Cómo es de fácil morir. Sólo basta estar vivo. Es así de simple, aunque creamos que es posible postergar este tránsito.
Es enero de 2011. Han pasado seis años casi justos desde mi último vuelo, Mumbay-Delhi, en Air Deccan, experiencia alucinante. Me había hecho a la idea de que mi vida de aviador había terminado cuando regresé de India. Pero no tenemos el control de todo lo que ocurre en torno nuestro. De una manera fortuita, me reencuentro con esta que es mi vida. Estoy en Flight Safety en Long Beach, California, en entrenamiento para operar un Beechcraft B-200. Es el cuarto período de los cinco que componen el programa para calificarme en esta aeronave. Ha sido un encontronazo difícil, más de lo anticipado. La aviación ha cambiado en estos años, las regulaciones, algunos procedimientos. El curso teórico, apresurado para mi gusto, ha demandado toda mi dedicación y empeño para aprender ese cúmulo de datos que hacen parte del equipaje de cualquier piloto para tripular un aparato. La sesión de esta noche nos plantea los denominados “V1 Cuts”, es decir fallas de motor en velocidad V1 en despegue, continuando éste para realizar procedimiento de regreso al aeropuerto en condiciones instrumentos, es decir, con visibilidad reducida.
Durante la fase previa a despegar nuestro instructor nos demuestra la falla del Rudder Booster, un dispositivo que pretende ayudar a los tripulantes cuando un motor se detiene repentinamente. Acciona el timón de dirección inicialmente, con el fin de contrarrestar la asimetría que se produce cuando una turbina está dando empuje y la otra no. Probar este mecanismo durante el primer vuelo del día hace parte de los chequeos rutinarios de seguridad: advertimos la importancia de hacerlo, con especial esmero en aeropuertos como Eldorado, pues por su elevación sobre el nivel del mar, la topografía, las altas temperaturas frecuentes, castiga fuertemente el desempeño del vuelo cuando una turbina falla; sin ayudas como esta o aquella que lleva a posición de bandera la hélice, es muy probable que sortear una emergencia como ésta sería muy improbable.
Hacemos un primer despegue en condiciones normales para entrar en calor, con regreso visual. Viene entonces la sesión de fallas. Practicar esta maniobra es, si se quiere, rutina en los simuladores de todos los aviones. Se hace tantas veces durante la vida profesional de los pilotos que puede decirse que, por lo menos la recuperación inicial y súbita que esto requiere, se torna instintiva. Las sensaciones corporales quinestésicas, visuales, auditivas, táctiles que esto produce son tan claras que la reacción es casi inmediata: subir el tren de aterrizaje si aún no se ha hecho para reducir la resistencia parásita, presionar el pedal para recomponer el timón de dirección y mantener el rumbo de pista, mover la cabrilla para que el horizonte quede a nivel, bajar la nariz del avión para que la velocidad no decaiga por debajo de los límites, aplicar potencia en el motor que está operado, actos de supervivencia antes de decir nada, pues el problema es volar la nave a toda costa. No se si es un proceso racional que ocurre con la velocidad de proceso del pensamiento o si es simplemente instinto condicionado por la práctica. Sea como sea, si bien exige coordinación y maña, sensibilidad frente a las características de desempeño de cada avión, se produce y se afina de manera inconsciente. El día previo habíamos hecho un par de simulaciones con éxito, pues nos había sobrado tiempo cuando finalizamos el currículo para esa sesión, por lo cual me sentía cómodo y tranquilo con lo que estábamos próximos a realizar.
“Autorizados despegar, N38WV”
“Recibido, autorizados despegar, N38WV”
“Take off”, dije, mientras aplicaba la potencia para iniciar la carrera del despegue.
“Speed alive….Check”
“Eighty knots….Check”
“V1”, e inicié la rotación de la nariz del avión.
“Positive rate…Gear Up!”, lo que trajo consigo un abrupto viraje de la aeronave hacia la derecha…“Engine Failure!”, dijo mi copiloto.
Sentí que el pedal derecho se devolvía hacia mis pies con cierta violencia, el horizonte artificial se inclinó indicando la falla, la cabrilla se tornó pesada, la velocidad no incrementaba como era debido, mientras procuraba controlar la aeronave para que continuara su ascenso herido. Pero lo actos que había hecho cientos de veces no parecían corresponder con lo que esperaba más bien parecían agravar todo; era una situación confusa, pues mi instinto y mi razón no concordaban. El avión empezó a derivar hacia la derecha mientras luchaba en vano por mantener la nave en vuelo, la nariz no se correspondía con mis actos, el alal derecha se inclinaba cada vez más, la tierra se nos vino encima.
Fue un estruendo rojo que paró el simulador en seco. Mi mente se quedó en blanco, mi corazón latía acelerado, lo único de lo que era consciente, pues el resto era desconcierto y silencio, un desconcierto que sin duda los que mueren realmente en unas circunstancias como esta ya no tiene tiempo para recordar. Fueron diez, quince segundos eternos, durante los cuales pasaron ante mi imágenes, la del horizonte cada vez más inclinado, el velocímetro cada vez más quieto, el giróscopo girando lentamente a un rumbo indeseado y la aproximación de la tierra con una impotencia cruel. Nos matamos.
“No se preocupen”, escuché, “vamos a repetir la maniobra”. Era la voz de nuestro instructor a nuestras espaldas que me retrotrajo a la realidad presente.
“¿Qué pasó?”, pregunté, pues no se me ocurría nada.
“No te precupés, Carlos. A veces sucede. Vení, vamos a repetirlo.” Pero cuando intentó el “reseteo” del simulador el aparato no respondió. Se había bloqueado en el estruendo. Hizo varios intentos vanos. “Voy a llamar a mantenimiento. Tomemos un descanso mientras lo ponen nuevamente en funcionamiento.”
Nunca me había caído en un simulador a lo largo de toda mi vida como alumno en los no se cuántas veces que debía hacer esta maniobra en F27, B727 o Airbus. Comprendí esa noche cuán frágil es la vida. De poco sirvió que mi instructor me dijese al finalizar la primera fase de esa sesión amarga que lo sucedido había sido culpa suya. No indagué más allá cuando lo dijo. Me había matado y punto.
CODA
He decidido suspender, no se si definitivamente, las publicaciones periódicas que a lo largo de este año he hecho en este blog. Quiero agradecer a aquellos que se tomaron el tiempo para leerlo, para comentarlo ocasionalmente. Su propósito, que empezó incierto y se fue configurando con los días, ya está cumplido.
Gracias nuevamente.