados. La enorme cantidad de información que se genera en estas cabinas, es por momentos agobiante. Aceptar que la aeronave fue concebida con una autonomía que le permite tener control, aún sin el consentimiento humano, representa un cambio de paradigma profundo. La integración que se da entre el sistema de gestión de vuelo (FMS), el piloto automático y la autoaceleración, que permite inclusive la guía vertical o aproximaciones en condiciones de vuelo por instrumentos completamente autónomas, representa una serie de por lo menos cuatro niveles altamente abstractos de soberanía de la máquina, que bien administrados le dan a los tripulantes una conciencia situacional privilegiada –saber dónde están, de dónde provienen, para dónde van-, pero que se puede tornar muy confusa si por cualquier circunstancia no se está “adelante del vuelo”, es decir, en un ejercicio constante de anticipación de lo que la aeronave va a realizar. Los estudios sobre accidentes e incidentes en aviones automáticos revelan que las tres preguntas más comunes que se formulan en estas circunstancias son: “¿Qué está haciendo este avión?”, “¿Por qué lo hizo?”, “¿Qué va a hacer luego?”, que suceden muchas veces cuando se vuela cerca al terreno, cuando el tiempo de decisión es muy breve. Enseñar a un piloto que el camino más corto para enfrentar estas situaciones es “bajar” el nivel de automatización o simplemente eliminarla y tomar control manual del aparato para luego resolver las dudas y recomponer la automatización, es en su simplicidad, una de las cosas más difíciles de lograr, pues es como si sobre la conciencia del tripulante se implantase una obstinación para resolver la encrucijada en que se encuentra a través de la propia automatización, como si hubiese una profunda frustración al hacerlo de otra manera, en tanto pasa de ser piloto-administrador a piloto manual, planeador estratégico a controlador táctico de corto plazo.  Jorge, Pepe y yo reflexionamos mucho sobre estos aspectos, para entender que las actitudes, los conocimientos y las habilidades que se modificaban de una manera tan rotunda tenían que articularse muy acompasadamente para alcanzar la competencia necesaria para una operación segura, mediada por una comunicación muy generosa en la cabina que integraba a ese nuevo actor, al avión, de manera permanente. Inculcar la utilización inquebrantable de los procedimientos estandarizados de operación, el nuevo lenguaje, le daba una nueva vigencia al CRM como mediador para un vuelo seguro. Una realidad adicional nos planteaba frecuentes retos: la comprensión desigual entre los pilotos de mayor edad, emigrantes al mundo de la computación y la digitalización, y los copilotos jóvenes que crecieron en los ambientes del nintendo y demás juegos electrónicos que les daba una ventaja evidente para moverse con soltura en este “juguete” que recreaba su mundo. Arbitrar este desempeño disparejo para no frustrar al primero y no estancar al segundo requería de tacto y sensibilidad frente a las características de cada tripulación.

Cuando evoco estos años advierto que esta fue una de las etapas más ricas en experiencias y aprendizajes de mi vida profesional. Los extensos periodos de ausencia del hogar se compensaban por el fortalecimiento de relaciones personales con los alumnos con quienes se establecía una fuerte simbiosis, por sus avances y retrocesos, sus frustraciones y alegrías. El proceso culminaba luego en Colombia volando acompañados por nosotros durante la fase final de unas treinta y cinco horas de chequeos en ruta con pasajeros. Dar el apretón de manos final a un colega que ganaba su autonomía, ver sus caras de asombro y goce, era premio suficiente a cualquier privación.

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